De libros y ocurrencias

Cuando la musa atrapa o cómo atrapar a la musa

(Recomendación y reseña personal)
El libro «El arte de enseñar a escribir» (Fondo de Cultura Económica, 2007) es una recopilación de textos de diversa índole y procedencia. Los autores son lo mismo escritores que artistas plásticos, músicos, fotógrafos, psicoanalistas, coreógrafos, entre otras tantas áreas creativas, que tienen en común el haber compartido la experiencia de inventar clases para alumnos de la Escuela Dinámica de Escritores, recinto en donde lo único que no está permitido es escribir ni hablar de literatura.
Así encontramos un cúmulo de mundos distintos cuyo único propósito es dotar a los aprendices de escritor, de una nueva visión, a través de los disímiles lentes del arte.
En el mismo tono escribe Gabriel Zaid, quien cree que aquel que desea dejarse llevar por ese impulso que llega cuando la musa atrapa para plasmar en palabras lo que en el aire se escucha, en lugar de acatar lo que una preparación formal recomendaría (estudiar literatura, letras, filosofía, leer en ruso), la opción más cercana a lo verdaderamente útil, es escribir en el estilo que a uno gusta y en el que se es bueno y seguir el camino, que se va armando solo. Y entonces van surgiendo los intereses, las recomendaciones literarias y las influencias personales: el estilo tan buscado.

Y vemos cómo, en bizarras y divertidas sugerencias y actividades, los maestros proponen escribir una novela al compás de la forma de una sonata… o planear la simulación puntual de la propia muerte a través de la fotografía de un asesinato o describir lo que los sentidos perciben en un montaje sensorial, rico en olores, sonidos y texturas.

¿Cuál es la manera de enseñar a escribir? ¿quién dice qué hay que aprender, qué hay que ejercitar? La firme idea de Mario Bellatin, el creador de la EDDE (Escuela Dinámica de Escritores) es que la escritura debe ser libre, propia, íntima.

Bajo la idea de Pepe Gordon en «El Cuaderno Verde, entre el azar y el destino» (Ediciones B, 2007), de que muchas de las cosas que uno cree invención propia, no son propiedad de nadie, sino de quien ha sabido escuchar las voces que las gritan en el espacio, un escritor no es más que un atento escucha, que deja llevar su mano en el papel o sus dedos en el teclado, guiados por los cantos de las musas, que bien podrían ser el consciente colectivo o simplemente unos seres juguetones que viven entre varias dimensiones y se divierten gligliando a lo Cortázar, dictándonos historias e ideas para quien quiera jugar con ellas.

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Mi desvarío

Jacarandas

Fui una tarde de otoño
sin viento ni hojas secas
de gente cansada sin sueño
con cielo apagado y sombras eternas
de días largos sin sentido

de calles desiertas, sin atardeceres violetas

Ahora soy una mañana de primavera
de brisa ligera y cielo celeste
con árboles de jacarandas que se mecen inquietas
en días largos y tranquilos
de lunas menos tímidas que no adormilan
a mis sombras que aparecen y desaparecen
y juegan como niños sin edad y sueños sin tiempo

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Yo

Vivir en una semilla

Está obscuro. En silencio. Afuera la gente habla, corre, toma el autobús. Un señor compra el periódico y lo hojea en una banca del parque. Una niña pequeñita mira extasiada las burbujas de jabón que una chica forma al soplar a un pequeño aro que sumerge en un bote amarillo.

La vida corre con prisa, los estómagos vacíos y las preocupaciones cotidianas provocan muecas molestas… quizás tristes.

Una ráfaga de aire fuerte, durante una tormenta, me trajo aquí hace no mucho. Aunque de aquello no tengo gran recuerdo más que haber llegado botando y girando.

Dentro, yo espero, no se qué. Sólo espero. A veces siento el calor del sol en la mañana. A veces escucho la lluvia caer en la tierra y me da nostalgia.

Ansío mirar eso de lo que he escuchado hablar. Crecer, sentir el olor de la tierra húmeda al despertar, dar la cara a la luna y cantarle. Aunque se que cuando lo haga, no podré volver a girar libre en el viento.

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Ensayo, Yo

Heridas de guerra en letras

Qué peculiar sensación la de abrir un libro viejo. Ese olor característico, la delgadez de sus hojas, en sus tonos amarillentos. La sensación de que ha recorrido largo camino, que distintas manos lo han tocado, dejándole marcas a veces tan hondas, cuales heridas de guerra entre sus letras.

A veces la marca evidente es la distinción de quien primero lo encontró, cuando joven quizás, esperaba paciente en una librería. A veces varios son quienes han querido dejar constancia de haberlo tenido y enlistan debajo su distintivo. Algunos muestran orgullosos sendas dedicatorias cariñosas que evocan la imaginación de historias inverosímiles. Algunos otros, demuestran incluso, haber viajado de continente a continente, sobreviviendo con todas sus hojas.

Esos libros viejos, que se apilan en montones en las librerías del centro de la ciudad, que son tesoros invaluables y luchan contra la era digital, son héroes de guerra.

Encontrar un libro sin huellas, sin garabatos en lápiz quizás, subrayados, ahora más modernos, en colores fosforescentes, sin las hojas a punto de salirse en algún sitio, sin dobleces usados como marcas de lectura, es como encontrar un huérfano, un libro triste, que nunca ha sido tocado.

Enemiga del maltrato a los libros, aún con la irresistible gana de anotar en ellos ideas y reflexiones, autodiscusiones y retos a mí misma para cuando tuviera diez años más y quisiera recordar los mundos en los que viví muchas tardes sentada en el sillón, me contuve a hacerlo por el reiterado respeto que me provocan. Ahora, ya no quiero dejar libros tristes.

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