Aún estaba pendiente avisar a la agencia que no tomaríamos el vuelo desde Cochín hacia Delhi y de ahí a Nueva York. Debíamos seguir el itinerario del tour, así que Jitu, nuestro guía, se comprometió a llamar a las 11 de la mañana, mientras nosotros viajábamos. Dieron las 4 de la tarde, hora de salir rumbo a Agra y él no se había reportado con la solución. Después de negociar, se decidió que no confiaríamos en su prometida respuesta y que iríamos al aeropuerto a resolverlo personalmente.
En las oficinas de la aerolínea, después de conseguir los pases de abordar, conocimos a una mujer estadunidense que dijo tener muchos años viviendo en México y que era dueña de una tienda de objetos de la India en San Miguel de Allende. Así que nos hizo recomendaciones de lugares y sitios para comprar en Jaipur y nombres de hoteles baratos y bonitos.
El viaje hacia Agra, en Uttar Pradesh, duró unas cuatro horas. Llegamos retrasados por este percance, pero el hotel era lindo, más que el de Delhi. Era de tres estrellas, pero parecía de cuatro. Limpio y con una bonita arquitectura y decoración. La cama era tan cómoda, que pude dormir como no lo había hecho desde que llegamos a la India.
La mañana siguiente cumplí un sueño que tuve durante muchos años. Desde que conocí la historia del Taj Mahal y vi su imagen, soñaba con viajar a la India para poder verlo con mis propios ojos. Quizá las ideas románticas que se tienen de algún mítico y místico lugar. Quizá el presenciar lo que ha sobrevivido a través del tiempo, símbolo de un amor y una tristeza infinitos.
Estaba ansiosa. Me conmovió tanto que casi me salieron lágrimas. Una de las siete maravillas del mundo moderno, un lugar impresionante. Después de estar parado ahí y verlo de frente, sólo se puede imaginar el desconsuelo que originó tal belleza. Su arquitectura es increíble. Del material ni hablar, mármol blanco con incrustaciones de piedras semipreciosas y oro formando figuras de flores.
Entramos de frente y se impuso a lo lejos su figura, al fondo de las siluetas de la gente. A partir de ese momento no solté la cámara hasta que me lo prohibieron una vez dentro del mausoleo.
Como salido de la ilustración de un cuento lejano, su forma perfecta ahí plantada, exquisita y triste a la vez, detiene el tiempo, como si lo absorbiera.
Caminamos por el costado izquierdo y yo no dejaba de pensar que finalmente estaba ahí. El único inconveniente y mi mayor frustración, sobre todo para hacer las fotografías que tanto quería, era el clima. Padezco migraña y ésta se dispara, entre otras razones, cuando hace mucho calor. Caminábamos bajo el rayo del sol, a más de cuarenta grados centígrados. Inmediatamente sentí que comenzaba a dolerme la cabeza. El simple hecho de mantenerme inmóvil para hacer una foto era insoportable. Aún así no dejé de disparar y disparar y disparar. Por donde pude, porque el guía, como todos los guías, tenía el tiempo contado para nosotros.
Es obligatorio entrar descalzo a suelo sagrado, así que a la entrada nos proporcionaron unos zapatos como aquellos que usan los cirujanos. Podíamos colocarlos encima del calzado o quitarnos los zapatos.
Por dentro, el alivio del calor fue inmediato, el ambiente era completamente fresco. Imponente. De cierto modo, pesado. En mi delirio pensé que la energía de ese lugar es lo que impregna el ambiente. El paso de los siglos ha permanecido ahí dentro, junto a la energía de quienes lo construyeron y quienes han llegado desde los rincones más lejanos del mundo.
La historia tan conocida del Taj Mahal es hermosa. Por supuesto que está plena de leyendas que la hacen aún más bella, todo un cuento. El conjunto de construcciones, cuyo edificio principal es el más famoso, fue levantado a orillas del río Jamuna, en honor de Arjumand Banu Begum o Mumtaz Mahal (la elegida del palacio), una de las esposas del emperador Shah Jahan, quien se dice, era su favorita. Ella murió al dar a luz a su decimocuarto hijo. El emperador, completamente devastado, ordenó la construcción del mausoleo para albergar sus restos; durante más de veinte 20 años, 20,000 personas trabajaron en ello. Se dice que el nombre Taj Mahal, que significa «la corona del palacio», indicaba lo que el emperador quiso ofrecer a su amada. Algo nunca antes realizado en el mundo.
En el lugar donde simbólicamente se encuentran los restos de ambos, el cenotafio, debajo de la cúpula (el de Mumtaz Majal se encuentra justo al centro de la cámara, el de Shah Jahan está a un costado), vi a la gente rezar. Una mujer joven, morena, con su sari cubriéndole la cabeza, se recargó en el barandal que da hacia las paredes de mármol que rodean la sala, juntó sus manos y comenzó una especie de rezo. No entendí una sola palabra, por supuesto, pero me pareció evidente que había devoción. Después de algunas palabras, tomó de la mano al hombre que iba con ella (su esposo, supuse) y lo acercó, como invitándolo a hacer lo mismo. El hombre, también joven, hizo lo propio, juntó sus manos y comenzó un rezo. Al cabo de unos minutos, ambos continuaron el recorrido.
Desafortunadamente para mi, el tour estaba programado para visitar otros lugares. De haber podido, me habría quedado ahí hasta agotar todos los ángulos y perspectivas posibles, hasta que la luz cayera por la tarde y las formas delinearan de manera distinta al gigante blancuzco, grisáceo, azulado. Pero el cielo casi blanco de esa hora sólo se confundía con el color del edificio. Me despedí de aquel lugar, dando gracias por haber cumplido uno de mis sueños.
Al salir, fuimos a las tiendas aledañas a comprar algunos recuerdos. Otra sorpresa. La manera en que la gente vende, convenciendo con mil y un tácticas, hablando incluso en español, aumentando y reduciendo precios exageradamente. Aunque quizá no sabían que el mexicano es un cliente sumamente difícil.
Tuve que perseguir a un chico que insistía en que le comprara tres playeras, cuando yo solamente quería dos. Se llevó mi billete sin darme el cambio completo y me hizo seguirlo hasta una de las tiendas. Cuando no me daba el resto del cambio, comenzó a pedirme que viera su mercancía. Resultaba molesto el acoso casi agresivo de los vendedores y lo único que quería era salir corriendo de ahí. Así que más adelante encontré a un hombre anciano que me llamó hacia su tienda, sin más personas acosando. Me convenció por el precio de algún objeto y entré. Como la tienda era pequeña, casi no se notaba que había alguien dentro. Así pude comprar sin ninguna molestia, a muy buen precio y con toda tranquilidad.
Cuando salí buscando a mi grupo, no vi a nadie. Un chico me dijo que ya se habían ido al autobús y que él podía llevarme en su bicicleta. Para ese momento únicamente tenía 20 Rs., alrededor de 6 pesos mexicanos. Se ofendió, pero yo no tenía una sola moneda más. Me inquieté porque no quería perderme, así que me subí a la bicicleta y así me acercó a mis compañeros que estaban más adelante.
Lo simpático de todo aquello, fue que uno de los chicos que nos rodeaban, se me acercó y alargando el brazo me ofreció el libro con la historia del Taj Mahal que costaba al menos 200 Rs. (y que ya habían rebajado hasta 100 Rs.). Le pregunté cuánto costaba y me dijo que para mi no era nada, que me lo obsequiaba. Me pareció extraño, pero con una gran sonrisa insistió en que lo tomara. Así lo hice y le di las gracias. Unos momentos más tarde, cuando estábamos por subir a una bicicleta para ir al autobús, le pregunté si estaba seguro. Respondió que sí, y entonces me dijo que le diera algo mío. Pensé darle algunos pesos, pero no llevaba nada, así que le dije que no tenía nada. Entonces me pidió un beso. Era un chiquillo de unos 15 años. Sorprendida le regresé el libro. Él me miró con esos ojos de inocencia y aún hoy creo que debí aceptar su obsequio.
En el camino de regreso del Taj, algunas personas me miraban. Hombres y mujeres. No sé si por la cámara, quizá por mi cabello tan alborotado. Pero me miraban fijamente e incluso me pidieron tomarme algunas fotos. Escuché que alguien dijo «beautiful». Creo que así como para mi era imprescindible capturar la belleza exótica de muchas mujeres ahí, para algunas personas mi propia persona era fuera de lo común.
Salimos rumbo al fuerte Agra. El calor seguía insoportable y yo trataba de cubrirme con la sombrilla, saltando de sombra en sombra. Sentía que la cabeza iba a estallarme. Lo único que me mantenía con mucho interés, era la cámara.
Antes de irnos, encontramos una familia. Algunas compañeras quisieron tomarse fotos con ellos. Yo le pedí a un par de las chicas que posaran para mi.
Subimos al autobús rumbo a Jaipur. Una aventura más. Hice algunas fotos desde la ventana. Pero muchas otras imágenes sólo las tengo en la cabeza porque pasamos tan rápido que no alcancé a tomar nada. Imágenes de mujeres en sus telas de colores vivos y alegres, cubriéndoles la cabeza, no sé si por el viento, no sé si por costumbre, no sé si por el polvo. Pero se distinguían perfectamente en el color arena del paisaje, caminando a lo lejos, envueltas en el polvorín. Cargando muchas veces algún recipiente en la cabeza. En un momento en que nos detuvimos un poco, pude hacer algunas fotos de ellas que estaban cerca del camino, igual que siempre, sonrientes mirando hacia el autobús.
Hombres montando camellos. Los camellos amarrados a los árboles, o pastando en grupos. Más mujeres sacando agua, sentadas en el piso o simplemente caminando, elegantes en sus colores hermosos. Las vacas amarradas al fondo, cuales mascotas, o sentadas al costado de las personas. Los pocos niños que vi, tenían los ojos pintados de negro y pulseras en los tobillos o en la cintura. En este recorrido abundaron también las sonrisas a nuestro paso.
El sol comenzó a ponerse. Pero no era una puesta de sol común. En medio del paisaje desértico, seco, el sol parecía luna, una bola blanca flotando en el cielo gris, los árboles secos franqueando el marco de la ventana del autobús.
Se suponía que tardaríamos cerca de ocho horas en llegar. Pero perdí la cuenta porque sucedió algo inesperado. Por si necesitáramos algo más surrealista, nos quedamos varados en un pueblo perdido en la nada por un atajo que el chofer decidió tomar. Se desvió del camino y se metió a uno de los pueblos cuyos límites observábamos de lejos. Inmediatamente la velocidad con la que íbamos disminuyó. Íbamos tan despacio que pude hacer varias fotos.
Niños alborotados que rodeaban el autobús, felices de ser fotografiados. Mujeres con la cabeza cubierta de telas multicolores sentadas en la tierra, paradas en el patio o asomadas por su barda.
De pronto obscureció y el autobús se detuvo. No podíamos pasar. Estábamos frente a una especie de tienda, pero estaba obscuro afuera y no se veía muy bien. Toda la gente estaba atenta a lo que sucedía dentro del autobús lleno de extraños. Saludaban y sonreían pidiendo fotos. Nos tomaban fotos desde un celular mientras reían.
Un hombre viejo y chimuelo hizo gestos y ellos respondieron con risa. Los camiones enfrente no se movían. Avanzaban unos metros y se detenían. Jóvenes sonrientes se amontonaban en grupos señalando el autobús. Un camello esperaba, amarrado a un tronco. El pueblo alborotado salió de sus casas a mirarnos.
El chofer nos advirtió que no hiciéramos caso. Que no era un lugar seguro y no sabía cómo podía reaccionar la gente. Que dejáramos de tomarles fotografías. Así que cerramos las cortinas y nos quedamos esperando. No me parecían peligrosos, pero en situaciones así, mejor atender la advertencia de quien al menos comprende el idioma. Ya no pensé en posibilidades, porque qué posibilidad había en el mundo de haber quedado varados en un lugar perdido, al norte de la India, completamente incomunicados.
Después de un rato se liberó el bloqueo y pudimos pasar.