Hoy veía cómo una hija miraba con amor infinito a su padre. Tal vez el mismo efecto de una madre mirando a su hijo en una presentación escolar. No había nada que decir, su expresión aclamaba un sentimiento absoluto, más allá de lo que significan las palabras que describen los sentimientos más puros del ser humano.
Al fondo había una foto grande de él mirando a su vez al amor de su vida, su esposa. La foto, tomada varios años atrás, cuando ella aún vivía, también hablaba por sí misma. Ella, la esposa, volteaba hacia otro lado, él la contemplaba a ella y eso le provocaba una gran sonrisa. La miraba como solamente podemos mirar a quien amamos, con quien hemos compartido tiempo y vida. Como se mira a alguien que es parte de nosotros, de nuestra casa, de nuestras costumbres, de nuestras manías, alguien que nos conoce y a quien no tememos.
La hija miraba al padre, como si a través de ella también lo mirara su esposa, como si en esa mirada cupieran ambos amores, como si ella no estuviera ausente.
No lo recuerdo, pero probablemente cuando era niña, bastaba la mirada de mi papá para decirme cuando algo no debía hacer. Su mirada tiene muchas voces. Tengo una fotografía en donde una de esas miradas habla con voz plena, como la propia voz de mi papá, quizá quien no conoce los tonos de sus miradas, no la entendería.
En nuestra manera de mirar a los otros decimos tanto que no notamos, hablamos de la complicidad, de las vivencias, del conocimiento mutuo, no escondemos la simpatía o antipatía. En una mirada rechazamos y admiramos, alabamos, discutimos, enamoramos, nos rendimos. Los ojos también hablan en voz alta, hablan todo el tiempo, aunque solamente aprendemos su lenguaje personal cuando nos tomamos el tiempo para hacerlo.