Los olores llegan afuera de la cocina. Dentro, la vieja camina de un lado a otro, llevando entre manos frágiles y tostadas ahora un cazo, ahora una cebolla gorda, ahora unos chiles anchos. La vida moderna en esa cocina no existe, ni aparatos ni música, más que la de su alma, que le susurra en sus historias cuando canturrea al compás del guiso. Las paredes de ladrillo visten de utensilios que cuelgan cuales retratos de una vida. Entre el vapor los dedos deformes arrojan polvos rojos, amarillos que las alas anchas de su nariz aspiran. Las mejillas rojas de la vieja contrastan sus ojos cerúleos, perdida en el naranja del fuego. La única ventana de madera cruje cuando en pasos lentos recorre el angosto pasillo hacia la mesa de concreto, los azulejos azules desgastados la siguen. Un cuenco de frutas y tarros de cereal y miel; manojos de hierbas; harina; costales al suelo, papas, naranjas; el eco apagado del grito risueño de niños.
El candado derruido cuelga en la puerta, las cadenas hace mucho que no se usan. Todo es viejo, la casa, el candado, el polvo, las ollas, ella. En una esquina, el altar personal que cuenta los días en sepia. Un chiquillo descalzo, con el pantalón arremangado posa sonriente, como posan los niños, abrazando a su perro. La misma mirada parda en una cara pecosa, años más tarde en uniforme militar. Un charco que es un mar, recibe el barquito de periódico, el niño otra vez niño y descalzo, es feliz. La ofrenda de flores marchitas recuerda la poca memoria de la vieja, debajo de la veladora una hoja amarilla, arrugada, una carta.
El perro acurrucado en la esquina, a un costado de la leña, la mira, la entiende, la acompaña moviendo la cola en su mejor estrofa. Huele a pan, a canela, a sopa de lentejas, a chocolate. La brisa de la media mañana arrulla la cortina.