Decían hoy que la enfermedad más común de nuestros días es la soledad. El aislamiento.
Niños solitarios que ya no juegan, que no conocen a qué huele la tierra mojada, que no brincan en los charcos, que no inventan juegos ni salen a jugar por las tardes con su perro y los vecinos.
Adultos solitarios que buscan compañía pero no están dispuestos a «pagar» el precio de mantener relaciones personales, cercanas, de confiar, de dar.
Días repletos de exigente rutina, en donde el olor de la mañana y del pan recién tostado no se nota, ni la media luna coqueta que espera en las noches ser compañía.
La vida y su ajetreo, su reto diario, sus ingratitudes. Y el mundo y su injusticia. Causa y consecuencia de soledades crónicas.
Y la paradoja de buscarse a sí mismo, hacia adentro y encontrar aún así soledad. Quizá porque la ruta es incorrecta y no tiene recetas ni atajos. Más que aquel que va directa y honestamente hacia uno mismo, a lo que es, fuera de profesión, actividad, posesiones, roles o responsabilidades. Lo que se es.
Desnudarse de adjetivos y títulos y encarar la única pregunta válida, ¿quién soy yo?
Estaba en mi soledad crónica cuando tus palabras me ayudaron a encontrarme porque ahí, donde siento, es donde estoy.
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La soledad es la falta de compañía. Pero si me busco a mí mismo, en mi interior encontraré a mi niño, mi adolescente, mi adulto joven y mi adulto maduro solos. Entonces los acompañaré amorosamente. Y cuando eso ocurra sabré que yo soy mis emociones y mis pensamientos.
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