La calma intrigante, la alquimia seductora de esa dama misteriosa y multifacética llamada fotografía, exige tiempo y descubre paciencia, cual fémina exigente, en quien decide dejarse enamorar por ella. No hay mejor remedio para la vida agitada que desea todo de prisa, que aprender a apreciar el ritual que la envuelve.
Inicia el romance al enseñar a ver con otros ojos, a observar ingenuo y asombrado cual niño, con profunda libertad. Provoca poseer momentos, sensaciones, sentimientos. Uno intenta guardar entonces mentalmente los diálogos y universos visuales que dóciles se dejaron capturar, para parsimoniosa y pacientemente avanzar de su mano en cada etapa –que para el que la ama de verdad, nunca puede volverse mecánica ni trivial– en que los sentidos deben exaltarse… aprendiendo a tocar en la obscuridad y a percibir sus olores, hasta el momento extático en que entre el líquido emergen mágicamente las formas, los tonos, las sombras, las texturas. Yacen entonces éstos al lado del reto que significa la subjetividad de la interpretación, tratando de alcanzar esa sensación de transcendencia que da el poder de crear, al dejar emerger eso que mueve al alma.
Una amante celosa, que como ninguna, cambia expectativas, abre perspectivas y se deja amar y vivir por y para ella.