Bitácora de viaje, Mi desvarío

Bitácora de viaje. India. Parte I

El vuelo salió temprano por la mañana, un día de abril. Largas horas para llegar a nuestro destino; varios vuelos, conexiones, prolongados viajes en camionetas y pequeños camiones y muchas aventuras. El destino: Kottayam, en Kerala, un lejano lugar del sur de la India, el itinerario: Ciudad de México-Nueva York-Mumbai-Kochi-Kottayam.

Cuatro horas de vuelo y la primera escala en Nueva York. Ojalá hubiéramos tenido un poco de tiempo para salir a dar una vuelta y yo, para dar unos cuantos clics con la cámara. Pero mi único recuerdo del paso por la ciudad, es un taxi amarillo miniatura pegado a la puerta del refrigerador.

Hasta el día de hoy no comprendo la extraña anotación que hicieron en mi pase de abordar al llegar a Estados Unidos. Lo único de lo que tengo certeza, es de que nada puede hacerse cuando un agente revisa minuciosamente tanto a la persona, como la bolsa y todo el equipaje de mano. Minuciosamente.

El avión rumbo a Mumbai salió a las 8:30 de la noche. A esa hora, después de una buena desmañanada, estaba lista para dormir gran parte del vuelo, con la ayuda del kit adquirido en Brookstone que incluía una almohada inflable, antifaz y tapones para los oídos.

Poco me funcionó el famoso kit. Tal vez la ansiedad por los días venideros o la cantidad de películas disponibles, lo que quizá sea de lo mejor de viajar en Continental Airlines. No recuerdo cuántas películas vi mientras volaba sobre el Atlántico, hasta que predominaban las pantallas azules a mi alrededor.

Mapa de ruta Continental Airlines

Quien haya volado durante más de 10 horas, agradece que su asiento se encuentre en algún extremo de la fila; afortunadamente el mío se encontraba en la fila central del Boeing 777. Así, entre sueño, cena, película tras película, libro y el bloc de notas, atravesamos un océano y un continente.

Llegamos a Mumbai cerca de la media noche y desde poner un pie en la India, supe que transcurrirían unos largos e intensos días.

Es difícil argumentar todas las preguntas hechas por un indio en el inglés más extraño que hasta entonces había escuchado; ¿a qué nos dedicamos? ¿en dónde se habían impreso esos pósters? ¿cuál era su contenido? ¿quién los había enrollado y guardado en el portaplanos? ¿en dónde se había adquirido ese portaplanos? ¿de qué trataban [los sospechosos] pósters? ¿quién nos invitaba y por qué queríamos entrar a la India? ¿mi compañero no sabía hablar inglés o no quería hablar?

Argumentar cada una de las preguntas (y entender cada una de ellas) me pareció hasta cierto punto divertido, pues no tenía qué ocultar. La curiosidad me hacía cosquillas pero nada pude averiguar, excepto que eran «preguntas de rutina», que casualmente a nadie más en el grupo hicieron. El portaplanos fue la gran diferencia y el hecho de haberme formado delante de mi compañero más alto (y quien menos inglés hablaba, mucho menos comprendía), designado para cargar los tantos pósters con contenido tan sospechoso para los indios.

Un pasaporte debería ser tratado con sumo cuidado, o su fragilidad podría representar el boleto de regreso inmediato al país de origen. Los cuidadosos y amables agentes de la aduana de Estados Unidos, tomaron el pasaporte de un doctor que tenía agendada una conferencia del otro lado del mundo, arrancaron el pequeño papel engrapado a la desafortunada y maltratada hoja de identificación del viejo cuadernillo verde, llevándose consigo dicha hoja hasta prácticamente arrancarla. Los agentes indios evidentemente no aceptaron el pasaporte y el doctor tuvo que olvidarse de conocer la India y voló de regreso a México.

El primer shock cultural en la India. Un baño cualquiera en el aeropuerto de Mumbai. En la puerta de entrada de algunos de los sanitarios, una figura extraña anunciaba el tipo de baño. No entendí hasta entrar a uno. Un pequeño agujero sobre el piso, con espacio donde colocar los pies. Y en una esquina, una regadera de mano. Nada de papel higiénico.

El siguiente vuelo salía en unas seis horas y había que decidir si pasar la noche en las bancas de plástico de ese pequeño aeropuerto o en algún hotel cercano. Finalmente abordamos un par de camionetas que condujeron por Mumbai de noche y ahí comenzó todo.

El hotelito al que llegamos no estaba mal, pero solo dentro. Al llegar a él a la media noche por una calle algo más que tenebrosa y pasar entre grupos de indios mal encarados, fue lo primero que hizo latir mi corazón en la India, de temor, de sorpresa y de curiosidad. Sudaba intensamente por el calor, la humedad y el nerviosismo. Entonces fue cuando pensé que si quería regresar con algunas imágenes, debería tener atención en dónde podía sacar la cámara.

El pequeño hotel tenía un elevador con puerta, de aquellas como de las películas, pero ésta era de madera, un poco vieja, si no se cerraba la puerta, el elevador no funcionaba. Subimos y bajamos varias veces para poder usar la red inalámbrica unos minutos.

Un baño -esta vez sólo el convencional- y pocas horas para dormir. A la mañana siguiente, el próximo show: cómo amarrar maletas de quince personas en el techo de dos camionetas, sin que las pertenencias de alguien terminaran volando a media avenida.

El recepcionista del hotel -un moreno de ojos negros y barba partida, casi un modelo- nos apuraba en su acento completamente ininteligible. Parecía decirnos: «¡rápidooooo! ¡ya es tarde!», como los gritos de una mamá desesperada porque se va el camión del colegio.

No necesitamos saber una sola palabra en su idioma para entender que nos corrió de la recepción para que nos subiéramos a la camioneta, señalándolo el reloj. Nosotros mirábamos divertidos cómo amarraban como cajas de cartón con mecates, nuestras maletas; cuatro personas que no podían terminar de acomodarlas. Inmediatamente recordé México.

Llegamos al aeropuerto a toda prisa, aún en tiempo, pero habían cambiado el vuelo de hora, dato del que hasta ese momento nos enteramos. Tres compañeros afortunados se registraron un minuto antes y la joven agente de Air India abrió tremendos ojos al vernos llegar al resto del grupo. Afirmó que ya no daría tiempo de registrar las maletas y que el vuelo se había cerrado.

No se le ocurra a nadie en ningún rincón del mundo decir aquello a un grupo de mexicanos. El justo reclamo en inglés mezclado con español ocasionó que la supervisora llegara al mostrador. Había pasado cerca de media hora.

La supervisora simplemente hizo algunas llamadas; detuvieron el vuelo y emprendimos la carrera a través de ese minúsculo aeropuerto, cual película dominguera, entre la gente, con empleados de la aerolínea y de seguridad abriéndonos el paso.

De esa manera abordamos el avión que nos llevaría, en casi dos horas, a Kochi, no así nuestras maletas. Otro dilema.

Como benéfico resultó en Mumbai ser un grupo numeroso, en Kochi terminó siendo un problema decidir el transporte que utilizaríamos para llegar al hotel y quién se quedaría a esperar las maletas. Después de negociar y negociar el precio por persona, abordamos pequeños camioncitos en los que vimos pasar  pueblitos a toda velocidad, con una destreza bárbara del conductor para no chocar con cualquier otro vehículo, que bien podía ser auto, camioneta, camión, auto miniatura o moto. Era preferible no ver hacia adelante mientras el diestro chofer se abría paso dando volantazos y claxonazos para anunciarse.

Unas dos horas más y casi 100 km, atravesando una mezcla entre Tepito, Mérida, Iztapalapa, Cd. Neza y Chalco, en medio de la selva. Fue la primera vez que saqué la cámara y la mitad del camino la pasé haciendo fotos por la ventana y recibiendo saludos y sonrisas de choferes y transeúntes. Y la otra mitad mitad del loco viaje, me quedé dormida, imaginando ir en un «guajolotero» con un chofer más que salvaje. De la velocidad con la que íbamos, casi ninguna de mis fotografías aparece mucho más que manchas de colores. De las pocas rescatadas, un hombre, con la espalda desnuda al sol y una pequeña y vieja construcción, pintada alguna vez de un tono amarillo, a la orilla de un lago.

La apariencia de Kottayam no es de un lugar turístico común. Y aún habiendo vivido en una de las ciudades más pobladas y polifacéticas del mundo, en la que se observan innumerables paisajes urbanos, me pareció a primera vista un poco peligroso.

Una cama de la habitación parecía una tabla, demasiado dura y firme, la única solución posible fue turnarse el suplicio, que con tal cansancio, finalmente no se notaba. En el baño, vi lo que me pareció un tercio de rollo de papel, «qué grosería», pensé. Al día siguiente solicitamos uno más y así cada tanto. El día de salimos a comprar algunos enseres (pañuelos desechables y shampoo), finalmente entendí que los rollos a medio usar no eran tales. En la India es una excentricidad usar papel higiénico, por ello los rollos son tan pequeños. Aún conservo uno de ellos, color amarillo.

La ONU ha afirmado que en la India existen más teléfonos celulares que baños. El relativo bajo costo, tanto del servicio como de los equipos puede ser la razón. Al segundo día compré un teléfono celular, gracias al «bell-boy» del hotel, un hombre moreno de nombre parecido a «Setu», bajito, de bigote y sonrisa muy agradable. En camino a la tienda, me preguntó mi estado civil (pregunta que escucharía una y otra vez durante los siguientes días) y cuando dije que pronto me casaría, me preguntó si el matrimonio estaba arreglado. Después me platicó de su esposa. Hasta el último día de nuestra estancia no cesó en atender lo que requeríamos. Posiblemente algunos cuantos de esos numerosos celulares registrados a nombre de los indios son celulares adquiridos para los turistas, por personas como este amable mensajero.

El celular, de marca Nokia, era el más sencillo y costó alrededor de 300 pesos. Ese día era festivo y  no abrían los distribuidores, por lo que después entendí que la SIM seguramente era del mercado negro. Lo cargué con 220 Rs., unos 70 pesos, con los que tenía derecho a un mes ilimitado de llamadas locales y una tarifa de aproximadamente 3 pesos por minuto llamando a México.

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