De libros y ocurrencias, Ensayo, Mi desvarío, Yo

Sobre la vida [y la muerte]. Parte I

Fue mi madre quien me dijo cuando yo era una niña que si alguien maltrataba a un perro, éste no lo ayudaría a cruzar el río cuando muriera. Y aunque mi amor por los perros no lo hurté, lo heredé, crecí inconscientemente con esa creencia, sin saber cuál río, pero imaginando que entonces volvería a ver a mis queridos perros. Esta historia, transformada con los años en leyenda es un rasgo desdibujado de la cosmovisión de los antiguos mexicanos.

Tenía unos 12 años cuando encontré por casualidad en alguna parte de la casa un libro color plata en cuya portada había una ilustración con los colores de un arcoiris. El autor era Raymond L. Moody y el libro se titulaba Vida después de la vida.

En ese tiempo era poco lo que podía comprender acerca de la cultura tibetana o el budismo —y no porque ahora comprenda mucho más, se es más sabio y más abierto cuando se es niño—, y por supuesto, nada había llegado a mis oídos sobre la tanatología; pero lo escrito en el libro de Moody generó en mí la curiosidad por saber y por entender, y desde esa ingenua edad encontré un poco de coherencia y probablemente un atisbo de consuelo a mi corto entendimiento, no sólo sobre la muerte sino también sobre la vida en relación a la muerte.

En los siguientes años pasaron por mis manos otras lecturas sobre el sentido de la vida desde la perspectiva de la muerte: Victor Frankl, Boris Cyrulnik, Elisabeth Kubler-Ross y el budismo han formado poco a poco la silueta de mi búsqueda de respuestas, que cada vez son menos porque las preguntas no son las mismas.

Un fin de semana, en una casualidad, pasé al menos una hora divagando en una librería en busca de un regalo, y como usualmente sucede, encontré un libro para mí, uno de los más luminosos de Elisabeth Kubler-Ross, Sobre la muerte y los moribundos. Esta psiquiatra, cuya extensa investigación sobre este tema sentó las bases de la tanatología, contradictoriamente se pensaría, tuvo una visión dura, real de la vida, pero no por ello menos esperanzadora.

Preguntaba mi abuelo José cuando hablaban de espíritus, ¿quién se ha ido y ha regresado para hablar de eternidad? Decía Cuídate de los vivos. Quizá él, en su adorable ironía,regresaría sin dudar a la casa donde vivió antes de volver a casarse a los 90 años.

En la tradición con que en México se celebra el regreso de los muertos pequeños y los muertos adultos al mundo terrenal, los panteones reciben caravanas de visitantes con flores en brazos, algunos en actitud solemne, otros con música y canto, todos llegan puntuales a la cita anual. En esta fecha ellos, los muertos, vuelven por el largo camino desde «el más allá. Las veladoras que caracterizan las ofrendas representan la luz que los guía hacia el lugar donde habitaban o quizá hacia algún lugar donde más que esperarlos, los reciban. Pienso en la costumbre en casa de mi madre de las veladoras extra, «por alguno más que llegue por ahí«.

Las enormes ofrendas, las visitas al panteón y todas aquellas costumbres que envuelven al día de muertos atraen por lo extraño de su manifestación y por la belleza cultural que rodea esta fecha, que es Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.

Sin embargo, a pesar de que en México el tema de la muerte es causa de una creatividad sinfín y aunque La Catrina es un personaje común en los versos burlones de las calaveras, a la muerte se le aleja cuando se trata de hablar en serio.

Y me pregunto, ¿realmente cómo concebimos los mexicanos a la muerte? A pesar de la riqueza de esta tradición, en la cultura occidental actual en México no es habitual hablar con franqueza y abiertamente sobre el momento de morir. La mayoría de los sepelios son momentos difíciles, de pesadumbre, tristeza y dolor en los que no se sabe exactamente qué decir. Y tanto se pospone o evita hablar de la muerte propia, que es común que se descuide por completo hacer un testamento; la ideología frente a la vida simple impide, casi prohibe otra actitud ante la muerte, más allá de la inmanente tristeza, parece que si se piensa en ella, se le atrae. 

Quizá es que no se le comprende; es muy común sentir miedo, aunque probablemente lo que la mayoría tememos más es a la vejez, la enfermedad, el sufrimiento, y a la muerte de los nuestros. No hay certeza de lo que pasa durante y después y lo único que se sabe de cierto, es que todos moriremos; en ello radica justamente el dolor en los que se quedan, el espacio vacío, la ausencia.

Las culturas precolombinas son absolutamente luminosas en su visión sobre la muerte. Gracias a mi amistad con Luis Antonio, que siempre que relata la riqueza mesoamericana en todo su esplendor, yo regreso el tiempo y soy una niña que escucha atenta un cuento fantástico. Con ello encuentro que quizá en esta cosmovisión teníamos una verdad aproximada sobre lo que significa la muerte: el nacimiento a la vida. En un libro que llegó a mí por él, Ritos mortuorios nahuas precolombinos de Patrick Johansson, encontré una ventana hacia la cultura de mis antepasados en la que vislumbro una filosofía de aquellos seres, interrumpida y suspendida en el tiempo, que en el mundo occidental que habitamos los mexicanos hoy, resuena en una mística maravillosa pero inconcebible. Esta sabiduría parece más cercana a algunas doctrinas orientales en el sentido de una forma de vida desde la perspectiva de la muerte, en la que ésta no significa un final, sino el principio original en sí mismo.

Johansson trasluce la belleza de la cultura náhuatl a través de un lenguaje preciso y poético, para nada trivial como no lo es en absoluto la existencia los nuestros ancestros. No la encontré como una literatura fácil de comprender, pero, para mi suerte, el mismo autor publicó varios artículos que resumen lo primordial de este libro. En éstos comprendo el momento en el que la concepción de la muerte surge en la consciencia del pueblo precolombino y con ello, el mito y el rito, en el que en una catársis profunda ya se cursaba por un proceso de duelo, malentendido y malinterpretado por los españoles. Leo también, en el mito del origen del hombre en el reino de los muertos, el Mictlán, que el nacimiento a la vida procedía de la muerte y a esta misma se vuelve, para volver a nacer. “Morir para no morir del todo”, dice Johansson, por ello existe la muerte.  

Es inevitable para mí recordar el tránsito hacia la muerte que guía el Libro tibetano de los muertos o Bardo thodol, en el que se le recuerda al moribundo la última oportunidad que tiene en vida de “iluminarse”, al momento de morir, para así poder renacer. Y el tránsito que cursa el occiso, en el cuento de María Virginia Estenssoro, en el que los gusanos, los mismos que perforan el caracol que Quetzalcóatl sopla para crear al hombre, son los que devoran hasta la última gota de sangre del cuerpo del difunto protagonista. El fin es el mismo, el nuevo principio.

En esos textos que explican la cosmovisión de aquellos antiguos mexicanos comprendo el origen del mito con el que mi mamá me enseñó el respeto no sólo a los perros, sino a todos los animales. El nahual (del que también las historias de mi abuelo contaban) y gemelo nocturno de Quetzalcóatl, Xolotl, encargado de la conversación con Mictlantecuhtli en el reino de los muertos, era un perro. El destino de todo hombre al morir se define en esa escena de la mitología precolombina: Quetzalcóatl llevará a los hombres a la existencia, y su nahual los acompañará a su muerte, cruzando el río de regreso al Mictlán.

 

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Medio pan y un libro :: Federico García Lorca

Ahora, que, como siempre en todos los «ahora», estamos faltos de ese algo que nos ate a la esperanza, las palabras pronunciadas hace más de ochenta años por García Lorca parecen tan vigentes; como que el hombre sigue siendo sólo hombre y a veces no tan ser humano, aquí, en este país, y en todos los demás.

El amor por los libros, por el saber, por el conocimiento, por la cultura; su necesidad, su imperante necesidad que no es satisfecha y por el contrario, ha sido usada como arma en su forma de ignorancia y como su consecuencia, en la más absoluta y eterna manipulación.

El discurso de Federico García Lorca al inaugurar la biblioteca de su pueblo, Fuente de Vaqueros, Granada, en septiembre de 1931:

«Cuando alguien va al teatro, a un concierto o a una fiesta de cualquier índole que sea, si la fiesta es de su agrado, recuerda inmediatamente y lamenta que las personas que él quiere no se encuentren allí. ‘Lo que le gustaría esto a mi hermana, a mi padre’, piensa, y no goza ya del espectáculo sino a través de una leve melancolía. Ésta es la melancolía que yo siento, no por la gente de mi casa, que sería pequeño y ruin, sino por todas las criaturas que por falta de medios y por desgracia suya no gozan del supremo bien de la belleza que es vida y es bondad y es serenidad y es pasión.

Por eso no tengo nunca un libro, porque regalo cuantos compro, que son infinitos, y por eso estoy aquí honrado y contento de inaugurar esta biblioteca del pueblo, la primera seguramente en toda la provincia de Granada.

No sólo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan; sino que pediría medio pan y un libro. Y yo ataco desde aquí violentamente a los que solamente hablan de reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales que es lo que los pueblos piden a gritos. Bien está que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan. Que gocen todos los frutos del espíritu humano porque lo contrario es convertirlos en máquinas al servicio de Estado, es convertirlos en esclavos de una terrible organización social.

Yo tengo mucha más lástima de un hombre que quiere saber y no puede, que de un hambriento. Porque un hambriento puede calmar su hambre fácilmente con un pedazo de pan o con unas frutas, pero un hombre que tiene ansia de saber y no tiene medios, sufre una terrible agonía porque son libros, libros, muchos libros los que necesita y ¿dónde están esos libros?

¡Libros! ¡Libros! He aquí una palabra mágica que equivale a decir: ‘amor, amor’, y que debían los pueblos pedir como piden pan o como anhelan la lluvia para sus sementeras. Cuando el insigne escritor ruso Fedor Dostoyevsky, padre de la revolución rusa mucho más que Lenin, estaba prisionero en la Siberia, alejado del mundo, entre cuatro paredes y cercado por desoladas llanuras de nieve infinita; y pedía socorro en carta a su lejana familia, sólo decía: ‘¡Enviadme libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera!‘. Tenía frío y no pedía fuego, tenía terrible sed y no pedía agua: pedía libros, es decir, horizontes, es decir, escaleras para subir la cumbre del espíritu y del corazón. Porque la agonía física, biológica, natural, de un cuerpo por hambre, sed o frío, dura poco, muy poco, pero la agonía del alma insatisfecha dura toda la vida.

Ya ha dicho el gran Menéndez Pidal, uno de los sabios más verdaderos de Europa, que el lema de la República debe ser: ‘Cultura’. Cultura porque sólo a través de ella se pueden resolver los problemas en que hoy se debate el pueblo lleno de fe, pero falto de luz

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Porque no puedo pensar por cuenta propia :: Alejandro Páez Varela

Publicado en Día Siete el 7 de noviembre de 2010
-Para SS. Breve homenaje a Juan Gelman

Ya que navegas por mi sangre y conoces mis debilidades, y no te atreves a despertarme a mitad del día o cuando camino por los pasillos de tus sueños; ya que cabes en el hueco de mi mano y me escondes en el hueco de la tuya para que no me escape, para que no me recueste en las sombras; ya que eres mi paz, mi paciencia y mi furia, explícame: ¿Qué diablos hago? ¿Por qué te necesito? ¿Quién eres, muda, ciega, sola? ¿Quién te dio permiso para recorrerme, razón de mi pasión?
Ya que cruzas el pantano conmigo y los dos nos manchamos hasta la barbilla y festejamos porque el lodo sabe a rosas para los que aman; ya que me obligas a olvidar mi nombre y a pronunciar el tuyo despacito para que se vuelva el mío; ya que te has convertido en el aliento de las tardes, en párrafos completos de Juan Gelman que leo o respiro o plagio porque no puedo pensar por cuenta propia; ya que eres la fractura de las madrugadas, la respiración en cada frase y la distancia entre mis ojos y los cristales, dime: qué digo, en dónde te escondo para que nadie te encuentre, cómo es que ahora te palpito.
Porque quiero llenarte solamente de mí y abarcarte (aún sin abrir los brazos). Y consumirte, acabarte, llevarte adentro y ser tú por fuera; comerme tus huesitos y lamer tu piel con la devoción del gato que dormita en la ventana una tarde de sol sin prisa. Porque quiero ser el mago que te parte en cinco y te une en presencia de todos, las hojas de otoño que te cubren, la tierra que levantas cuando corres y el cochinito de piloncillo que sopeas en la leche.
Porque quiero mezclarme en tus cabellos y entrar más adentro que lo adentro, y ser parte de ti.
Ya que navegas por mi vida y conoces mis puntos flacos y mis comas tristes, y me duermes con tu aroma buena parte del día y aplastas los recuerdos para sobrevivir solamente tú, dime, ¿quién eres? ¿Qué hago? ¿Por qué te deslizas en mi saliva, por qué me siento perdido si no te veo, por qué secuestras mis ganas de darme por vencido? Dime, ¿cómo es que ahora te necesito?
Y eres única patria, refugio, espada contra mi bestia interior. Y eres el fin de la memoria, el susurro que contiene la marcha de los recuerdos. Y eres, también, aliada contra el olvido.

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El que se va

Como siempre, dejo una parte de mi cuando me voy. Esta vez a más de quince mil  kilómetros de distancia, literalmente, un mundo distinto.

Distinta forma de vivir, de creer. De aceptar. Y sin embargo, estamos hechos de lo mismo.

Lo que es definitivo, es que cuando uno regresa, no regresa igual, o aún más: «el que se va no vuelve, aunque regrese».

«Aquel otro»
José Emilio Pacheco

Hoy vino a verme el que no fui
Aquel otro
Ya para siempre inexistencia pura,
Ardid verbal para el hubiera sido,
Forma atenuada de decir no fue

Ahora lo entiendo:
Quien no fui ha triunfado,
La realidad no lo manchó, no tuvo
Que adaptarse a la eterna sordidez,
Jamás capituló ni vendió su alma
Por una onza de supervivencia.

El que no fui se fue como si nada.
Ya nunca volverá, ya es imposible.

El que se va no vuelve,
aunque regrese.

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Quinta canción para Marisa :: Mauricio Carrera

El mismo hombre… enamorado.

Mi mujer es la ternura desatada. Frecuenta el beso que no se olvida y el dominio de la mirada que me ordena detener mi paso vagabundo, mi transcurir legendario por los siete bares, mi devoción por el irresistible canto de las sirenas, para ser el bendito rehén de su piel y sus caprichos de hembra que se sabe bella, hechicera y exacta. Ella es la que me gusta, tan parecida a un amanecer sencillo, a la esperanza de la juventud eterna y a la alegría de saberme vivo y coincidir en este universo y este tiempo de locos con sus virtudes rosas y su calidad de bálsamo para mis torpes exigencias de hombre. Me vuelvo cursi entonces, glotón de sus labios, fanático de sus pies, cartógrafo de sus encantos, pecador de sus misterios, adorador de su risa, exigente de sus abrazos, ávido de encerrarla en mi jaula de ilusiones, terco de quererla como nunca y como a nadie, voraz de su voz de poesía, náufrago de su aroma, afanoso eterno de su presencia y famélico hasta lo indecible de la distancia que hay entre uno y otro de sus besos. Se instala cual fuerza vertiginosa en mi vida. Es la prioridad en mi pasión desbordada. El conjuro que abre las puertas de mi noción de paraíso. El porvenir de mis manos dedicadas a recorrerla. El cielo que por fin escucha y atiende mis plegarias de no dichoso e insatisfecho. Es la perdición nocturna. El viaje a los confines del mundo. Intensa, amorosa, hermosa, sabrosa, luminosa, eso es. Mi mujer. Mi carpe diem y mi carpe noctem. Mi alegría de loco enamorado, de bendito por juntar mi frente con la suya, de afortunado por saber de su alma y de sus mimos. A ella dedico mis canciones, los restos de mi esperanza y la enjundia a lo largo de la ingrata vida. Es imbatible. Imperial. Irresistible. Me ha hecho perder el rumbo de mis cinismos y mis villanías, porque en mi navegar insensato, carnavalesco y nocturno, todos los faros apuntan ahora a la odisea de sus tormentas y de sus tranquilas humedades, a sus caprichos de niña y a sus órdenes terminantes de su poderoso mujerío. Me rebelo, trato de protestar, pero es inútil. Me revuelco, furioso, por el placentero vaivén de pirata que he perdido y no sirve de nada. Rezongo. Me reprocho y me riño. Mi mandíbula de peso completo, de campeón indiscutible de la existencia disipada, resiente los golpes de palabras como amansado, mandilón, entoloachado, prisionero, aplacado, sometido, pero yo mismo me entrego a ser vencido por uno de sus suspiros o la mínima de sus caricias. Me doy. Depongo mis líneas de defensa. Aviento la toalla. Si me ha tocado amarla, que así sea.

Mauricio Carrera
Publicado en Día Siete el 28 de noviembre de 2009

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«No me digas que no lo cuente»

¿Qué haría, de tener un acompañante incómodo día y noche? del que no pudiera esconderme o a quien no pudiera decirle «no eres bienvenido». Que no me dejara dormir, que arriesgara mi vida en cualquier situación y no me permitiera vivir tranquila. Que lograra que quienes me rodean se alejaran de mí, al no comprender cómo puedo vivir en esa situación. Suena a pesadilla.

Esa es la temática de uno de los cuentos del libro «No me digas que no lo cuente. Vivir con una enfermedad secreta: Epilepsia» (B. Mori, Ed. Urano, España, 2007). «Ella» llega un día a establecerse en su casa y por necesidad la acepta, pero es tan extraña que no logran adaptarse. Poco a poco comienza a inmiscuirse en todos los aspectos de su vida, creyéndose íntima amiga. Tan rara e inoportuna siempre, la aleja de su vida social, la aparta de una vida normal. ¡Y no puede despedirla! Hasta llegado el momento en el que el médico la ahuyenta. «Ella» comienza a ceder, no le agrada él. Ella vuelve a su vida normal. Pero «ella» siempre estará ahí, para aparecer con su desagradable presencia cuando menos lo desee.

Y así es como viven las personas con epilepsia. La acompañante incómoda, de quien nadie logra olvidarse una vez que aparece. Una vez que se apodera del cuerpo de su víctima, arrojándola al suelo y convulsionándola en un momento que parece eterno. Asusta. Y los menos tolerantes no quieren saber nada de ella ni de la persona a quien acompaña, mucho menos los patrones, no sea que «el epiléptico sea retrasado mental» o provoque una mala imagen a la empresa, o simplemente, merme la productividad del enfermo y los que deben convivir con él. Así es como los epilépticos deben vivir. Temerosos del siguiente episodio, de la incomodidad, del riesgo. Sabiendo que afecta su vida diaria, sus relaciones personales y laborales. Que no le permite vivir como un ser humano cualquiera. Obligados a callar, a no dejarse descubrir hasta que es inevitable.

Esta valiente autora, habiendo vivido la discriminación laboral por su padecimiento, narra en nueve cuentos, la realidad de personajes «ficticios», creados de las historias propias y de numerosas experiencias de otros en su misma situación. Cansada de esconderse, decide alzar la voz por ella misma y por todos los demás: no están solos, no están locos, todas aquellas sensaciones y vivencias tienen un porqué, que aún con «ella» pueden sobrevivir, vivir y aún más, vivir felices.

La realidad es que no somos conscientes del estigma que rodea algunas enfermedades cerebrales. Si la epilepsia, como trastorno neurológico está envuelta de mitos y prejuicios, qué no sucede con aquellos padecimientos psiquiátricos. Familias que saben que por el bienestar de su protegido no deben hablar del tema, porque no sea que él o ella pierda su trabajo, la escuela, amistades, porque sea visto como bicho raro y se arruine la vida, pues. Porque nadie puede vivir aislado. Excepto por supuesto, algunos epilépticos, aquellos, los más graves. De los que, como en otro de los cuentos de este libro, no se puede ni siquiera soñar con una vida normal llena de expectativas. Porque el despertar de los padres la mañana siguiente dando un golpe al alma con la realidad de un niño que jamás será nada cercano a lo normal; tenista o médico, ni pensar. Y por eso los repartidores de sueños pelean por darles, aunque sea una noche, aunque sea un sueño, un poquito de esperanza y del «qué pasaría si…».

Pero aquella es una pequeña minoría de los casos de epilepsia, que, en un doble filo, algunos de los «otros» epilépticos «temen» que se conozca. Porque sería aún más discriminado su padecimiento. Porque la gente no sabe que la epilepsia no es una, sino muchas, de muchos tipos y gravedad distinta. De tantas manifestaciones como explicaciones subjetivas existen. Es padecida por científicos, artistas, famosos, quienes en su secreto guardan las apariencias para no dejar que esa acompañante incómoda interfiera en su vida pública.

Un libro sumamente duro, lleno de realidades, de hechos (particularmente en España, que, aunque país de primer mundo, no es solidario con sus enfermos), de verdades descubiertas y mitos destruidos. Propuestas factibles, consejos útiles y más que reales (como asegurarse de tener una pareja en el banquillo, por si la actual se cansa de los pañaleso de ser despiertado todas las noches por una crisis), realidades que ya no deberían negarse y el clamor de una atención que no debe posponerse.

El hecho más innegable: cualquier ser humano está expuesto. Un infortunio al nacer, una infección, la carne de cerdo contaminada, un accidente, un golpe. Nadie está exento a sufrir en sí mismo lo que en tiempos muy antiguos fue considerado una maldición y un castigo de los dioses.

«No me digas que no lo cuente. Vivir con una enfermedad secreta: Epilepsia» es una compilación de cuentos, redactados impecablemente, inmersos en comprensibles explicaciones que ilustran algunos de los tipos de epilepsia. Pero sobre todo, es una denuncia de la forma de vida injusta a la que son sometidos los epilépticos. Un libro de divulgación que informa y a menos que el lector por alguna razón patológica carezca de sentimientos, sensibiliza profundamente.

Por la posibilidad tan cercana y real de padecer esa acompañante incómoda y por la empatía hacia los enfermos, por ello, al menos por ello, la epilepsia debería dejar de ser un tema tabú. Particularmente a mí me recuerda la razón del esfuerzo en mi trabajo.

Beatriz, reitero mi absoluto reconocimiento por tu trabajo. Toda mi admiración por tu escritura y por tu valentía para enfrentar la vida.

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De libros y ocurrencias, Mi desvarío, Poesía

Benedetti

Hojas verdes de las cotidianas
tatúan entre escarabajos el nocturno,
bajo la tierra húmeda murmura para sí la semilla
«… no te salves, no te quedes inmóvil al borde del camino…»

Después de chapotear un tanto en esta vida,
encontrarás por fin un puente para cruzar,
cielo a medio lavar, en tu poesía sabrás,
no hace falta ni otoño, ni cantos, ni trivialidad.

Para Benedetti

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De libros y ocurrencias

Cuarta canción para Marisa. Mauricio Carrera

Sólo un hombre enamorado…

Texto: Mauricio Carrera

La mujer que yo amo tiene la belleza exacta y el corazón en su sitio. Es implacable en su ternura, luminosa como una fe intacta, contundente en sus deseos de vivir hasta que la vida sea vida, y un poco más. La admiro por su condición de reina que abdica al trono de la existencia resuelta, a cambio de eso que llaman amor, y otros, el incierto camino al lado de un vagabundo de mi calaña. Es linda por derecho propio. No necesita adjetivos como excepcional o única: se los merece. Su sonrisa, cuando es para el mundo inabarcable y ajeno, ilumina; cuando es para mí, desarma mis defensas y me coloca en un sitio privilegiado en el universo. Soy inmortal, entonces, y tocado por los dioses, afortunado como quien sobrevive al holocausto de la vida cotidiana y al tufo de muerte que nos persigue desde la cuna.

Es el júbilo y el duelo de la sangre enamorada. Una palabra suya, un latido, una mirada clara o incierta, y desata en mí el huracán de las alegrías inmensas o el malebolge de la perdición en mi soledad de hombre. Es mujer, al fin y al cabo, y sucede que la idolatro pero a veces en mi pequeñez de mortal azotado por una existencia jamás perdida, no la entiendo. Así, cuando desciende a su tiranía de milagro convertida en hembra, sus flechas duelen, se me figura fugitiva, sus muros son altos, contemplo mi suerte echada al capricho de aquello que sucede en la cocina de las féminas cuando las asalta la química, el qué dirán o el maleficio castigador del sólo mis chicharrones truenan. He sentido las ruinas en que puede convertirme, la esperanza convertida en guiñapo, la cercanía de lo terrible y sin rumbo. He vertido, por su amor, uno que otro llanto de niño, algunos aullidos de loco y alguna incoherencia más al epitafio de mi tumba vacía.

En momentos así he escrito versos que no muestro a las rosas para que no se marchiten.

La mujer que yo amo es real. La vida la alcanza a ratos y la hiere en su cielo de bondades y sonrisas. No hay justicia en el mundo: tanta bienechora belleza, tanto brillo destacado de su alma, y no faltan los dardos emponzoñados en forma de cuervos, nanas y cebollas, alardes de derrotados, el colosal tráfico de la estupidez humana. Yo mismo, en mi caos y en mi soberbia, he dejado marcas y ecos de patán y temible filibustero. Soy hombre, al fin y al cabo, y hago guerras y cometo errores. Me enojo, gesticulo, arremeto contra lo que no entiendo, camino por la cuerda floja del camino oscuro y sin regreso. La he visto llorar, por mí, por un cachorro herido, por los pobres más pobres, y por la vida que es vida y porque es vida duele.

En momentos así ella triunfa, y como es mejor que yo, junta sus propias rosas con mis versos y les habla de amor, para que florezcan.

Es la mujer de mi vida, la mujer en mi vida. Existe en la tierra como el sabor de la fruta que me gusta, como el inmenso mar de mis aventuras de joven, como una alegría inesperada, como una caricia de madre. Es el idioma de la dicha y el sosiego. El arma con que me bato a duelo con los diversos adjetivos de lo aburrido y lo cotidiano.

La mujer que yo amo es la recompensa, el reposo del guerrero.
Quiero permanecer con ella siempre, hasta el fin de los suspiros, hasta el último de los misterios.

Publicado en Día Siete, el 11 de Enero de 2009

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De libros y ocurrencias

Los príncipes que no son azules

He estado considerando, gracias a este libro («Los príncipes que no son azules… o los Caballeros sin Armadura», Aaron R. Kipnis, Ed. Vergara), que llegó a mí por Luis… que en realidad ser hombre no es una gran ventaja. No es que disculpe que hasta este siglo las mujeres hemos padecido vivir en un mundo masculino, pero es cierto que, ¿qué es lo que pedimos? hombres sensibles, cuando desde niños son educados contra natura, para evitar expresar sus sentimientos; hombres que no sean «callados», cuando siendo bebés sus madres hablan menos con ellos que con las niñas… y así cuántos ejemplos. Hombres sin violencia, cuando el más común de sus juguetes la inspira. Una mujer no busca un héroe, sin embargo, la mayoría de los hombres, mucho más en este país, son predispuestos a buscarse un papel así. El proveedor, el fuerte, el que todo lo resuelve, el que protege, el que no debe llorar cuando es lastimado desde pequeño, el que debe levantarse y aún ante el mismo dolor de ver incluso hasta sus propios sus padres tratarlo con la punta del pie, debe salir y crecer sin rencores ni heridas.

El primer paso, según este libro del Dr. Aaron R. Kipnis, es reconocer que han sido lastimados. Por circunstancias, por personas, incluso por las mujeres. Han sido heridos, es válido decirlo. Y no tan tarde como a los 45 o 50, cuando llegan a preguntarse si es todo lo que la vida tenía para ellos. Aquellos más afortunados tienen una familia, quizás no, quizás algunos tengan hijos, que los respetan, los cuidan y los admiran. Quizás han vivido una vida en busca de ser «alguien» para otros. Por buscar ser aceptados y queridos no por lo que pueden proveer, no por un trabajo, no por algo material, sino por su interior, por su valor más esencial. El libro no está dirigido solamente a los hombres, sino a las mujeres a quienes ellos les interesan. Expone el papel social del hombre hoy, lo que debería y lo que no debería ser, ante su propia incomprensión.

Es realidad, se debería apreciar el verdadero valor de cualquier hombre como ser humano y un hombre podría darse la oportunidad de permitirlo. Más allá de ser un buen proveedor, el fuerte de la casa, es un ser humano hermoso, que no está acostumbrado (en la mayoría de los casos) a decir lo que siente, no porque no quiera, sino porque no sabe cómo. ¿De qué manera puede hacerse algo que ha sido prohibido toda la vida? ¿algo que no se ha enseñado ni promovido? si se reprimen los sentimientos y la sensibilidad innata desde que se objeta a un niño jugar con muñecas o decir que está triste, frustrado y molesto.

Si debe buscar algo en lo que pueda sobresalir, sea la fuerza en los deportes o un buen carro. Ir a la guerra o enfrentar día a día un trabajo que no le gusta. Refugiarse en el fin de semana con los amigos, en el alcohol o cualquier otra adicción. Es cuando llega el «adormecimiento», entonces viven como autómatas, queriendo «algo» que les haga sentir, vivir.

Las mujeres vamos por la vida gritando lo que sentimos, cada vez más somos protegidas, siempre somos salvadas primero… A pesar de todo, somos más fuertes desde siempre, por naturaleza, en materia de salud, es mucho mayor el número de varones que no nace, existen muchas enfermedades que son exclusivas del sexo masculino y aquí hay un largo etcétera. Como dice el autor, ¿cuándo se vería un anuncio tan claro y sencillo para que un hombre se realizara un examen en busca de anomalías para prevenir el cáncer de testículos, como tan comúnmente se ve en el caso del cáncer de seno? Los hombres siguen teniendo una esperanza de vida menor, por las razones que sean.

Yo quisiera saber qué es lo que hay dentro del corazón de los hombres, en realidad qué sienten, que sueñan, si eso es lo que sueñan. Llegar a viejos con la conciencia tranquila porque hicieron lo que debieron o si antes del final de la vida se preguntan si desde muy jóvenes abandonaron los sueños locos y absurdos… ¿eran realmente auténticos sueños propios o los que se inventaron en el camino?

No lo sé. Lo único que tengo seguro es que hay muchos hombres que admiro, que respeto profundamente que me han mostrado su corazón y no he encontrado más que ternura y una enorme valía, no sólo por lo que pueden, no por lo que hacen, sino por lo que son.

Y quisiera que aquellos que al momento de darse cuenta de que no son ni príncipes azules ni caballeros en brillante armadura, tengan la fuerza para admitirse como seres de luz, valiosos por lo único que nada ni nadie les puede quitar ni dañar, el alma.

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