Ensayo, Mi desvarío, Yo

¿Es la ética una utopía en el mundo actual?

El Comité de Ética de Grupo Imagen Multimedia decidió que el comentarista de Reporte 98.5 de apellido Verdugo fuera suspendido indefinidamente, después de que en días pasados utilizara el espacio al aire de la radiodifusora, para invitar a los radioescuchas a terminar con nueva «plaga» que ronda las calles de la ciudad de México a bordo de una bicicleta, «aplastándolos». En medio de una queja por actos que comentó imprudentes de algunos usuarios del programa EcoBici, instó firme y repetidamente a los automovilistas a lanzarles el vehículo en cuanto los vieran. Continuó en la crítica al programa instaurado por el gobierno del Distrito Federal y a la conducta de los ciclistas.

Inmediatamente surgió un reclamo masivo en las redes sociales, que ha seguido creciendo. Algunos levantaron la voz en defensa del comentarista, en relación a que sus palabras en ese tono eran acostumbradas, que tenía un cierto toque de ironía. Él mismo declaró que fue sarcasmo. Pero en cuestión de la incitación a la violencia, no existen estos tonos. Mucho menos en manos de un personaje que tiene la responsabilidad de un micrófono a de alcance a nivel nacional e internacional y el peso de un medio al que representa.

Fuera de la razón de sus argumentos, como trabajador de una empresa dedicada a la comunicación, el señor adquirió un compromiso que implícitamente estaba ligado a un código de ética y en su caso, a la Ley de Radio y Televisión que prohibe intervenciones como la suya. Una vez más el código de ética de Grupo Imagen estuvo en la mira.

La ética está relacionada con las reglas que rigen la conducta y los actos del ser humano. La figura del código de ética es una representación cultural de un grupo, que está ligada a los usos y costumbres de la mayoría y en lo que ésta acuerda como «correcto» y «permitido» y es de carácter obligatorio cumplirlo para pertenecer al grupo. Es un proceso complejo y hasta violento establecer normas sobre una comunidad cuya formación está basada acciones y pensamiento radicalmente distinto, literalmente en una conversión hacia el totalitarismo.

Para los de pensamiento liberal, un código de ética en su significado estricto, vinculado explícitamente con la moral, con la decisión entre lo bueno y lo malo, no representaría una herramienta valorada. Sin embargo, incluso quien posee el pensamiento más liberal respecto a cualquier tema, se rige tácitamente por su propia «ética», por sus propias convicciones, por su propia moral, por sus reglas. Así sean contradictorias o se contrapongan unas con otras. Aunque el fundamento en el que se base la actividad del grupo represente un daño a otros, se requiere establecer una normatividad interna que lo soporte, un código de honor.

En un ámbito reducido como la familia, en épocas pasadas en nuestro país, existían las normas empíricas, los acuerdos tácitos acerca del comportamiento de los integrantes. La conducta «adecuada» estaba por sentada y se hacía respetar. Sin embargo, en tiempos de redes sociales tecnológicas y bullying, las consecuencias de una serie de problemas sociales que más bien son consecuencia uno del otro (el cambio en la figura de la familia «tradicional», el desempleo, la falta de oportunidades educativas y un largo etcétera), estas normas implícitas se han borrado sistemáticamente. En esto se ha convertido la sociedad moderna. Una gran cantidad de individuos, jóvenes y viejos, que poco a poco vulneran las reglas más simples de su propia comunidad.

No se puede caminar por la vida pretendiendo poseer libertad absoluta en palabras y acciones. Los seres humanos, como seres sociales, requerimos de normas que deben cumplirse, para poder no sólo pertenecer a un grupo, sino de manera básica, para formarlo. Una pareja, un grupo de amigos, una familia, un grupo escolar, una empresa, una organización no lucrativa, una nación. Todos tenemos reglas que cumplir, lo deseemos o no. Es uno de los requisitos para pertenecer y en uno mismo está la opción de seguirlas o no, de pertenecer o ser expulsado.

En momentos en que la eterna lucha por el poder volverá a sus picos más altos, en tiempos de un complicado debate sobre la verdadera libertad de expresión y sus consecuencias y sobre todo, en una época de profunda necesidad de los valores básicos del ser humano, quienes tienen la responsabilidad de representar algún medio, tendrán que pensar mejor las estrategias para plantear soluciones o críticas a los problemas sociales y para establecer posturas políticas.

Verdugo lanzó su opinión en el espacio que le fue proporcionado para otros fines, no como un individuo cuya crítica como ser libre es respetable y sería juzgada o alabada en su entorno personal.

Pero quienes estamos lejos de estos papeles ¿qué tanto nos hemos alejado de nuestro propio código de ética? Recordemos de qué formamos parte ¿de una familia? ¿un grupo académico? ¿una empresa? ¿un vecindario? ¿un grupo político? ¿un país? Con la facilidad en que cualquier opinión puede contaminarse por intereses ajenos y ser desfalcada de su verdadero sentido, más que nunca hay que recobrar con fuerza las propias convicciones en cada uno de nuestros papeles para formar una ética resistente, más allá del juicio de temas polémicos, en el camino hacia la propia integridad, una ética personal. ¿Es esto una utopía?

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Ensayo, Mi desvarío

Sobre la discriminación

La gran mayoría de las personas ha sufrido discriminación en algún momento de la vida por alguna circunstancia particular. Existen grupos más vulnerables que han padecido las acciones que la discriminación provoca, matizadas por el rechazo y la agresividad que en muchos casos derivan en violencia.

La discriminación tiene su origen en prejuicios, acciones basadas en un conocimiento trunco o erróneo y sus efectos, siempre negativos, vulneran al objeto de la discriminación al modelarlo con ideas falsas sobre su existencia. Pero ¿qué hay detrás de estas emociones exacerbadas que empujan a conductas antisociales como la violencia?

Como lo plantea el profesor de psicología Steven Neuberg —en una entrevista realizada por Scientific American en relación al prejuicio anti-inmigrante en el contexto de la matanza en Oslo por el extremista noruego Anders Behring Breivik— los prejuicios tienen su origen en un miedo, racional o no, provocado por la supuesta amenaza que representa lo discriminado: algo o alguien que es distinto al grupo al que se pertenece. Alguien externo representa la amenaza de trasgredir las normas y vínculos que se han creado entre los miembros del grupo y puede ser potencialmente dañino.

De este modo, cualquier persona que sea distinta, por apariencia física, creencia, origen, idioma, se percibe como extraño, y se le teme o rechaza, aún cuando los sentimientos que provoca sean inconscientes.

Sea por naturaleza humana o por cuestión cultural, todos discriminamos, separamos, clasificamos, en cualquier ámbito y por innumerables criterios, en materia cultural, educativa, social. La consecuencia inmediata, que no es siempre positiva, es la segmentación.

El caso más extremo de discriminación surge cuando el prejuicio se convierte en violencia y su fin es el exterminio. La historia de la humanidad cuenta innumerables ejemplos de discriminación y rechazo, por el simple hecho de ser distintos, parecer o pensar de forma diferente. El holocausto es uno de tantos episodios lamentables en los que el rechazo se convirtió en una violencia ruin, al grado de cometer despreciables actos de exterminio, ante la mirada atónita del resto del mundo. El propósito final de la eugenesia.

No estamos tan lejos de aquella película en la que la normalidad eran los hombres y mujeres «perfectos», diseñados genéticamente, un mundo en el que quienes habían sido procreados de manera natural y aleatoria, padecían inevitablemente el rechazo y la falta de oportunidades; en el mismo sentido que la famosa novela de Huxley, en la que el éxito de la humanidad estaba basado en la erradicación de la diversidad en todos los sentidos.

En la vida real, un ejemplo simple y aparentemente inocente: las pruebas médicas prenatales que permiten conocer defectos congénitos en el feto son una forma de discriminación que tiende a sentar las bases para generar una evolución —que podría ser considerada «artificial»— del ser humano. Apoyadas por argumentos que promueven el bienestar y la salud, aparentemente no atentan contra los derechos humanos, dado que suceden a la luz de las normas que la propia UNESCO ha establecido para evitar las prácticas eugenésicas en la Declaración Universal sobre el Genoma Humano y los Derechos Humanos.

Si es o no positiva la segmentación que se genera por la discriminación a tales grados, es un tema aún cuestionable. En el sentido de lo que el Profr. Allen Garland sostiene —en un artículo de la revista Science acerca de los orígenes y desarrollo de la eugenesia hasta nuestros días—, históricamente la eugenesia ha sido soportada en los contextos económico, social y científico; hoy las prácticas y teorías que buscan justificar enfermedades y conductas con una base genética, nos aproximan a esta tendencia hacia la discriminación que pronto podría ser considerada una opción viable para aliviar problemas sociales y médicos, pero ¿qué otros problemas causará?

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Bitácora de viaje, Mi desvarío

Bitácora de viaje. Nueva Orleans

Siempre ocasiona estrés perder un vuelo. Mayormente cuando uno está parado frente a la fila de inmigración en algún aeropuerto de Estados Unidos. La táctica de la sobreventa de vuelos de algunas aerolíneas ocasiona caras de preocupación, innumerables miradas al reloj y finalmente, resignación.

Llegué al aeropuerto de Houston con una hora disponible para hacer la conexión rumbo a Nueva Orleans. Suficiente tiempo, pensé. Pero no recordaba lo lento que avanza la fila para obtener el sello de entrada. Los minutos transcurrieron mientras yo veía una y otra vez el video que mostraban las pantallas, con las indicaciones del proceso. Me entretuve además, observando a las personas que estaban formadas, inventando historias de sus motivos para viajar.

Después de la preocupación de comunicarle a quien iba a recibirme, que no llegaría a tiempo, no tuve ninguna intención de correr para alcanzar el vuelo, la hora de salida había pasado hacía un rato. Me dirigí al mostrador de Continental Airlines y con toda la calma del mundo, como si fuera un tramite acostumbrado, me dieron dos pases de abordar, uno para el siguiente vuelo, que prácticamente salía en unos minutos más y, por si las dudas, otro para el que le seguía, por si aquel ya estaba lleno. Tampoco me apresuré para llegar a la sala. Recorrí los pasillos y llegué justo a tiempo para abordar.

Por un momento creí que al grandioso repertorio del sandwich o cuernito de jamón con queso, servido en los vuelos cortos, se habían agregado los Cheetos. No. Para mi agradable sorpresa eran «baby carrots». Agradecí poder comer algo más saludable que las papas fritas.

El calor húmedo al bajar del avión fue mi bienvenida a Nueva Orleans. El taxista me informó que el día anterior habían alcanzado los 100 grados Farenheit, alrededor de 38 grados centígrados. A pesar de estar nublado, la excesiva humedad empeoraba el bochorno por la temperatura.

Las prisas por el viaje me obligaron a elegir un hotel por internet justo antes de subir al avión. Al llegar me encontré con que había cometido un gran error. Bajé del taxi frente a la rotonda Lee Circle, sobre Saint Charles Ave, en el distrito de The Warehouse. A pesar de encontrarse en una zona de museos (el Civil War Museum, el Louisiana Children’s Museum, el Contemporary Arts Center, el II World War Museum y el Ogden Museum), el hotel no era una buena alternativa.

Mi día comenzaba a las 9 de la mañana. El recorrido desde Saint Charles Ave. a la Universidad de Tulane representaba para mi un recorrido turístico, con uno de los mejores guías. Los edificios de la universidad, casi vacíos por la temporada de vacaciones, me parecían un atractivo por sí mismos. Todos distintos y con carácter propio. En los siguientes días pasaría largas horas en uno de ellos, finalmente no era un viaje de placer.

¿Qué se puede esperar de una universidad con una matrícula de alrededor de 30,000 USD anuales? Grandes y cómodas instalaciones al interior del campus, todo lo necesario para no tener la necesidad de salir. Así es como viven los estudiantes de Tulane. Por supuesto, bastante alejado de mis años de carrera universitaria. Aunque algunos estudiantes obtienen becas, muchos otros pertenecen a familias que pueden costear la matrícula. En uno de los edificios de servicios a estudiantes, no solamente había una sucursal bancaria, nada especial para este tipo de universidades, sino una oficina de una conocida empresa de paquetería, un salón de belleza, una barbería y una amplísima área de food court.

A la hora de la comida podía hacer un pequeño recorrido. En lugar de estar dentro de una universidad, me parecía caminar por los alrededores de algún destino turístico. La mayoría de los chicos vestían bermudas o pantalones cortos, camisetas sin manga y sandalias. Posiblemente porque era temporada vacacional o porque es mucho más cómodo vestir así con ese clima tropical.

El food court es como cualquier otro ubicado dentro de un centro comercial. Afortunadamente había opciones para evitar en lo posible la comida chatarra. Grandes porciones de fruta y jugo natural, sandwiches de queso panela en pan integral, gelatina, ensalada verde, leche, cereal y yoghurt. Suficiente para comenzar el día de manera saludable. Comida china, sushi, bagels y burritos para la comida.

Caminamos un poco por el campus. Las áreas verdes abundan entre los edificios. Me llamó la atención un árbol por el que pasamos, cuyas ramas estaban adornadas por infinidad de collares de cuentas redondas de distintos colores y tamaños. Inmediatamente imaginé el Spring Break, pero mi acompañante me explicó que se debían al Mardi Grass recién acontecido unas semanas atrás.

Esta festividad es parte del carnaval que se realiza cada año, el día anterior al miércoles de ceniza. En ella ocurren desfiles en los que la gente se desvive por disfrutar al máximo, como en cualquier carnaval. Las máscaras y antifaces son típicos, así como los disfraces en los carros alegóricos. Los collares amontonados en ese árbol y todos los que vi después colgando en cualquier cable, poste, barandal o ventana en muchas calles de Nueva Orleans, provienen de la gente que desfila y los avienta al público.

En alguno de nuestros recorridos hacia o desde la universidad, mi anfitrión me contó que aquellas calles permanecieron inundadas por días, después del paso de Katrina en el 2005. Algunos barrios, incluso, quedaron con casas abandonadas, que poco a poco vendieron quienes no soportaron regresar después del huracán. Probablemente también quienes vivían ahí fallecieron.

Como el hotel no tenía restaurante y el bar era meramente un adorno (muy bonito, por cierto) tuve que optar por el servicio a domicilio. Y días después, por buscar otro hotel, cercano al área turística y a la vida de Nueva Orleans.

Buscando donde cenar, una de las primeras noches, subí al tranvía, llamado localmente street car. Recorrí Saint Charles Ave desde Lee Circle, hasta la parada en Tulane. Bajé y caminé un poco. Entré a «La Madeleine», en la esquina de Saint Charles Ave y Carrollton Ave. Un lindo lugar, parecido a una cabaña, con lámparas de luz amarilla y construcción de ladrillo. Un mostrador con todo tipo de pasteles deliciosos, un pequeño menú de ensaladas, sopas y empanadas y un mini mostrador de bebidas. Todo autoservicio. Pedí un café, un mini «raspberry muffin» y una mini tarta de frutas. Me senté a mirar por la calle y dentro del lugar. Parejas de adultos mayores, grupos de mujeres, chicas solas. Una familia. Afuera casi no pasaba nadie. De repente comencé a pensar que tanta quietud me estresaba por alguna razón.

Street Car

Street Car stop

De regreso al hotel miraba por el hueco donde debían ir las ventanas en el tranvía verde. Este tranvía atraviesa la ruta que sigue Saint Charles Ave hasta los cementerios. El tranvía color rojo es el que llega al centro de la ciudad.

La Universidad de Loyola, una universidad católica, al costado derecho de Tulane realmente se veía hermosa de noche. Unas lindas casas, con porche a la entrada, tal como en las películas. Otras tantas con escalera a la entrada y sillas o sillones. Me parecieron todas casas de muñecas, con sus ventanas con persianas.

Una chica afroamericana muy delgada abordó el tranvía. Tenía un peinado alto y un bonito vestido de colores. Parecía que iba a una fiesta. Pero el chico que la acompañaba vestía bermudas y portaba una gorra de béisbol. Otra chica de raza afroamericana subió en la siguiente parada y llamó mi atención. La piel muy obscura y brillante, la forma del rostro, de pómulos altos, y ángulos armoniosos. El cabello peinado completamente negro en pequeñas trenzas perfectas atadas arriba de la cabeza. La sonrisa amplia y alegre que me dirigió, me sugirió que era muy joven y sin ninguna clase de pretensión, ni por parecer una pequeña escultura viviente.

Una cena fue programada especialmente para el jueves por la tarde noche. A las 18:30 hrs. estábamos entrando por la puerta verde recién abierta, en el 417 de Canal St, del restaurante Brennan’s. Un lugar agradable, rodeado de espejos en las paredes y mesas circulares. Elegí el asiento en una esquina, para poder apreciar el ambiente. Enseguida nos recibieron dos meseros muy jóvenes y bien parecidos, vestidos de esmoquin. Uno de ellos, Alex, nos recomendó sus platillos de entrada y plato fuerte favoritos, con lujo de detalle en la preparación y los alimentos.

Después de estudiar el menú largamente, en compañía de mis anfitriones y escuchando sus sugerencias, me decidí por la localmente famosa sopa de okra o gumbo con cangrejo, la «Maude’s Seafood Okra Gumbo». La okra (o gumbo) es un vegetal verde, de origen africano, con forma y aspecto entre chile, pimiento y calabaza, de sabor ligeramente picante y dulzón, que se cultiva en distintas partes del mundo, entre ellas en Estados Unidos. La otra opción era sopa de cebolla, no apta para mi, o sopa de tortuga, menos aceptable aún. Como plato fuerte elegí el Blackened RedFish Brennan’s, una corvina en pimienta a la parrilla, acompañada de zanahorias glaseadas.

Ambos platillos me parecieron una delicia. La espesa sopa de okra gambo tenía pedazos de cangrejo, arroz y okra, preparados con una salsa de jitomate, muy poco caldosa. Una comida completa. La corvina, deliciosa, a la parrilla, marinada con alguna mezcla de especias y pimienta.

El postre sugerido por Alex y el típico de la casa, los Bananas Foster, son plátanos flameados, acompañados de helado y espolvoreados con canela. No me pareció particularmente llamativo, en México incluso yo misma, había preparado alguna vez fresas flameadas. Me pareció más atractivo un pastel de chocolate y nuez. Mi anfitriona amablemente pidió una receta de los Bananas Foster, como recuerdo para mi. En la receta se narra la historia de Paul, el chef que preparó por primera vez el postre en 1951 y desde entonces se preparan toneladas de Bananas Foster al año. La misma receta que guardo doblada en cuatro, está disponible en internet, junto con otras recetas del famoso restaurante Brennan’s aquí.

La velada la compartí con mi agradable pareja de anfitriones, ambos personas de quien mucho puede aprenderse, en una mezcla de español e inglés y un poco de francés. Me sentí agradecida por la experiencia y por las circunstancias que la hicieron posible.

El plan al terminar la cena fue The Preservation Hall. Un lugar tradicional en Nueva Orleans, que no puede fallar en cualquier visita turística o simplemente, para los amantes del jazz y para mi, el lugar perfecto. Eran alrededor de las 20:30 hrs. Salimos del restaurante y caminamos unos pocos metros, hasta el número 726 de St Peter St. Había ya una larga fila para entrar. Arriba de la puerta, un gran letrero que cuelga de la herrería verde anuncia el nombre del famoso lugar donde cada noche tocan bandas de jazz al estilo Nueva Orleans.

Preservation Hall's entrance

La dinámica es así: en el local caben unas 50 personas, sentadas y paradas. Los músicos entran, saludan y entre aplausos y bromas, animan a los presentes desde la primera nota. El concierto dura alrededor de 25 minutos. Al terminar, los músicos salen a un descanso y ese tiempo se aprovecha en hacer el cambio de público.

Mientras esperamos, mi anfitriona me cuenta el suplicio que vivieron por Katrina. Por una de las ventanas viejas, deslavadas, puede verse hacia dentro. La gente sentada en bancos largos de madera, aplaude al ritmo de la banda. Afortunadamente, decía, los huracanes dan la oportunidad de alertar a los que se encuentran a su paso. En aquella ocasión se comentaba la magnitud del que se avecinaba, pero algunos de los habitantes que habían pasado por alarmas como aquella no creyeron que sucediera nada realmente grave. Cuando quisieron salir, ya no había manera de rescatarlos. Esta pareja de admirables personas pasó varias semanas en un hotel, con sus mascotas, antes de poder regresar a casa. Con una dulce sonrisa mi linda acompañante me dice que vivir así ahí es como en cualquier parte del mundo, como en México mismo, donde tal vez es peor, porque nunca se sabe cuándo habrá un terremoto.

Después de unos 15 minutos logramos pasar la reja de entrada y alcanzamos lugar en una de las bancas al medio, pegada a la pared. El local es un cuarto tajantemente viejo, las paredes despintadas, iluminadas por una luz muy amarilla, el ambiente perfecto para el jazz. Al fondo, en la pared que da hacia la calle, los largos ventanales, casi puertas, con vidrios opacos y muy gastados. Y en el medio de ambos ventanales, una pintura de un músico y letreros alusivos al jazz. Definitivamente sin hacer gala a la preservación, como lo dice el nombre, el piso de madera crujió al acomodarnos.

Poco después ante el aplauso del público entraba la banda de músicos que llenó el ambiente de alegría. Pude tomar un par de vídeos, hasta que alguien se me acercó y amablemente me indicó que estaba prohibido. Me conformé con algunas fotografías y con grabar la sensación de la música viva en mi mente.

De vuelta a la realidad entendí que sería mejor cambiar el hotel, por seguridad y por comodidad. En la zona donde me encontraba no era muy recomendable caminar después del atardecer, estaba bastante solitaria. Después de horas de buscar por internet y comprobar que al acercarse el fin de semana escaseaban completamente las habitaciones libres, afortunadamente encontré un lindo hotel que se encontraba justo en el conocido French Quarter, tan solo a una calle de la famosa Bourbon St. Entonces realmente pude conocer Nueva Orleans.

Una mañana cambiamos la rutina y atravesamos el río. Pocos minutos después, pasábamos por una zona de casas de lujo, a la orilla de un pequeño lago. Todas mantenían su bote en la orilla, cual auto estacionado en el garage. Más tarde entramos en una tienda de botes y barcos de pesca. Como el de alguna película de James Bond, uno de esos botes se exhibía dentro. Grandes letras formaban la palabra D R E A M sobre él.

La noche llegó al French Quarter y salí a caminar por Bourbon St. Nada parecido a como lucía en el día.

Bourbon St

Mujeres y hombres muy arreglados caminaban por la banqueta rumbo a su cita en un restaurante. Entre el barullo vi una limusina que esperaba sobre la calle. Al doblar una esquina, una chica conducía un auto de aquellos cuyas puertas abren hacia arriba. Se detuvo. Un chico de piel obscura se acercó y le entregó un maletín negro cuadrado por la ventanilla. Otra chica abordó el auto ante los claxonazos que no se hicieron esperar.

Escucho salsa por alguna de las ventanas y recuerdo las ganas que tengo de ir a bailar. En la esquina de Bourbon St e Iberville St, por las ventanas de otro de los restaurantes de la familia Brennan, el Bourbon House, se ven las mesas llenas, la gente espera afuera, algunos vestidos de gala para la ocasión.

Entro a La’Bayou Restaurant, de los pocos que no veo con una larga fila esperando, y por supuesto, nada formal, las puertas rojas están completamente abiertas. Mi pequeña mesa, al costado derecho, me da una buena vista. Un enorme cocodrilo corona la pared del fondo, arriba del bar. No me gusta. Ni el pequeño a la entrada ni la cabeza de venado. Las lámparas de aceite me dan la sensación de estar en un safari.

El mesero, William, me indica que los platillos por los que pregunto son un poco grandes para una sola persona. Nada de oyster, nada de lácteos, nada de cebolla, ajo ni queso. Qué difícil. De nuevo blackned redfish, esta vez preparado ligeramente diferente. Después de una de mis preguntas, a William le dio un ligero tic en el ojo izquierdo. Comenzó a hablarme en español al responderle de dónde soy.

Un pleno inicio de fin de semana en Nueva Orleans. Repleto de gente ruidosa, que vaso en mano ríe mientras camina por Bourbon St. La piel enrojecida por el sol, se colorea de luces de neón verdes, amarillas, rojas, moradas. Un Oyster Bar en la esquina, otro en la calle de enfrente. La vida nocturna en esta ciudad no termina hasta altas horas de la noche. Me parece estar en Playa del Carmen.

Mango

Tomo la cámara y disparo una, otra y otra vez. Algunos voltean a ver qué fotografío. Para un fotógrafo en cualquier lugar se esconden luces, formas, colores, texturas y sombras. Cada escena es parte de una película cuyo tema simplemente es la vida en este rincón del mundo.

En el restaurante, William, el único mesero joven va y viene llevando platos. Es agradable que a uno lo atienda alguien amable. Más al viajar solo. Posiblemente yo era de las pocas personas que cenaban solas en Nueva Orleans un sábado por la noche. Mi mesero coqueteaba con un par de nuevas comensales que sonreían con gusto.

El bullicio del lugar se confunde con el ruido de la calle. No distingo ningún ritmo en particular, sólo sobresale la batería en distintos ritmos y una voz grave que canta. La corvina tiene muy buen sabor, con ese gusto a pimienta particular, ligeramente picante. Tomo nota mental de conseguir la receta. No tengo espacio para el postre. En mis últimos bocados distingo que hay música dentro del restaurante. Un jazz divertido. No creo que alguien que se hospede cerca de esta calle logre dormir.

Al crecer la noche, el alboroto incrementa tanto como el tono de invitación a algunos locales. En una esquina, desde la ventana se ve una chica, tal como en Coyote Ugly, parada sobre la barra, con poca ropa, bailando. Dos trasvestis invitan entrar al local iluminado con neón azul. El tumulto de la gente y el olor dulzón del ambiente comienzan a abrumarme y decido regresar al hotel. El saldo de esa noche fue un par de quemaduras de cigarro en mi bolsa, seguramente al pasar entre la gente.

La tarde siguiente salgo a recorrer Canal St. Me parece alguna calle del centro del D.F. excepto por la cantidad de personas de piel obscura y todas aquellas mujeres en vestidos cortísimos y tacones altos. Alguna que otra es realmente una muñeca de piel de caoba.

Esperando el street car escucho una alegre tonada de jazz. En una escena nada fuera de lo común, un grupo de músicos ensayaba en una esquina. Tocando simplemente, al oído de quien pasaba por ahí.

Me quedo un momento del otro lado de la calle disfrutando su alegría musical. Es imposible seguir de largo sin hacerlo. Cualquier rincón es ideal para un músico solitario dejando escapar notas de su saxofón. Tiempo después comprendí que fue en Nueva Orleans fue como me terminé de enamorar del jazz.

De camino al hotel, me llamó la atención el TaoSpa. En la entrada, el mapa de un pie, indicando la zona del cuerpo a tratar o algún padecimiento en particular. Una mano amistosa de una mujer oriental me animaba a entrar. Así lo hice y me senté en un cómodo sillón a esperar turno. Mi curiosidad y el ligero dolor de cabeza, además del cansancio acumulado de la semana me obligaron a cambiar una reservación para cenar, por una sesión de reflexología.

Las mujeres que recibían la terapia, todas, tenían los ojos cerrados y una expresión de éxtasis. Alguna sonreía como si soñara maravillosamente. En algún momento una de ellas comenzó a reír con ganas, una risa totalmente contagiosa, en éxtasis total. Al fondo, unas pequeñas mamparas separaban los sillones de reflexología del área de masaje. La mujer de la risa, tenía los ojos cerrados y aplaudía mientras seguía riendo. Veinticinco minutos después entendí por qué tal risa.

Jalones, golpeteos y un sinfín de movimientos, a veces un poco dolorosos, a veces, muchas, me provocaban cosquillas. Se liberó gran parte de la tensión que tenía en ese corto lapso y mis pies y yo, agradecidos, salimos del TaoSpa.

La tarde siguiente aproveché para caminar por el French Quarter. La influencia francesa es notoria, los detalles en cada calle hacen de este barrio un lugar muy agradable para un paseo. Abundan las tiendas con letreros de herrería y diseños diversos.

PJ's Coffee

Molly's Bar, Toulouse St

Las flores de Lys abundan como símbolo de la ciudad, en playeras, gorras, colgantes.

Fleur-de-Lis, New Orleans' symbol

Todos los letreros de las calles tienen la misma forma, colocados en cruz en los faros típicos del barrio.

Rue Toulouse

Al otro día hicimos juntos, mi peculiar acompañante y yo, el último tour. Salimos temprano, sobre N. Peters St, hacia el French Market.

French Market

Yo no dejaba de dar clics con la cámara. La gente, amable, evitaba pasar frente a mi para no estorbar o se disculpaba por salir sin querer en mi foto. Algunas veces miraban hacia donde enfocaba la cámara esperando algo que robara la atención y los veía mirarse unos a otros preguntando qué de interés tenía una perilla o una cerradura vieja.

A dos horas de caminata, a más de 34 grados centígrados y una humedad del 80%, en pleno sol, sudaba a chorros. Mi agradable compañero, de casi 80 años, corredor de maratones y amante de la química y la pesca, ni se inmutaba. Probablemente por estar habituado a ese clima; seguramente porque tiene mejor condición física (y mental) que yo. A veces olvidaba que soy casi medio siglo más joven que él y aún me sigue pareciendo afortunado y esperanzador reconocer tal vitalidad. Quizá alguna vez cuente una de las cosas que aprendí al escuchar sus historias de vida en esos días a la hora de la comida en el campus de la universidad.

A lo largo de N. Peters St abundan las tiendas de recuerdos y ropa. Todas ellas con letreros colgantes en colores y diseños bonitos. El estilo romántico de las calles de The French Quarter ameniza la caminata y para alguien detrás del lente de una cámara es un paraíso.

French Antiques

Debo confesar que nunca me sentí particularmente atraída por algún destino en los Estados Unidos. Cambié mi opinión al pisar Nueva Orleans. El French Market lleno de turistas, haciendo fila frente al Cafe du Monde, tal como La Parroquia en Veracruz. Pienso que regresaría a Nueva Orleans para probar un beignet, según lo dicho, el pan típico del lugar.

Continuamos el recorrido hacia Jackson Square y alcancé a hacer algunas fotos en Saint Loius Cathedral.

Saint Louis Cathedral

Saint Louis Cathedral

Saint Louis Cathedral

El peso de la fe

La última parte de la caminata correspondía al costado del Mississippi, por el Woldenberg Park.

Do not cross

Caminando por la orilla del río bajo el rayo pleno del sol, comienzo a escuchar una nota que sube al cielo y se difumina en el aire. El sonido de un organillo al micrófono. Otra nota, otra más. Y finalmente una dulce y lenta sucesión de notas en una melodía conocida; «De la sierra morena, cielito lindo vienen bajando… Un par de ojitos negros, cielito lindo de contrabando… Ay ay ay ay, canta y no llores, porque cantando se alegran cielito lindo los corazones». El corazón se me alegró a mi mientras caminaba a la orilla del Mississippi un domingo por la mañana.

Woldenberg Park

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Bitácora de viaje, Mi desvarío

Bitácora de viaje. India. Parte III

Aún estaba pendiente avisar a la agencia que no tomaríamos el vuelo desde Cochín hacia Delhi y de ahí a Nueva York. Debíamos seguir el itinerario del tour, así que Jitu, nuestro guía, se comprometió a llamar a las 11 de la mañana, mientras nosotros viajábamos. Dieron las 4 de la tarde, hora de salir rumbo a Agra y él no se había reportado con la solución. Después de negociar, se decidió que no confiaríamos en su prometida respuesta y que iríamos al aeropuerto a resolverlo personalmente.

En las oficinas de la aerolínea, después de conseguir los pases de abordar, conocimos a una mujer estadunidense que dijo tener muchos años viviendo en México y que era dueña de una tienda de objetos de la India en San Miguel de Allende. Así que nos hizo recomendaciones de lugares y sitios para comprar en Jaipur y nombres de hoteles baratos y bonitos.

El viaje hacia Agra, en Uttar Pradesh, duró unas cuatro horas. Llegamos retrasados por este percance, pero el hotel era lindo, más que el de Delhi. Era de tres estrellas, pero parecía de cuatro. Limpio y con una bonita arquitectura y decoración. La cama era tan cómoda, que pude dormir como no lo había hecho desde que llegamos a la India.

La mañana siguiente cumplí un sueño que tuve durante muchos años. Desde que conocí la historia del Taj Mahal y vi su imagen, soñaba con viajar a la India para poder verlo con mis propios ojos. Quizá las ideas románticas que se tienen de algún mítico y místico lugar. Quizá el presenciar lo que ha sobrevivido a través del tiempo, símbolo de un amor y una tristeza infinitos.

Estaba ansiosa. Me conmovió tanto que casi me salieron lágrimas. Una de las siete maravillas del mundo moderno, un lugar impresionante. Después de estar parado ahí y verlo de frente, sólo se puede imaginar el desconsuelo que originó tal belleza. Su arquitectura es increíble. Del material ni hablar, mármol blanco con incrustaciones de piedras semipreciosas y oro formando figuras de flores.

Entramos de frente y se impuso a lo lejos su figura, al fondo de las siluetas de la gente. A partir de ese momento no solté la cámara hasta que me lo prohibieron una vez dentro del mausoleo.

Como salido de la ilustración de un cuento lejano, su forma perfecta ahí plantada, exquisita y triste a la vez, detiene el tiempo, como si lo absorbiera.

Caminamos por el costado izquierdo y yo no dejaba de pensar que finalmente estaba ahí. El único inconveniente y mi mayor frustración, sobre todo para hacer las fotografías que tanto quería, era el clima. Padezco migraña y ésta se dispara, entre otras razones, cuando hace mucho calor. Caminábamos bajo el rayo del sol, a más de cuarenta grados centígrados. Inmediatamente sentí que comenzaba a dolerme la cabeza. El simple hecho de mantenerme inmóvil para hacer una foto era insoportable. Aún así no dejé de disparar y disparar y disparar. Por donde pude, porque el guía, como todos los guías, tenía el tiempo contado para nosotros.

Es obligatorio entrar descalzo a suelo sagrado, así que a la entrada nos proporcionaron unos zapatos como aquellos que usan los cirujanos. Podíamos colocarlos encima del calzado o quitarnos los zapatos.

Por dentro, el alivio del calor fue inmediato, el ambiente era completamente fresco. Imponente. De cierto modo, pesado. En mi delirio pensé que la energía de ese lugar es lo que impregna el ambiente. El paso de los siglos ha permanecido ahí dentro, junto a la energía de quienes lo construyeron y quienes han llegado desde los rincones más lejanos del mundo.

La historia tan conocida del Taj Mahal es hermosa. Por supuesto que está plena de leyendas que la hacen aún más bella, todo un cuento. El conjunto de construcciones, cuyo edificio principal es el más famoso, fue levantado a orillas del río Jamuna, en honor de Arjumand Banu Begum o Mumtaz Mahal (la elegida del palacio), una de las esposas del emperador Shah Jahan, quien se dice, era su favorita. Ella murió al dar a luz a su decimocuarto hijo. El emperador, completamente devastado, ordenó la construcción del mausoleo para albergar sus restos; durante más de veinte 20 años, 20,000 personas trabajaron en ello. Se dice que el nombre Taj Mahal, que significa «la corona del palacio», indicaba lo que el emperador quiso ofrecer a su amada. Algo nunca antes realizado en el mundo.

En el lugar donde simbólicamente se encuentran los restos de ambos, el cenotafio, debajo de la cúpula (el de Mumtaz Majal se encuentra justo al centro de la cámara, el de Shah Jahan está a un costado), vi a la gente rezar. Una mujer joven, morena, con su sari cubriéndole la cabeza, se recargó en el barandal que da hacia las paredes de mármol que rodean la sala, juntó sus manos y comenzó una especie de rezo. No entendí una sola palabra, por supuesto, pero me pareció evidente que había devoción. Después de algunas palabras, tomó de la mano al hombre que iba con ella (su esposo, supuse) y lo acercó, como invitándolo a hacer lo mismo. El hombre, también joven, hizo lo propio, juntó sus manos y comenzó un rezo. Al cabo de unos minutos, ambos continuaron el recorrido.

Desafortunadamente para mi, el tour estaba programado para visitar otros lugares. De haber podido, me habría quedado ahí hasta agotar todos los ángulos y perspectivas posibles, hasta que la luz cayera por la tarde y las formas delinearan de manera distinta al gigante blancuzco, grisáceo, azulado. Pero el cielo casi blanco de esa hora sólo se confundía con el color del edificio. Me despedí de aquel lugar, dando gracias por haber cumplido uno de mis sueños.

Al salir, fuimos a las tiendas aledañas a comprar algunos recuerdos. Otra sorpresa. La manera en que la gente vende, convenciendo con mil y un tácticas, hablando incluso en español, aumentando y reduciendo precios exageradamente. Aunque quizá no sabían que el mexicano es un cliente sumamente difícil.

Tuve que perseguir a un chico que insistía en que le comprara tres playeras, cuando yo solamente quería dos. Se llevó mi billete sin darme el cambio completo y me hizo seguirlo hasta una de las tiendas. Cuando no me daba el resto del cambio, comenzó a pedirme que viera su mercancía. Resultaba molesto el acoso casi agresivo de los vendedores y lo único que quería era salir corriendo de ahí. Así que más adelante encontré a un hombre anciano que me llamó hacia su tienda, sin más personas acosando. Me convenció por el precio de algún objeto y entré. Como la tienda era pequeña, casi no se notaba que había alguien dentro. Así pude comprar sin ninguna molestia, a muy buen precio y con toda tranquilidad.

Cuando salí buscando a mi grupo, no vi a nadie. Un chico me dijo que ya se habían ido al autobús y que él podía llevarme en su bicicleta. Para ese momento únicamente tenía 20 Rs., alrededor de 6 pesos mexicanos. Se ofendió, pero yo no tenía una sola moneda más. Me inquieté porque no quería perderme, así que me subí a la bicicleta y así me acercó a mis compañeros que estaban más adelante.

Lo simpático de todo aquello, fue que uno de los chicos que nos rodeaban, se me acercó y alargando el brazo me ofreció el libro con la historia del Taj Mahal que costaba al menos 200 Rs. (y que ya habían rebajado hasta 100 Rs.). Le pregunté cuánto costaba y me dijo que para mi no era nada, que me lo obsequiaba. Me pareció extraño, pero con una gran sonrisa insistió en que lo tomara. Así lo hice y le di las gracias. Unos momentos más tarde, cuando estábamos por subir a una bicicleta para ir al autobús, le pregunté si estaba seguro. Respondió que sí, y entonces me dijo que le diera algo mío. Pensé darle algunos pesos, pero no llevaba nada, así que le dije que no tenía nada. Entonces me pidió un beso. Era un chiquillo de unos 15 años. Sorprendida le regresé el libro. Él me miró con esos ojos de inocencia y aún hoy creo que debí aceptar su obsequio.

En el camino de regreso del Taj, algunas personas me miraban. Hombres y mujeres. No sé si por la cámara, quizá por mi cabello tan alborotado. Pero me miraban fijamente e incluso me pidieron tomarme algunas fotos. Escuché que alguien dijo «beautiful». Creo que así como para mi era imprescindible capturar la belleza exótica de muchas mujeres ahí, para algunas personas mi propia persona era fuera de lo común.

Salimos rumbo al fuerte Agra. El calor seguía insoportable y yo trataba de cubrirme con la sombrilla, saltando de sombra en sombra. Sentía que la cabeza iba a estallarme. Lo único que me mantenía con mucho interés, era la cámara.

Antes de irnos, encontramos una familia. Algunas compañeras quisieron tomarse fotos con ellos. Yo le pedí a un par de las chicas que posaran para mi.

Subimos al autobús rumbo a Jaipur. Una aventura más. Hice algunas fotos desde la ventana. Pero muchas otras imágenes sólo las tengo en la cabeza porque pasamos tan rápido que no alcancé a tomar nada. Imágenes de mujeres en sus telas de colores vivos y alegres, cubriéndoles la cabeza, no sé si por el viento, no sé si por costumbre, no sé si por el polvo. Pero se distinguían perfectamente en el color arena del paisaje, caminando a lo lejos, envueltas en el polvorín. Cargando muchas veces algún recipiente en la cabeza. En un momento en que nos detuvimos un poco, pude hacer algunas fotos de ellas que estaban cerca del camino, igual que siempre, sonrientes mirando hacia el autobús.

Hombres montando camellos. Los camellos amarrados a los árboles, o pastando en grupos. Más mujeres sacando agua, sentadas en el piso o simplemente caminando, elegantes en sus colores hermosos. Las vacas amarradas al fondo, cuales mascotas, o sentadas al costado de las personas. Los pocos niños que vi, tenían los ojos pintados de negro y pulseras en los tobillos o en la cintura. En este recorrido abundaron también las sonrisas a nuestro paso.

El sol comenzó a ponerse. Pero no era una puesta de sol común. En medio del paisaje desértico, seco, el sol parecía luna, una bola blanca flotando en el cielo gris, los árboles secos franqueando el marco de la ventana del autobús.

Se suponía que tardaríamos cerca de ocho horas en llegar. Pero perdí la cuenta porque sucedió algo inesperado. Por si necesitáramos algo más surrealista, nos quedamos varados en un pueblo perdido en la nada por un atajo que el chofer decidió tomar. Se desvió del camino y se metió a uno de los pueblos cuyos límites observábamos de lejos. Inmediatamente la velocidad con la que íbamos disminuyó. Íbamos tan despacio que pude hacer varias fotos.

Niños alborotados que rodeaban el autobús, felices de ser fotografiados. Mujeres con la cabeza cubierta de telas multicolores sentadas en la tierra, paradas en el patio o asomadas por su barda.

Niños

De pronto obscureció y el autobús se detuvo. No podíamos pasar. Estábamos frente a una especie de tienda, pero estaba obscuro afuera y no se veía muy bien. Toda la gente estaba atenta a lo que sucedía dentro del autobús lleno de extraños. Saludaban y sonreían pidiendo fotos. Nos tomaban fotos desde un celular mientras reían.

Un hombre viejo y chimuelo hizo gestos y ellos respondieron con risa. Los camiones enfrente no se movían. Avanzaban unos metros y se detenían. Jóvenes sonrientes se amontonaban en grupos señalando el autobús. Un camello esperaba, amarrado a un tronco. El pueblo alborotado salió de sus casas a mirarnos.

El chofer nos advirtió que no hiciéramos caso. Que no era un lugar seguro y no sabía cómo podía reaccionar la gente. Que dejáramos de tomarles fotografías. Así que cerramos las cortinas y nos quedamos esperando. No me parecían peligrosos, pero en situaciones así, mejor atender la advertencia de quien al menos comprende el idioma. Ya no pensé en posibilidades, porque qué posibilidad había en el mundo de haber quedado varados en un lugar perdido, al norte de la India, completamente incomunicados.

Después de un rato se liberó el bloqueo y pudimos pasar.

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Bitácora de viaje, Mi desvarío

Bitácora de viaje. India. Parte II

Una mañana salimos para Cochín o Kochi, a dos horas de Kottayam, de vuelta por donde llegamos del aeropuerto, otra vez en un pequeño camión, a toda velocidad. Otra vez pude hacer unas cuantas fotos; una y otra imagen pasaban por la ventana. En cada casa, en cada rincón encontraba una escena memorable; viejos parados frente a su puerta, en su vestimenta típica, el dothi (una pieza de tela de unos cinco metros, que les cubre de la cintura hacia abajo), trabajando en algún menester, o simplemente sentado en su entrada. Casas pintadas de colores vivos, ésta en fucsia, aquella en verde limón. Siempre me he preguntado el gusto que tienen en India por los colores que por nuestras latitudes en occidente llamamos «alegres».

Pasaban una a una numerosas casas enormes, algunas realmente lindas, algunas otras incluían una camioneta en la entrada. Y al costado, en total contraste, un par de casas sencillas y descuidadas. En otra zona, las casas viejas y maltratadas. Ningún paisaje completamente ajeno a algunos sitios en México. Y algo más en común, en ese lugar de la India también se sobrevive como lo permiten las posibilidades: vendiendo todo tipo de objetos u ofreciendo servicios de reparación de todo tipo.

En algunas paradas pude mirar con detenimiento a la gente. Los hombres indios caminando por la calle. El dothi de telas exquisitas y ellos, combinando el tono satinado con el color de la camisa, caminaban por la tierra con huaraches humildes y polvosos; el resto de su vestimenta era impecable.

Los niños hermosos y las niñas aún más bellas, de piel morena brillante y ojos negros preciosos enmarcados por cejas definidas. Vi muchas mujeres jóvenes y bellas, con mucho porte, ataviadas con saris de colores y el cabello negro largo ondeando en la espalda.

En Cochín bajamos del autobús en una pequeña iglesia (es solo una suposición, eso parecía), donde aparentemente no había mucho que ver porque estaba cerrada. Caminé alrededor e hice un par de fotos. Más tarde paramos en un museo y vi un poco de la historia de la Familia Real de Cochín, llamados Perumpadapu Swaroopam. La entrada costaba 5 Rs.

Un pequeño mercado de artesanías estaba agendado en el tour, ahí pasamos horas admirando pinturas, cajas, telas, figuras de sándalo, y muchos otros objetos característicos de aquel país. Y por supuesto, pasamos horas practicando el regateo, gastando hasta la última rupia que llevábamos encima. Los precios realmente eran de no creerse, para la calidad de lo que comprábamos.

Se decía que como no era temporada alta, casi no había turistas, de ahí el interés de los vendedores. Aunque yo me preguntaba cuántos  turistas llegan a ese lado del mundo, tal olvidado y aparentemente tan poco llamativo. Así que se decía, con la conocida técnica de ventas, que todo estaba rebajado a mitad de precio. Pero la última oferta terminaba siendo la mitad del precio inicial. Después de nuestras compras masivas de té, cajitas, prendas de algodón y recuerdos, regresamos al camioncito que nos esperaba. Algunos compañeros rezagados tardaban más de la cuenta, por lo que poco a poco comenzaron a acercarse los vendedores, cada vez con más objetos, hasta que estuvimos rodeados por completo de manos con todo tipo de artesanías, convirtiendo las ventanas en curiosos mostradores.

Poco después llegamos a un restaurante cercano, un lugar muy fresco, sin ventanas y rodeado de plantas. Yo pedí nuevamente un plato que había probado antes y que me había gustado, el Tandoori chicken, pollo marinado en una mezcla de especias ligeramente picantes y asado a las brasas,  sin rastro notable del curry que para esas alturas había saturado mi paladar. El resto del día se nos fue ahí.

El regreso fue una nueva odisea, aún más complicada. La carretera estaba realmente maltratada y el chofer y guía condujo aún con más ímpetu que la primera vez. El peor momento fue cuando le dio un empujón a una moto. Yo prefería mirar hacia otro lado todo el camino.

Esa noche en el hotel, me quedé en el lobby para poder conectarme a internet. Mientras chateaba un rato, observé a un grupo de hombres que ponían una ofrenda, completamente felices. Había una olla metálica pequeña llena de agua en el suelo y sobre el agua flotaban pétalos de flores rosas y amarillas, que ellos colocaban con todo cuidado. En el altar, que era una pequeña mesa, había una pintura de un niño o niña que abrazaba un animalito que me pareció un becerro. El altar tenía frutas, flores e incienso. Había un objeto largo y dorado, parado sobre el suelo, en la punta tenía un gallo y colgaba una tira de flores blancas de él; después supe que era una lámpara tradicional de la ofrenda.

El recepcionista me explicó que la ofrenda (Vishukani) se debía al Vishu («igual» en sánscrito), una fiesta que se celebra el 14 de abril en todo Kerala y es el Año Nuevo Malayalum. El Malayalum es uno de los idiomas que se hablan en la India, es hablado en Kerala y a las personas que lo hablan se les nombra Malayalis.

En el pizarrón de tela negra del hotel, se deseaba un feliz Vishu, tal como se desearía un Feliz Año Nuevo en occidente. Me habría gustado presenciar el festejo completo como se realiza tradicionalmente en los hogares indios, pero al desconocer el evento (y por las circunstancias del viaje), no hice por investigar mucho más. Al día siguiente, todos en el hotel nos desearon un feliz Vishu, con la mejor energía y buena vibra para iniciar un nuevo ciclo. La tradición indica que al levantarse en la mañana del Vishu, se debe ir directamente hacia la ofrenda con los ojos cerrados, para que ésta sea lo primero que se observe en el año nuevo. Yo no lo sabía, sin embargo fue una agradable vista esa mañana las pequeñas flores amarillas y rosas flotando sobre el agua.

La primera impresión que dio el grupo mexicano en el evento, fue el festejo de un cumpleaños en el lobby del hotel: pastel y mañanitas incluidas, cantadas a todo pulmón, rodeados de numerosas cámaras captando el momento y murmullos risueños en varios idiomas. El comité organizador nos llamó para la foto de grupo, que se tomaría detrás del hotel sede. Atravesamos jardines enormes, en pleno rayo del sol a unos 36º C o un poco más. El calor terrible fue el causante de nuestras caras de sufrimiento.

Amablemente se nos ofreció una comida tipo buffet, con distintos platillos típicos de la India, los mismos que ya habíamos degustado anteriormente. Después de varios días en este país oriental, lo exótico de los condimentos, sobre todo del curry, deja de ser tan atractivo. El peculiar sabor lo probaba en el desayuno, en la comida y en la cena, para ese entonces ya no quería probar nada que supiera a curry. Afortunadamente para mi, encontré algunas buenas opciones en el buffet y comí gustosamente… hasta que observé cómo un pequeño grupo de jóvenes utilizaba las manos para servirse en los platos blancos. Más tarde observé a otro par de chicas comiendo. Partían un pedazo de pan, algo parecido a una tortilla de harina blanca, pero mucho más gruesa, chiclosa y elástica, y con cada pedazo tomaban una porción del guiso, jamás usaron los cubiertos que estaban disponibles para todos. Posiblemente parece extraño para ojos occidentales, pero es lo mismo que hacemos en México con los tacos. Alguien me dijo después que este modo de comer es una costumbre mucho más arraigada en personas que no viven en la ciudad. Para alguien estricto con la higiene habría sido imposible seguir sirviéndose del plato que tantas manos habían tocado.

Después de la primera sesión académica, fuimos obsequiados con un paseo en bote por una zona muy humilde de Kottayam. No termino de comprender si aquello era un atractivo turístico; no me lo pareció en lo absoluto, excepto si uno tiene cierto interés sociológico. Mi atención estuvo todo el tiempo en la gente: paseábamos en un pequeño barquito frente a sus casas, invadíamos su intimidad completamente, escudriñando su manera de vivir, sus actividades cotidianas, su familia y sin embargo, todos nos saludaban con grandes sonrisas. Ese fue nuestro regalo. Hice algunas fotos, aunque con el movimiento del barquito era difícil lograrlas.

En una de ellas, una familia estaba en el patio. Comían algún tipo de fruto rojo que no sé si era jitomate. En la fotografía se ve un hombre asomándose por un hueco de la barda, mostrándome lo que comían.

En algún lugar de la India

Hora y media duró la vista de casas humildes y le siguieron las filas de palmeras y luego nada más que agua. Hice algunas fotos de otros barcos más grandes, que navegaban cerca de los nuestros.

Kottayam, India

El verdadero atractivo se vivió en uno de los barquitos. No tuvieron que pedirlo dos veces antes de que una parte del grupo de México bailara con ganas en la cubierta del barco con los animadores del grupo organizador, tan bailadores y alegres como ellos. Al bajar de los botes la pregunta general era: ¿qué estaban tomando ahí arriba? Por supuesto que todos querían sentarse cerca de quien trajera tal fuente de éxtasis.

Llegamos al lugar destinado para la cena. Los mismos platillos con curry y pepinillos picantes que nunca pude comer. La cena perdió por completo el interés para mi cuando comenzó a atardecer. Era impresionante el espectáculo. A la orilla del muelle, la luz naranja cubrió por completo el ambiente. El cielo cambiaba de color despacio, a través de las siluetas de las palmeras, de naranja a rosa, violeta, azul eléctrico. Yo tomé la cámara y estuve feliz capturando el momento hasta que obscureció por completo.

Un lugar en Kottayam al atardecer

A este espectáculo le siguió otro de diferente naturaleza, completamente improvisado y único. Cada país hizo el esfuerzo por mostrar un poco de su cultura, cantando, bailando o haciendo lo que mejor podían para entretener al cansado público.

Para esas alturas ya había agotado los 70 pesos que aboné al celular, hablando cerca de veinte minutos. La restricción de cargar un máximo de 700 Rs. cada vez, es decir, alrededor de 230 pesos mexicanos, me limitó a hacer llamadas cortas y a usar Skype.

Cuando uno tiene hermanos, está acostumbrado a convivir con otras personas en un mismo espacio desde la infancia. Se sabe, por ejemplo, que todos tenemos diferentes rutinas, horarios y calidad de sueño. Por ello uno se acostumbra a ser considerado (en el caso ideal), a evitar ruidos molestos y principalmente, a reconocer que se le debe respeto a los otros. Pero no siempre sucede así.

Es normal un estado de cansancio cuando se está al otro lado del mundo y cuando cada minuto se perciben cosas nuevas, el cerebro trabaja a un ritmo distinto; pero definitivamente, añadir el hecho de compartir la habitación, convierte ese cansancio en fatiga crónica. No me ufano de ser la persona más considerada, pero siempre que he compartido habitación, procuro ser la primera en despertar, para no tener ninguna prisa por salir, para no pisar el suelo mojado, en fin, para no estresarme de más. Tal ha sido el caso, que mis compañeras de habitación usualmente no notan un solo ruido.

Una de esas noches, aún en Cochín, no fue muy propicia para el descanso. A las cuatro y treinta de la madrugada sonó un despertador, una y otra vez, pero la aludida ni se inmutó. La ley de Murphy no falló y alguien que quería levantarse temprano, dio mal el número de su habitación a la recepción: a las seis de la mañana sonó el teléfono. Aprovechando la situación, la dueña del fallido despertador se levantó y como Pedro por su casa, prendió la luz, se metió a bañar y continuó su retahíla de ruidos veinte minutos más. En cuanto cerró la puerta de la habitación, mi otra compañera continuó el número, revolviendo bolsas y chancleando con singular gusto. Así mi día comenzó a las 5 de la mañana.

Aquel día no pude acompañar al grupo al paseo, debía terminar el trabajo que estaba haciendo, así que comí en la habitación (un platillo bastante común, pollo y verduras al vapor). El calor era insoportable y me cansó aún más que estar frente a la computadora.

Me he preguntado si la mayoría de los indios son tan amables como Setu y aquel que encontré en el hotel sede. La pila de mi computadora estaba en rojo cuando fui a la recepción buscando algún lugar donde conectarme. George me miró, una gran sonrisa apareció detrás de su enorme bigote y me indicó que pasara con él. Ni idea tenía de que era uno de los gerentes, especialista en atención a clientes. Entré detrás del mostrador y me condujo a una serie de escritorios. Me dijo que podía sentarme en uno de ellos, me indicó dónde conectarme y me preguntó si además quería conectarme a internet. Ahí permanecí hasta que el indicador de la batería estaba en verde. En ese largo rato vi fotografías de bodas realizadas en el hotel en la laptop de George, mientras me interrogaba respecto a mi vida y al evento al que asistía. Una vez más la pregunta, que si era soltera o casada. Una vez más respondí lo mismo. Él me contó que es católico, me contó sobre su familia, su rutina diaria en el trabajo y finalmente, después de haber intercambiado usuarios de Skype, me platicó sin ningún empacho, que a sus 36 estaba en búsqueda de una chica extranjera para casarse y salir de la India. Me invitó a un paseo para ver elefantes y plantaciones de té. Habría sido interesante. Me ofreció además, como buen gerente, una tarifa especial para tres habitaciones en el hotel. Era muy conveniente hospedarse en el hotel sede, pero el grupo era demasiado numeroso como para caber en tres habitaciones, así que solamente le agradecí la amabilidad. Mientras tanto, mis compañeros, sin servicio de internet, se turnaban en el lobby el único contacto disponible. Aún platico con George por Skype de vez en cuando, aunque procuro no dejar abierta la sesión por la noche para evitar el acostumbrado «Hi» a las 3 de la mañana. Un par de años después, por Facebook, supe que se casó y ahora vive en Dubai. Aún me pregunta cuándo regresaré a Kottayam.

El último día que permanecimos en Cochín lo ocupamos en las consabidas compras. Había tales cosas hermosas, pero no podíamos darnos el lujo de sobrecargar las maletas porque aún faltaban varios días. Caminamos por el centro rumbo a una tienda de telas de las más hermosas que he visto. En la parte de arriba se encontraban los departamentos de ropa, para dama, caballero y niños. La ropa para dama era casi toda igual, saris tradicionales (los vestidos típicos con los que se identifica la vestimenta de la mujer india) y saris modernos (una túnica con un pantalón entubado). Muchas jóvenes indias visten este tipo de sari, las más osadas quizá, visten otro tipo de pantalón o jeans pero es prácticamente imposible encontrar una chica en un vestido corto o falda, jamás muestran ni siquiera los tobillos.

Además de esta vestimenta típica, había alguno que otro vestido y todos me parecían de fiesta y todos llevaban su pantalón entubado a juego. Los colores brillantes de la tela y los hilos que bordaban figuras y las lentejuelas me parecían demasiado llamativos para un día cualquiera. Algunos de estos vestidos parecían de princesa. Teníamos poco tiempo, pero tomé algunos de ellos y comencé a probármelos frente a uno de los espejos. La vendedora y yo no nos entendíamos realmente, pero después de observarme ajustando con la mano uno de ellos, que me quedaba muy amplio, se acercó negando con la cabeza y haciendo seña de quitar mi mano. Me hizo entender que así debía llevarse el vestido, nunca ajustado.

En esos días, la ceniza volcánica esparcida por la erupción del volcán Eyjafjallajökull en Islandia trastornó el viaje de muchas personas que salían de Europa. Había el rumor de que tampoco saldrían los vuelos rumbo a Estados Unidos. Alguno de los compañeros, que quería regresar cuanto antes a México, tuvo que cambiar su ruta, que hacía varias escalas, para poder viajar. Pero días después supimos que de cualquier manera no pudo volar y permaneció toda la semana en el mismo sitio, en algún lugar de la India.

La despedida del grupo fue por demás agradable. Todo el personal que nos atendió esos pocos días se despidió con una gran sonrisa. Setu se acercó a la camioneta y siguió diciendo adiós con aquella enorme sonrisa.

Hasta ese momento, no teníamos ningún plan para los días siguientes. El vuelo de regreso estaba programado para la siguiente semana, saliendo de Cochín rumbo a Delhi, con alguna escala. El contratiempo por el volcán y la oportunidad de hacer un tour por la India nos obligó a buscar opciones. Gracias a la recomendación de alguien conocido que vivió algún tiempo en la India, pude conseguir uno que incluía transporte desde Delhi.

El plan era viajar a Agra y Jaipur, con la obligada visita al Taj Mahal. Los hoteles de tres y cuatro estrellas no sonaban mal y el precio incluía alimentos. Pero debíamos salir de Delhi y nos encontrábamos en Cochín, al sur de la India. Podíamos comprar un vuelo a Delhi, hacer el tour y regresar a Cochín y continuar con el itinerario original. Entonces solicitamos un cambio para adelantar el vuelo a Delhi. La suerte quiso que el vuelo que teníamos programado para la siguiente semana se cancelara y pudimos reservar inmediatamente. Aunque aún debíamos avisar a la aerolínea de nuestro cambio. Ese problema ya estaría por resolverse después.

Afortunadamente nuestro vuelo por la aerolínea Kingfisher a Delhi se realizó sin ningún contratiempo. Al llegar, un par de chicos indios nos recibieron. Uno de ellos era primo de Jitu, quien sería nuestro guía. Esa noche nos condujeron al hotel en el autobús contratado para el tour. Nuevamente nuestro encuentro con otro lugar en la India se realizaba de noche, con calor intenso. El autobús comenzó a dar vueltas por algunas calles que no se veían nada bien. Gente durmiendo en el piso, con casi nada de ropa y dicen, yo no alcancé a ver, alguien lavando sus trastes viejos en una banqueta. Algunos más dormían sobre sus carritos de supermercado repletos de cosas. Escenas realmente tristes, a las que a decir verdad no estábamos acostumbrados.

El autobús dio dos vueltas por aquellas calles y entonces realmente nos comenzamos a asustar. Murmurábamos mirando por las ventanas. Salimos de esa zona hacia una avenida, pero unos metros más adelante el autobús dio una vuelta en U y regresó. El guía nos explicó, para calmar el alboroto que para entonces hacíamos, que la calle de la entrada principal estaba cerrada y buscaban la manera de entrar. Así que regresamos a aquella calle. El autobús se estacionó y nos dijeron que bajáramos. Todos estábamos aterrados aunque solamente lo decíamos con la mirada. Imaginábamos la clase de hotel de la que se trataría, de estar en esa zona.

Una vez abajo, vimos del lado izquierdo un hotel que no se veía tan mal. Al otro lado, un anuncio luminoso, de aquellos como de antro de mala muerte. Todos pedimos entre risas nerviosas que el nuestro fuera el del lado izquierdo. Pero el guía nos hizo señas para ir al otro lado. Temerosos, dijimos que iríamos a verlo, y que si no nos agradaba, pediríamos que nos llevaran a otro. Unos metros más adelante estaba la entrada y en la puerta, unos turistas esperaban. Eso nos calmó.

Definitivamente no era un hotel de 3 estrellas. Estaba un poco sucio y descuidado, el baño no tenía cortina y no servía el aire acondicionado, así que mi compañera y yo dormimos poco, sólo con el ventilador. Pero había internet inalámbrico gratuito y era un lugar seguro. Al día siguiente haríamos el tour por Delhi.

En la mañana bajamos el equipaje y lo agrupamos en el lobby. Los chicos del tour comenzaron a sacar las maletas rumbo al autobús mientras desayunábamos. Y entonces, al salir a rescatar mi computadora para que no la colocaran junto al demás equipaje, sucedió.

Ni siquiera pude verlo. No tuve el coraje ni el morbo de sostenerle la mirada. Cómo hacerlo sin dejar de cargar después su imagen en la mente, sin dejar que se colara hasta lo más profundo. No entendí una sola de sus palabras, pero me fue evidente que era un ruego, mezclado con plegaria. Su voz de niño me acompañó todo el día, como la tristeza que encogió mi alma al verlo. Un pequeño, descalzo, sin cabello, con los ojos vidriosos y sin esperanza. Los suyos no eran ojos de niño, eran ojos de agonía, lenta y vieja agonía, de resignación. Y al mismo tiempo de súplica. Ese era el verdadero rostro de la India. Nadie me lo contaba.

En toda la ciudad, la gente vive en donde puede, donde encuentra un rincón, en casas destruidas, abandonadas, en pasillos, en los huecos de las calles. En una jardinera de una calle cualquiera. Sentados en la tierra, llenos de polvo, cocinando en fogatas improvisadas algún contenido extraño en una lata. El baño es cualquier lugar y en toda la ciudad se encuentran montones de basura. Parecía que el código es «tú sobrevive como puedas, nosotros no te molestaremos». Eso lo pensé al ver a la gente bañándose en alguna fuente y a pocos metros, los policías. Nadie dice nada. Y si uno se encuentra una piedra libre, fresca, en el calor de más de treinta y cinco grados, puede acostarse y dormir en pleno día.

Por supuesto, la zona alrededor de las embajadas está prácticamente libre de todo aquello. Pero la ciudad en sí me pareció gris, triste.

Hice algunas pocas fotos en el India Gate en el Rajpath (camino de los reyes).

Después de algunas vueltas por los sitios «importantes» del lugar, nos encaminamos rumbo a Agra.

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