Mi desvarío

Kyan

Nunca supe de dónde salió tu nombre… no quisiste llamarte Troy, no hacías caso cuando te llamaba así.

Te escogí entre varios cachorritos. Algunos estaban dormidos, otros jugaban, uno más sólo tomaba el sol. Te elegí al verte mientras mordías un tenis rojo, supe que eras tú. Soportaste el camino en carro desde Puebla sin protestar y yo no sabía en lo que me metía.

La primera sorpresa, destrozar el oso de peluche que te di para acompañarte  (qué ocurrencia la mía)y para que dejaras de llorar por estar solo, lejos de tu familia… ¡te lo comiste! Después no dejaste de morder todo cuanto estaba a tu paso con una energía enorme para tu tamaño, robándonos a todos el corazón con esa mirada de inocencia. Destrozaste las paredes y la puerta, que aún tiene huellas de tus primeras travesuras. Me desvelaste tratando de sorprenderte cuando la hacías de mecánico debajo del carro, arrancando cables, feliz. Ni el spray, el chile ni el vinagre te alejaron de tu propósito, hasta que la edad hizo lo suyo.

Poco aprendiste en tus clases de obediencia, pero nunca nos importó, eran suficientes tu carisma y ternura. Te convertiste en pieza de envidia de Cookie y casi se muere por eso. Pero después fuiste su razón de vivir y ella, tu líder, tu familia, tu compañera.

Lloraste como nosotros cuando se fue. Quizá te dolió mucho más su partida. Era penoso escucharte noche tras noche vagando en el patio buscándola, con ese aullido en un enorme lamento. ¿Quién dice que los animales no sienten?

Te enfermaste de soledad y de nostalgia, justo en el momento menos indicado para mi. Jamás hubiera imaginado encontrarte así. Un poco más y te nos vas tú también. Compartiste conmigo mi tristeza y entendí que también la mía, como la tuya, se iría en algún momento.

Ahora sigues con esa alegría, con los resortes en las patas que hacen recordar a Tigger, con tu enorme cariño de perro-gato y esas ganas de vivir. Pequeño, me has acompañado en varias etapas de mi vida, me alejé de ti y te he descuidado mucho por falta de tiempo. Mi Kyan, a tus tantos años, eres un perro sin edad, un regalito hermoso y un compañero de vida.

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Mi desvarío

Sobre «Pecados de mi padre» de Sebastián Marroquín

A raíz de la lectura del testimonio de Sebastián Marroquín ―hijo del narcotraficante colombiano Pablo Emilio Escobar― pleno de honestidad y valentía, algunas reflexiones convergen en mi mente.

Dice Sebastian “…aprendí que el odio mantiene a muchos atados al pasado, y perpetúa infinitamente el dolor generado por el victimario hasta enfermarnos de violencia”. Me he preguntado constantemente si existe la posibilidad de que en el ser humano habite la maldad por naturaleza. Mucho me he refutado, pero quizá es verdad lo que Elisabeth Kubler-Ross afirma en su libro autobiográfico La rueda de la vida, “todos llevamos un Hitler adentro”, palabras pronunciadas a esta psiquiatra, fundadora de la tanatología, por una joven sobreviviente de un campo de concentración nazi.

La vida de cada ser humano es completamente distinta una de la otra, nadie vive ni experimenta las emociones de otros como las de sí mismo, aún siendo dueño de la mayor empatía. Las circunstancias extremas poseen un potencial dañino que alcanza hasta el alma más pura, dado que el instinto de supervivencia existe. Quizá ahí radica la diferencia del material con que cada ser humano está hecho y cuan avanzada es su alma. Vulnerable, es el componente más frágil, en donde el daño no es perceptible a la vista, si no es reparada, convierte el dolor en odio, venganza y violencia. Hacia sí mismo y hacia el mundo.

Sebastián hace frente a la disyuntiva de una vida, decidiendo por lo limpio el camino más iluminado y no el aparentemente más fácil que al final realmente no vale nada. Qué valentía al enfrentar a sí mismo la prueba más grande de separar dos personajes tan ajenos, un padre amoroso de un monstruo que causó tanto dolor. ¿Cuánto se necesita para tener esa clase de aceptación? una vez trascendiendo a los propios demonios cuando preguntan si la madera propia no estará podrida también.

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