Él toma la palabra, su voz, grave y dispareja, temblorosa, comienza a sonar en la habitación.
Miradas cómplices que no reprimen impaciencia, molestia y burla.
Al rememorar hechos de su pasado sin relevancia a la reunión, los sonidos de incomocidad resuenan.
Ambas manos apoyadas en su bastón, la voz trasluce emoción al verse en su relato, hilando retazos de recuerdos.
La falta de paciencia, de respeto, de valorar, de atender, de ver la realidad del futuro común irremisible son las constantes.
Le tememos a la vejez… ¿la despreciamos?
Mi pregunta late silenciosa en mi mente mientras miro esos ojos rodeados de arrugas, recuerdo a mi abuelo y sus narraciones, vuelo a mis años de niña perdiéndome. Levanto la mirada con enojo y una súplica de paciencia por él.
Si la vejez es una masacre, como Philip Roth enfrenta valientemente en «Elegía«, ¿por qué hacer de esa masacre personal e íntima una pública, alejada de la compasión y la comprensión?
El ruido del bastón al caer estrepitósamente en el piso de madera los despierta y es seguido de una carcajada general. Fin de su discurso.
Yo continúo sin embargo atendiendo su historia silenciosa llena de inocencia, sabiduría y alegría al observar sus minúsculos y traviesos ojos negros.
La vejez avergüenza a unos, la vejez atormenta a otros, la vejez es fatiga y lucha, pero tranquiliza el remanso de apreciar lo que cada surco en cada arruga representa, un camino recorrido y una vida de experiencias que se escucha en el silencio de la mirada de un viejo.