Hace un tiempo escribí sobre los milagros. Tras darle muchas vueltas al asunto decidí que no existen los milagros si uno no tiene fe. Porque entonces la mente juega el papel principal y siempre habrá hipótesis para cualquier hecho que no tenga explicación. Y aún sin comprobar ninguna de ellas, la realidad del milagro no existirá, porque nunca se creerá.
Cuando estamos acostumbrados a racionalizar todo cuanto ocurre, es difícil no buscar razones a todo eso que ocurre. La vida está llena de cosas sin explicación, porque posiblemente no estamos preparados aún o están más allá de nuestra capacidad de comprensión.
Es soberbio creer que el ser humano pueda tener explicación para todo cuanto sucede. La humildad de percibirnos como seres pequeños, limitados, no omnipotentes, debería ser parte de la aceptación de que somos seres con posibilidad de falla. La paradoja, la contradicción de creernos capaces de encontrar la explicación del universo y al mismo tiempo, la incapacidad de creer que tenemos el don de crear, de hacer que las cosas aparentemente imposibles ocurran. La fe no puede explicarse matemáticamente, ni la manera en que operan los milagros puede demostrarse fehacientemente… Deberíamos poder comprender que somos pequeños, vulnerables, falibles. Desde esa perspectiva entonces podremos abordar y entender un milagro.
Hay una parte enorme en nuestra vida, que no puede llenarse tan fácilmente y que causa ese vacío, ese sentimiento de que algo falta, de que corremos sin sentido. Esa parte fundamental es la espiritual del ser humano. Y es en donde nace la fe.
He intentado comprender lo que sucede con el ser humano. Es tan complejo, tan absurdo y tan fuera de explicación, que quizás nunca exista una conclusión sobre su existencia. Yo estoy convencida de que somos seres espirituales, afectados por nuestra existencia en un mundo físico. Que nuestra naturaleza no puede ser calificada como mala o buena, no hay moral definitiva que pueda emitir juicios sobre nuestro actuar. Cada caso es particular, cada persona se rige bajo normas individuales, vive circunstancias únicas.
Sin embargo, lo que termino por comprender expresamente es que el fin último para cualquier ser humano, al término de su vida, lo que le dará el verdadero sentido a su existencia, es el amor. En cualquiera de sus expresiones. El hecho de haberse sentido amado, de haber tenido la oportunidad de darse, en algún modo, a otros. Cuando se comprende que uno no tiene más que un cuerpo, que en determinado momento tampoco tendrá más relevancia, utilidad ni sentido, lo que se ha podido hacer con él en la vida, cada palabra que se emitió, cada acción que afectó a otros, la huella que se deja en el mundo, es lo que realmente hace a una persona existir, lo que permite que su vida valga la pena.
Y a veces es tan fácil, dar, ser generoso con lo único que realmente poseemos, la decisión de ser o hacer algo realmente benéfico para el otro. Pero el orgullo, el temor, la inmadurez, la ambición, el egoísmo pueden llegar a ser tanto más fuertes. Y se pasan los años buscando el porqué de la infelicidad, de eso que hace falta. No hay ganancia, al final de la vida, más que el saber que uno dio amor, aún si éste no fue correspondido. Y hay que tener también valentía para enfrentar el hecho de que ese amor no sea valorado, es parte de un ser que es realmente bondadoso.
Abr’09