Ensayo, Mi desvarío

Ver hacia adentro

Uno de mis propósitos al escribir, es sacar al mundo mi propio universo, en un exorcismo subjetivo y personal. Pero he obtenido de ello un valor agregado; la retroalimentación de ideas y opiniones que agradezco profundamente.

Luis me dice, entre tantas otras cosas que hemos compartido en varios años, respecto a mis últimas divagaciones, lo importante que es también la proyección de lo que se es, hacia dentro, hacia uno mismo. Esa búsqueda de bienestar y de paz en uno mismo.

Tan sabias y ciertas palabras como el que decía «Conócete a tí mismo», como el que afirma que al amarse a uno mismo, se puede amar a los demás.

Me parece una absoluta verdad. Antes de aspirar a hacer un bien al otro, siquiera de intentarlo, debería ser uno mismo el objetivo, el destino.

Puede resultar a ciertos oidos de un toque egoísta, el pensamiento de buscar primero el bienestar personal, pero ¿qué no es eso lo que se busca al darse al otro? Un bienestar propio por sentir que se ha obrado bien, que al menos se intenta ser mejor para contagiar ese bienestar al que me rodea. La empatía de una sonrisa por algo que se ha aportado.

En el índice de felicidad, estudiado científicamente, se afirma que una persona feliz contagia inevitablemente a quienes le rodean, en medida de su cercanía. Es cierto, el recordar a un amigo con la eterna sonrisa, con el ánimo positivo, con los mensajes de apoyo, de valor ante la vida, siempre contagia. A ver el mundo con sus ojos, a valorar cada momento que se vive y a vivir, en verdad vivir.

Como también quien por infortunios del destino ve la vida en tonos de gris contamina la vista del vecino. Nada más claro que esto: quien más sufre, quien más ha sido lastimado, quien más necesita apoyo, comprensión y cariño, es quien más daña, quien utiliza a quienes le aman como bote de basura, como blanco perfecto para sus tiros de resentimiento, frustración e infelicidad. Sin saberlo. Quien dice que todo lo que ama lo destruye.

Por lo que me ubico como en el dilema del huevo y la gallina. ¿Dar a otros para darse a uno mismo? Buscar dentro de sí la luz, la paz, sin la necesidad de nadie más, de nada más. Disciplinas tan respetables como el budismo lo afirman. Quizás lo malentendemos. Al menos estamos de acuerdo en que debemos sanarnos primero, sacar la basura, descargar la culpa y el rencor.

Aunque muchos casos requieren de ayuda experta, sirve también arrojar al infinito las heridas, sin más testigos que uno mismo y sus ángeles y demonios. No hay mejor medicina para el alma que dejar ir. Disculpar y ofrecer disculpas. Aceptar los errores, las ofensas, los descuidos, la tristeza, el abandono. Todos tenemos algo que dejar ir para seguir. Más vale hacerlo a tiempo. Y luego levantar la cara y el corazón más sano que antes y entonces sí, ofrecerlo.

Por todo esto entiendo que en mis divagaciones obvié tal paso. No hay manera de proyectar luz si algo no la emite.

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Ensayo, Mi desvarío

Desvaríos de fin de semana

Hace un tiempo escribí sobre los milagros. Tras darle muchas vueltas al asunto decidí que no existen los milagros si uno no tiene fe. Porque entonces la mente juega el papel principal y siempre habrá hipótesis para cualquier hecho que no tenga explicación. Y aún sin comprobar ninguna de ellas, la realidad del milagro no existirá, porque nunca se creerá.

Cuando estamos acostumbrados a racionalizar todo cuanto ocurre, es difícil no buscar razones a todo eso que ocurre. La vida está llena de cosas sin explicación, porque posiblemente no estamos preparados aún o están más allá de nuestra capacidad de comprensión.

Es soberbio creer que el ser humano pueda tener explicación para todo cuanto sucede. La humildad de percibirnos como seres pequeños, limitados, no omnipotentes, debería ser parte de la aceptación de que somos seres con posibilidad de falla. La paradoja, la contradicción de creernos capaces de encontrar la explicación del universo y al mismo tiempo, la incapacidad de creer que tenemos el don de crear, de hacer que las cosas aparentemente imposibles ocurran. La fe no puede explicarse matemáticamente, ni la manera en que operan los milagros puede demostrarse fehacientemente… Deberíamos poder comprender que somos pequeños, vulnerables, falibles. Desde esa perspectiva entonces podremos abordar y entender un milagro.

Hay una parte enorme en nuestra vida, que no puede llenarse tan fácilmente y que causa ese vacío, ese sentimiento de que algo falta, de que corremos sin sentido. Esa parte fundamental es la espiritual del ser humano. Y es en donde nace la fe.

He intentado comprender lo que sucede con el ser humano. Es tan complejo, tan absurdo y tan fuera de explicación, que quizás nunca exista una conclusión sobre su existencia. Yo estoy convencida de que somos seres espirituales, afectados por nuestra existencia en un mundo físico. Que nuestra naturaleza no puede ser calificada como mala o buena, no hay moral definitiva que pueda emitir juicios sobre nuestro actuar. Cada caso es particular, cada persona se rige bajo normas individuales, vive circunstancias únicas.

Sin embargo, lo que termino por comprender expresamente es que el fin último para cualquier ser humano, al término de su vida, lo que le dará el verdadero sentido a su existencia, es el amor. En cualquiera de sus expresiones. El hecho de haberse sentido amado, de haber tenido la oportunidad de darse, en algún modo, a otros. Cuando se comprende que uno no tiene más que un cuerpo, que en determinado momento tampoco tendrá más relevancia, utilidad ni sentido, lo que se ha podido hacer con él en la vida, cada palabra que se emitió, cada acción que afectó a otros, la huella que se deja en el mundo, es lo que realmente hace a una persona existir, lo que permite que su vida valga la pena.

Y a veces es tan fácil, dar, ser generoso con lo único que realmente poseemos, la decisión de ser o hacer algo realmente benéfico para el otro. Pero el orgullo, el temor, la inmadurez, la ambición, el egoísmo pueden llegar a ser tanto más fuertes. Y se pasan los años buscando el porqué de la infelicidad, de eso que hace falta. No hay ganancia, al final de la vida, más que el saber que uno dio amor, aún si éste no fue correspondido. Y hay que tener también valentía para enfrentar el hecho de que ese amor no sea valorado, es parte de un ser que es realmente bondadoso.

Abr’09

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Ensayo, Mi desvarío

Ad libitum

Muy atinado el día para ver «Evening«. La tarde en la que no tengo más que agradecer y celebrar la vida. Rescato de ella (porque aunque no es una maravilla cinematográfica, siempre hay algo que rescatar) unas sabias palabras que dicen más o menos que «no existen tales cosas como los errores» y «nada es tan importante como creemos que es». Al final de cuentas, en el lecho de muerte, lo que queda es lo que uno hizo, sin calificación ni reproche, porque ya no tiene ningún caso. Se vivió como se vivió, como se pudo, como se quiso, como se decidió.

Las decisiones que deben tomarse a lo largo de la vida a veces dejan un rastro de duda. El inevitable «si hubiera» que queda en el aire, harto de posibilidades y preguntas. Pero es cierto, no hay tal cosa como los errores, son decisiones, nada más.

Con la completud que el día de hoy valoro y lo que anhelo, la vida no tiene ninguna deuda conmigo, me ha dado mucho, me ha quitado lo suficiente y siempre lo necesario.

Pero en un mundo como el que habito, al que hemos vuelto absurdo, cruel e injusto, maltratado y ultrajado, a lo que aspiro es a ser capaz siempre de conmoverme y de moverme, de dejar resonar la voz que grita en mi interior cuando las cosas no son como debieran. En mi vulnerabilidad me digo que intento lo que puedo y en mi humanidad me recuerdo lo que no puedo y me refuerzo en lo que intento, ante las miradas inocentes de los niños que vivirán el día de mañana en este planeta, que son la epifanía constante y viviente que a veces pasamos de largo. Serán juicio y prejuicio, reclamarán o se conformarán. Si existen. Vamos, no quiero quedarme «inmóvil al borde del camino«.

Sólo clamo por una vida mejor, en la escala en la que cada uno manifiesta que necesita. Pero lo hago porque a mí me queda un poco de optimismo. Y espero que en el ocaso de mi vida, al que uno debe enfrentarse en solitario, tenga la valentía de dar la cara a mis ayeres con poco menos que agradecimiento.

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De libros y ocurrencias

«No me digas que no lo cuente»

¿Qué haría, de tener un acompañante incómodo día y noche? del que no pudiera esconderme o a quien no pudiera decirle «no eres bienvenido». Que no me dejara dormir, que arriesgara mi vida en cualquier situación y no me permitiera vivir tranquila. Que lograra que quienes me rodean se alejaran de mí, al no comprender cómo puedo vivir en esa situación. Suena a pesadilla.

Esa es la temática de uno de los cuentos del libro «No me digas que no lo cuente. Vivir con una enfermedad secreta: Epilepsia» (B. Mori, Ed. Urano, España, 2007). «Ella» llega un día a establecerse en su casa y por necesidad la acepta, pero es tan extraña que no logran adaptarse. Poco a poco comienza a inmiscuirse en todos los aspectos de su vida, creyéndose íntima amiga. Tan rara e inoportuna siempre, la aleja de su vida social, la aparta de una vida normal. ¡Y no puede despedirla! Hasta llegado el momento en el que el médico la ahuyenta. «Ella» comienza a ceder, no le agrada él. Ella vuelve a su vida normal. Pero «ella» siempre estará ahí, para aparecer con su desagradable presencia cuando menos lo desee.

Y así es como viven las personas con epilepsia. La acompañante incómoda, de quien nadie logra olvidarse una vez que aparece. Una vez que se apodera del cuerpo de su víctima, arrojándola al suelo y convulsionándola en un momento que parece eterno. Asusta. Y los menos tolerantes no quieren saber nada de ella ni de la persona a quien acompaña, mucho menos los patrones, no sea que «el epiléptico sea retrasado mental» o provoque una mala imagen a la empresa, o simplemente, merme la productividad del enfermo y los que deben convivir con él. Así es como los epilépticos deben vivir. Temerosos del siguiente episodio, de la incomodidad, del riesgo. Sabiendo que afecta su vida diaria, sus relaciones personales y laborales. Que no le permite vivir como un ser humano cualquiera. Obligados a callar, a no dejarse descubrir hasta que es inevitable.

Esta valiente autora, habiendo vivido la discriminación laboral por su padecimiento, narra en nueve cuentos, la realidad de personajes «ficticios», creados de las historias propias y de numerosas experiencias de otros en su misma situación. Cansada de esconderse, decide alzar la voz por ella misma y por todos los demás: no están solos, no están locos, todas aquellas sensaciones y vivencias tienen un porqué, que aún con «ella» pueden sobrevivir, vivir y aún más, vivir felices.

La realidad es que no somos conscientes del estigma que rodea algunas enfermedades cerebrales. Si la epilepsia, como trastorno neurológico está envuelta de mitos y prejuicios, qué no sucede con aquellos padecimientos psiquiátricos. Familias que saben que por el bienestar de su protegido no deben hablar del tema, porque no sea que él o ella pierda su trabajo, la escuela, amistades, porque sea visto como bicho raro y se arruine la vida, pues. Porque nadie puede vivir aislado. Excepto por supuesto, algunos epilépticos, aquellos, los más graves. De los que, como en otro de los cuentos de este libro, no se puede ni siquiera soñar con una vida normal llena de expectativas. Porque el despertar de los padres la mañana siguiente dando un golpe al alma con la realidad de un niño que jamás será nada cercano a lo normal; tenista o médico, ni pensar. Y por eso los repartidores de sueños pelean por darles, aunque sea una noche, aunque sea un sueño, un poquito de esperanza y del «qué pasaría si…».

Pero aquella es una pequeña minoría de los casos de epilepsia, que, en un doble filo, algunos de los «otros» epilépticos «temen» que se conozca. Porque sería aún más discriminado su padecimiento. Porque la gente no sabe que la epilepsia no es una, sino muchas, de muchos tipos y gravedad distinta. De tantas manifestaciones como explicaciones subjetivas existen. Es padecida por científicos, artistas, famosos, quienes en su secreto guardan las apariencias para no dejar que esa acompañante incómoda interfiera en su vida pública.

Un libro sumamente duro, lleno de realidades, de hechos (particularmente en España, que, aunque país de primer mundo, no es solidario con sus enfermos), de verdades descubiertas y mitos destruidos. Propuestas factibles, consejos útiles y más que reales (como asegurarse de tener una pareja en el banquillo, por si la actual se cansa de los pañaleso de ser despiertado todas las noches por una crisis), realidades que ya no deberían negarse y el clamor de una atención que no debe posponerse.

El hecho más innegable: cualquier ser humano está expuesto. Un infortunio al nacer, una infección, la carne de cerdo contaminada, un accidente, un golpe. Nadie está exento a sufrir en sí mismo lo que en tiempos muy antiguos fue considerado una maldición y un castigo de los dioses.

«No me digas que no lo cuente. Vivir con una enfermedad secreta: Epilepsia» es una compilación de cuentos, redactados impecablemente, inmersos en comprensibles explicaciones que ilustran algunos de los tipos de epilepsia. Pero sobre todo, es una denuncia de la forma de vida injusta a la que son sometidos los epilépticos. Un libro de divulgación que informa y a menos que el lector por alguna razón patológica carezca de sentimientos, sensibiliza profundamente.

Por la posibilidad tan cercana y real de padecer esa acompañante incómoda y por la empatía hacia los enfermos, por ello, al menos por ello, la epilepsia debería dejar de ser un tema tabú. Particularmente a mí me recuerda la razón del esfuerzo en mi trabajo.

Beatriz, reitero mi absoluto reconocimiento por tu trabajo. Toda mi admiración por tu escritura y por tu valentía para enfrentar la vida.

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Mi desvarío

Romance en Las Ramblas I

–Sigo vendiendo rosas. Nadie las compra –dice, dibujando un corazón al aire y partiéndolo por la mitad–. Sigo creyendo en Cupido, pero ya no se enamoran.

Mirando pasar a la gente, a uno, otro lado, sonríe.

El sombrero sale volando y giran al centro con música invisible. Nadie existe a pesar de las miradas. Se miran y ríen.

–¡Nadie se enamora en Las Ramblas! –grita– ¡aquí ya llegan enamorados!

Barcelona, sept’ 07

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Mi desvarío, Poesía

Coctel de piano

Tarde nublada. En las notas al piano suena la mía, mariposa dormida. Sigo su vuelo, eco infinito sonando. Italiano. Enciendo la luz. Me asomo en el hueco de la voz de soprano, lisa, franca, azul, profunda. Entra en mi corazón, buscando memorias, gotitas de esencia dicen, sueños enlatados. Ayeres en cubos de hielo en mi mano. Sobre la mesa, boca abajo, besando al mantel unos vasos. En lo sutil de la nota final, la voz de soprano vuelca en uno, líquido terciopelo, coctel de mi vida, obsequio del piano.

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