Muy atinado el día para ver «Evening«. La tarde en la que no tengo más que agradecer y celebrar la vida. Rescato de ella (porque aunque no es una maravilla cinematográfica, siempre hay algo que rescatar) unas sabias palabras que dicen más o menos que «no existen tales cosas como los errores» y «nada es tan importante como creemos que es». Al final de cuentas, en el lecho de muerte, lo que queda es lo que uno hizo, sin calificación ni reproche, porque ya no tiene ningún caso. Se vivió como se vivió, como se pudo, como se quiso, como se decidió.
Las decisiones que deben tomarse a lo largo de la vida a veces dejan un rastro de duda. El inevitable «si hubiera» que queda en el aire, harto de posibilidades y preguntas. Pero es cierto, no hay tal cosa como los errores, son decisiones, nada más.
Con la completud que el día de hoy valoro y lo que anhelo, la vida no tiene ninguna deuda conmigo, me ha dado mucho, me ha quitado lo suficiente y siempre lo necesario.
Pero en un mundo como el que habito, al que hemos vuelto absurdo, cruel e injusto, maltratado y ultrajado, a lo que aspiro es a ser capaz siempre de conmoverme y de moverme, de dejar resonar la voz que grita en mi interior cuando las cosas no son como debieran. En mi vulnerabilidad me digo que intento lo que puedo y en mi humanidad me recuerdo lo que no puedo y me refuerzo en lo que intento, ante las miradas inocentes de los niños que vivirán el día de mañana en este planeta, que son la epifanía constante y viviente que a veces pasamos de largo. Serán juicio y prejuicio, reclamarán o se conformarán. Si existen. Vamos, no quiero quedarme «inmóvil al borde del camino«.
Sólo clamo por una vida mejor, en la escala en la que cada uno manifiesta que necesita. Pero lo hago porque a mí me queda un poco de optimismo. Y espero que en el ocaso de mi vida, al que uno debe enfrentarse en solitario, tenga la valentía de dar la cara a mis ayeres con poco menos que agradecimiento.