La tomé del antebrazo y caminamos chapoteando entre los riachuelos que se forman en la cuneta de las calles. Primero íbamos aprisa, luego despacio. “No escucho la lluvia”, le dije, y ella me dijo cómo sonaba. “Es tu voz ronca por las mañanas; es el desorden de tu respiración”.
Me sorprendí al escucharla. Volteé, y un nubarrón me escondió su rostro. “No te veo”, le dije. Le pedí que me explicara qué estaba detrás de esa cortina oscura y húmeda entre ambos. Me dijo que su rostro era el mismo de ayer. Me contó que caminábamos de la mano sumergidos en el sol de la tarde amarilla, y en un momento le hablé de sus dientes: “Una hilera de tanques de guerra, un ejército de arados blancos que buscan sembrar en mi piel”, dice que le dije. No lo recordé.
Sentí que me apretaba con fuerza de la cintura, ansiosa, como se amarra un jinete al cuello de un caballo si el caballo no está ensillado. “No recuerdo haberte hablado”, le dije, y seguimos caminando. Entonces sacó de entre sus ropas un diario que, dijo, escribimos los dos. Empezó a leerlo con la misma entonación de cuando lo escribimos. Me contó que yo era feliz, y que estas caminatas las hacíamos cada tarde; que esas cosas y muchas que no son para ser escritas las escribimos en este diario.
Nos paramos en seco. Seguí con mis manos sus brazos hasta llegar a su cabeza y la abracé. Me acosté en su cuello, me tapé los huesos con su cabellera y cerré los ojos. Le dije: “No veo”. Le exigí que me explicara el mundo, que me dijera cómo eran los árboles, la banqueta misma, los edificios, otros rostros que no fueran el de ella. Le dije que me liberara de la oscuridad, que me contara cómo fue el principio y en dónde estaría el final, si es que esto entre los dos tendría un final. Me dijo que intentaría recuperar tanto como pudiera, pero que no estaba segura por dónde comenzar.
“Empieza por los relámpagos”, le dije. En ese instante pensé que tampoco conocía los relámpagos.
Me envolví entre sus ropas, me escondí. Le tomé un dedo y me lo llevé a la boca y escuché atento cuando me contó la historia del mundo. Los apaches, los comanches, los mezcaleros, las praderas, las dunas junto a Samalayuca y esa cordillera de montañas del Valle de Juárez que esconde osos, lobos y leones de sierra. Los halcones, las águilas, un riachuelo que antes era tan ancho como una laguna que se mueve. Las carreteras sin fin, las norias en el camino, los papalotes para pozos de agua, una escalera sobre un murillo de adobe; olmos viejos y moros machos que dan más sombra pero no dan fruto; sauces llorones, víboras de cascabel, cera de panal y miel; sapos sólo cuando llueve. Le desabroché la camisa y me dejó ver, desde la montaña Franklin, que el valle de Nuevo México es el mismo que el de Chihuahua, hasta Palomas; que se funden, que tienen las mismas nubes, las mismas depresiones a las que sólo pega el sol de mediodía. Solté su cabello, finito, y cayeron cascadas blancas y largas sobre las cañadas.
Tomé sus caderas. Y luego me dejó ver el inicio de las cosas. “Y el final”, aclaró. “Aquí empieza y termina todo”.
Encendido mi corazón, el desierto se me hizo un río, y su ombligo un faro que me permitió verla en la oscuridad.
Nos detuvimos cuando su piel no era su piel, sino la mía.
“Estoy enamorado”, le dije.
“Lo sé”, me respondió.