De libros y ocurrencias, Ensayo, Mi desvarío, Yo

Sobre la vida [y la muerte]. Parte I

Fue mi madre quien me dijo cuando yo era una niña que si alguien maltrataba a un perro, éste no lo ayudaría a cruzar el río cuando muriera. Y aunque mi amor por los perros no lo hurté, lo heredé, crecí inconscientemente con esa creencia, sin saber cuál río, pero imaginando que entonces volvería a ver a mis queridos perros. Esta historia, transformada con los años en leyenda es un rasgo desdibujado de la cosmovisión de los antiguos mexicanos.

Tenía unos 12 años cuando encontré por casualidad en alguna parte de la casa un libro color plata en cuya portada había una ilustración con los colores de un arcoiris. El autor era Raymond L. Moody y el libro se titulaba Vida después de la vida.

En ese tiempo era poco lo que podía comprender acerca de la cultura tibetana o el budismo —y no porque ahora comprenda mucho más, se es más sabio y más abierto cuando se es niño—, y por supuesto, nada había llegado a mis oídos sobre la tanatología; pero lo escrito en el libro de Moody generó en mí la curiosidad por saber y por entender, y desde esa ingenua edad encontré un poco de coherencia y probablemente un atisbo de consuelo a mi corto entendimiento, no sólo sobre la muerte sino también sobre la vida en relación a la muerte.

En los siguientes años pasaron por mis manos otras lecturas sobre el sentido de la vida desde la perspectiva de la muerte: Victor Frankl, Boris Cyrulnik, Elisabeth Kubler-Ross y el budismo han formado poco a poco la silueta de mi búsqueda de respuestas, que cada vez son menos porque las preguntas no son las mismas.

Un fin de semana, en una casualidad, pasé al menos una hora divagando en una librería en busca de un regalo, y como usualmente sucede, encontré un libro para mí, uno de los más luminosos de Elisabeth Kubler-Ross, Sobre la muerte y los moribundos. Esta psiquiatra, cuya extensa investigación sobre este tema sentó las bases de la tanatología, contradictoriamente se pensaría, tuvo una visión dura, real de la vida, pero no por ello menos esperanzadora.

Preguntaba mi abuelo José cuando hablaban de espíritus, ¿quién se ha ido y ha regresado para hablar de eternidad? Decía Cuídate de los vivos. Quizá él, en su adorable ironía,regresaría sin dudar a la casa donde vivió antes de volver a casarse a los 90 años.

En la tradición con que en México se celebra el regreso de los muertos pequeños y los muertos adultos al mundo terrenal, los panteones reciben caravanas de visitantes con flores en brazos, algunos en actitud solemne, otros con música y canto, todos llegan puntuales a la cita anual. En esta fecha ellos, los muertos, vuelven por el largo camino desde «el más allá. Las veladoras que caracterizan las ofrendas representan la luz que los guía hacia el lugar donde habitaban o quizá hacia algún lugar donde más que esperarlos, los reciban. Pienso en la costumbre en casa de mi madre de las veladoras extra, «por alguno más que llegue por ahí«.

Las enormes ofrendas, las visitas al panteón y todas aquellas costumbres que envuelven al día de muertos atraen por lo extraño de su manifestación y por la belleza cultural que rodea esta fecha, que es Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.

Sin embargo, a pesar de que en México el tema de la muerte es causa de una creatividad sinfín y aunque La Catrina es un personaje común en los versos burlones de las calaveras, a la muerte se le aleja cuando se trata de hablar en serio.

Y me pregunto, ¿realmente cómo concebimos los mexicanos a la muerte? A pesar de la riqueza de esta tradición, en la cultura occidental actual en México no es habitual hablar con franqueza y abiertamente sobre el momento de morir. La mayoría de los sepelios son momentos difíciles, de pesadumbre, tristeza y dolor en los que no se sabe exactamente qué decir. Y tanto se pospone o evita hablar de la muerte propia, que es común que se descuide por completo hacer un testamento; la ideología frente a la vida simple impide, casi prohibe otra actitud ante la muerte, más allá de la inmanente tristeza, parece que si se piensa en ella, se le atrae. 

Quizá es que no se le comprende; es muy común sentir miedo, aunque probablemente lo que la mayoría tememos más es a la vejez, la enfermedad, el sufrimiento, y a la muerte de los nuestros. No hay certeza de lo que pasa durante y después y lo único que se sabe de cierto, es que todos moriremos; en ello radica justamente el dolor en los que se quedan, el espacio vacío, la ausencia.

Las culturas precolombinas son absolutamente luminosas en su visión sobre la muerte. Gracias a mi amistad con Luis Antonio, que siempre que relata la riqueza mesoamericana en todo su esplendor, yo regreso el tiempo y soy una niña que escucha atenta un cuento fantástico. Con ello encuentro que quizá en esta cosmovisión teníamos una verdad aproximada sobre lo que significa la muerte: el nacimiento a la vida. En un libro que llegó a mí por él, Ritos mortuorios nahuas precolombinos de Patrick Johansson, encontré una ventana hacia la cultura de mis antepasados en la que vislumbro una filosofía de aquellos seres, interrumpida y suspendida en el tiempo, que en el mundo occidental que habitamos los mexicanos hoy, resuena en una mística maravillosa pero inconcebible. Esta sabiduría parece más cercana a algunas doctrinas orientales en el sentido de una forma de vida desde la perspectiva de la muerte, en la que ésta no significa un final, sino el principio original en sí mismo.

Johansson trasluce la belleza de la cultura náhuatl a través de un lenguaje preciso y poético, para nada trivial como no lo es en absoluto la existencia los nuestros ancestros. No la encontré como una literatura fácil de comprender, pero, para mi suerte, el mismo autor publicó varios artículos que resumen lo primordial de este libro. En éstos comprendo el momento en el que la concepción de la muerte surge en la consciencia del pueblo precolombino y con ello, el mito y el rito, en el que en una catársis profunda ya se cursaba por un proceso de duelo, malentendido y malinterpretado por los españoles. Leo también, en el mito del origen del hombre en el reino de los muertos, el Mictlán, que el nacimiento a la vida procedía de la muerte y a esta misma se vuelve, para volver a nacer. “Morir para no morir del todo”, dice Johansson, por ello existe la muerte.  

Es inevitable para mí recordar el tránsito hacia la muerte que guía el Libro tibetano de los muertos o Bardo thodol, en el que se le recuerda al moribundo la última oportunidad que tiene en vida de “iluminarse”, al momento de morir, para así poder renacer. Y el tránsito que cursa el occiso, en el cuento de María Virginia Estenssoro, en el que los gusanos, los mismos que perforan el caracol que Quetzalcóatl sopla para crear al hombre, son los que devoran hasta la última gota de sangre del cuerpo del difunto protagonista. El fin es el mismo, el nuevo principio.

En esos textos que explican la cosmovisión de aquellos antiguos mexicanos comprendo el origen del mito con el que mi mamá me enseñó el respeto no sólo a los perros, sino a todos los animales. El nahual (del que también las historias de mi abuelo contaban) y gemelo nocturno de Quetzalcóatl, Xolotl, encargado de la conversación con Mictlantecuhtli en el reino de los muertos, era un perro. El destino de todo hombre al morir se define en esa escena de la mitología precolombina: Quetzalcóatl llevará a los hombres a la existencia, y su nahual los acompañará a su muerte, cruzando el río de regreso al Mictlán.

 

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Medio pan y un libro :: Federico García Lorca

Ahora, que, como siempre en todos los «ahora», estamos faltos de ese algo que nos ate a la esperanza, las palabras pronunciadas hace más de ochenta años por García Lorca parecen tan vigentes; como que el hombre sigue siendo sólo hombre y a veces no tan ser humano, aquí, en este país, y en todos los demás.

El amor por los libros, por el saber, por el conocimiento, por la cultura; su necesidad, su imperante necesidad que no es satisfecha y por el contrario, ha sido usada como arma en su forma de ignorancia y como su consecuencia, en la más absoluta y eterna manipulación.

El discurso de Federico García Lorca al inaugurar la biblioteca de su pueblo, Fuente de Vaqueros, Granada, en septiembre de 1931:

«Cuando alguien va al teatro, a un concierto o a una fiesta de cualquier índole que sea, si la fiesta es de su agrado, recuerda inmediatamente y lamenta que las personas que él quiere no se encuentren allí. ‘Lo que le gustaría esto a mi hermana, a mi padre’, piensa, y no goza ya del espectáculo sino a través de una leve melancolía. Ésta es la melancolía que yo siento, no por la gente de mi casa, que sería pequeño y ruin, sino por todas las criaturas que por falta de medios y por desgracia suya no gozan del supremo bien de la belleza que es vida y es bondad y es serenidad y es pasión.

Por eso no tengo nunca un libro, porque regalo cuantos compro, que son infinitos, y por eso estoy aquí honrado y contento de inaugurar esta biblioteca del pueblo, la primera seguramente en toda la provincia de Granada.

No sólo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan; sino que pediría medio pan y un libro. Y yo ataco desde aquí violentamente a los que solamente hablan de reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales que es lo que los pueblos piden a gritos. Bien está que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan. Que gocen todos los frutos del espíritu humano porque lo contrario es convertirlos en máquinas al servicio de Estado, es convertirlos en esclavos de una terrible organización social.

Yo tengo mucha más lástima de un hombre que quiere saber y no puede, que de un hambriento. Porque un hambriento puede calmar su hambre fácilmente con un pedazo de pan o con unas frutas, pero un hombre que tiene ansia de saber y no tiene medios, sufre una terrible agonía porque son libros, libros, muchos libros los que necesita y ¿dónde están esos libros?

¡Libros! ¡Libros! He aquí una palabra mágica que equivale a decir: ‘amor, amor’, y que debían los pueblos pedir como piden pan o como anhelan la lluvia para sus sementeras. Cuando el insigne escritor ruso Fedor Dostoyevsky, padre de la revolución rusa mucho más que Lenin, estaba prisionero en la Siberia, alejado del mundo, entre cuatro paredes y cercado por desoladas llanuras de nieve infinita; y pedía socorro en carta a su lejana familia, sólo decía: ‘¡Enviadme libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera!‘. Tenía frío y no pedía fuego, tenía terrible sed y no pedía agua: pedía libros, es decir, horizontes, es decir, escaleras para subir la cumbre del espíritu y del corazón. Porque la agonía física, biológica, natural, de un cuerpo por hambre, sed o frío, dura poco, muy poco, pero la agonía del alma insatisfecha dura toda la vida.

Ya ha dicho el gran Menéndez Pidal, uno de los sabios más verdaderos de Europa, que el lema de la República debe ser: ‘Cultura’. Cultura porque sólo a través de ella se pueden resolver los problemas en que hoy se debate el pueblo lleno de fe, pero falto de luz

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¿Es la ética una utopía en el mundo actual?

El Comité de Ética de Grupo Imagen Multimedia decidió que el comentarista de Reporte 98.5 de apellido Verdugo fuera suspendido indefinidamente, después de que en días pasados utilizara el espacio al aire de la radiodifusora, para invitar a los radioescuchas a terminar con nueva «plaga» que ronda las calles de la ciudad de México a bordo de una bicicleta, «aplastándolos». En medio de una queja por actos que comentó imprudentes de algunos usuarios del programa EcoBici, instó firme y repetidamente a los automovilistas a lanzarles el vehículo en cuanto los vieran. Continuó en la crítica al programa instaurado por el gobierno del Distrito Federal y a la conducta de los ciclistas.

Inmediatamente surgió un reclamo masivo en las redes sociales, que ha seguido creciendo. Algunos levantaron la voz en defensa del comentarista, en relación a que sus palabras en ese tono eran acostumbradas, que tenía un cierto toque de ironía. Él mismo declaró que fue sarcasmo. Pero en cuestión de la incitación a la violencia, no existen estos tonos. Mucho menos en manos de un personaje que tiene la responsabilidad de un micrófono a de alcance a nivel nacional e internacional y el peso de un medio al que representa.

Fuera de la razón de sus argumentos, como trabajador de una empresa dedicada a la comunicación, el señor adquirió un compromiso que implícitamente estaba ligado a un código de ética y en su caso, a la Ley de Radio y Televisión que prohibe intervenciones como la suya. Una vez más el código de ética de Grupo Imagen estuvo en la mira.

La ética está relacionada con las reglas que rigen la conducta y los actos del ser humano. La figura del código de ética es una representación cultural de un grupo, que está ligada a los usos y costumbres de la mayoría y en lo que ésta acuerda como «correcto» y «permitido» y es de carácter obligatorio cumplirlo para pertenecer al grupo. Es un proceso complejo y hasta violento establecer normas sobre una comunidad cuya formación está basada acciones y pensamiento radicalmente distinto, literalmente en una conversión hacia el totalitarismo.

Para los de pensamiento liberal, un código de ética en su significado estricto, vinculado explícitamente con la moral, con la decisión entre lo bueno y lo malo, no representaría una herramienta valorada. Sin embargo, incluso quien posee el pensamiento más liberal respecto a cualquier tema, se rige tácitamente por su propia «ética», por sus propias convicciones, por su propia moral, por sus reglas. Así sean contradictorias o se contrapongan unas con otras. Aunque el fundamento en el que se base la actividad del grupo represente un daño a otros, se requiere establecer una normatividad interna que lo soporte, un código de honor.

En un ámbito reducido como la familia, en épocas pasadas en nuestro país, existían las normas empíricas, los acuerdos tácitos acerca del comportamiento de los integrantes. La conducta «adecuada» estaba por sentada y se hacía respetar. Sin embargo, en tiempos de redes sociales tecnológicas y bullying, las consecuencias de una serie de problemas sociales que más bien son consecuencia uno del otro (el cambio en la figura de la familia «tradicional», el desempleo, la falta de oportunidades educativas y un largo etcétera), estas normas implícitas se han borrado sistemáticamente. En esto se ha convertido la sociedad moderna. Una gran cantidad de individuos, jóvenes y viejos, que poco a poco vulneran las reglas más simples de su propia comunidad.

No se puede caminar por la vida pretendiendo poseer libertad absoluta en palabras y acciones. Los seres humanos, como seres sociales, requerimos de normas que deben cumplirse, para poder no sólo pertenecer a un grupo, sino de manera básica, para formarlo. Una pareja, un grupo de amigos, una familia, un grupo escolar, una empresa, una organización no lucrativa, una nación. Todos tenemos reglas que cumplir, lo deseemos o no. Es uno de los requisitos para pertenecer y en uno mismo está la opción de seguirlas o no, de pertenecer o ser expulsado.

En momentos en que la eterna lucha por el poder volverá a sus picos más altos, en tiempos de un complicado debate sobre la verdadera libertad de expresión y sus consecuencias y sobre todo, en una época de profunda necesidad de los valores básicos del ser humano, quienes tienen la responsabilidad de representar algún medio, tendrán que pensar mejor las estrategias para plantear soluciones o críticas a los problemas sociales y para establecer posturas políticas.

Verdugo lanzó su opinión en el espacio que le fue proporcionado para otros fines, no como un individuo cuya crítica como ser libre es respetable y sería juzgada o alabada en su entorno personal.

Pero quienes estamos lejos de estos papeles ¿qué tanto nos hemos alejado de nuestro propio código de ética? Recordemos de qué formamos parte ¿de una familia? ¿un grupo académico? ¿una empresa? ¿un vecindario? ¿un grupo político? ¿un país? Con la facilidad en que cualquier opinión puede contaminarse por intereses ajenos y ser desfalcada de su verdadero sentido, más que nunca hay que recobrar con fuerza las propias convicciones en cada uno de nuestros papeles para formar una ética resistente, más allá del juicio de temas polémicos, en el camino hacia la propia integridad, una ética personal. ¿Es esto una utopía?

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Ensayo, Mi desvarío

Sobre la discriminación

La gran mayoría de las personas ha sufrido discriminación en algún momento de la vida por alguna circunstancia particular. Existen grupos más vulnerables que han padecido las acciones que la discriminación provoca, matizadas por el rechazo y la agresividad que en muchos casos derivan en violencia.

La discriminación tiene su origen en prejuicios, acciones basadas en un conocimiento trunco o erróneo y sus efectos, siempre negativos, vulneran al objeto de la discriminación al modelarlo con ideas falsas sobre su existencia. Pero ¿qué hay detrás de estas emociones exacerbadas que empujan a conductas antisociales como la violencia?

Como lo plantea el profesor de psicología Steven Neuberg —en una entrevista realizada por Scientific American en relación al prejuicio anti-inmigrante en el contexto de la matanza en Oslo por el extremista noruego Anders Behring Breivik— los prejuicios tienen su origen en un miedo, racional o no, provocado por la supuesta amenaza que representa lo discriminado: algo o alguien que es distinto al grupo al que se pertenece. Alguien externo representa la amenaza de trasgredir las normas y vínculos que se han creado entre los miembros del grupo y puede ser potencialmente dañino.

De este modo, cualquier persona que sea distinta, por apariencia física, creencia, origen, idioma, se percibe como extraño, y se le teme o rechaza, aún cuando los sentimientos que provoca sean inconscientes.

Sea por naturaleza humana o por cuestión cultural, todos discriminamos, separamos, clasificamos, en cualquier ámbito y por innumerables criterios, en materia cultural, educativa, social. La consecuencia inmediata, que no es siempre positiva, es la segmentación.

El caso más extremo de discriminación surge cuando el prejuicio se convierte en violencia y su fin es el exterminio. La historia de la humanidad cuenta innumerables ejemplos de discriminación y rechazo, por el simple hecho de ser distintos, parecer o pensar de forma diferente. El holocausto es uno de tantos episodios lamentables en los que el rechazo se convirtió en una violencia ruin, al grado de cometer despreciables actos de exterminio, ante la mirada atónita del resto del mundo. El propósito final de la eugenesia.

No estamos tan lejos de aquella película en la que la normalidad eran los hombres y mujeres «perfectos», diseñados genéticamente, un mundo en el que quienes habían sido procreados de manera natural y aleatoria, padecían inevitablemente el rechazo y la falta de oportunidades; en el mismo sentido que la famosa novela de Huxley, en la que el éxito de la humanidad estaba basado en la erradicación de la diversidad en todos los sentidos.

En la vida real, un ejemplo simple y aparentemente inocente: las pruebas médicas prenatales que permiten conocer defectos congénitos en el feto son una forma de discriminación que tiende a sentar las bases para generar una evolución —que podría ser considerada «artificial»— del ser humano. Apoyadas por argumentos que promueven el bienestar y la salud, aparentemente no atentan contra los derechos humanos, dado que suceden a la luz de las normas que la propia UNESCO ha establecido para evitar las prácticas eugenésicas en la Declaración Universal sobre el Genoma Humano y los Derechos Humanos.

Si es o no positiva la segmentación que se genera por la discriminación a tales grados, es un tema aún cuestionable. En el sentido de lo que el Profr. Allen Garland sostiene —en un artículo de la revista Science acerca de los orígenes y desarrollo de la eugenesia hasta nuestros días—, históricamente la eugenesia ha sido soportada en los contextos económico, social y científico; hoy las prácticas y teorías que buscan justificar enfermedades y conductas con una base genética, nos aproximan a esta tendencia hacia la discriminación que pronto podría ser considerada una opción viable para aliviar problemas sociales y médicos, pero ¿qué otros problemas causará?

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Experimentación con animales, ¿un dilema ético?

El tema de la experimentación con animales siempre ha sido polémico. Leyendo comentarios un poco agresivos al respecto pensaba en mi propio dilema, en relación a la investigación médica.

A veces no se recuerda que muchas enfermedades hoy tienen cura gracias a los modelos animales. En algunos tratamientos no hay forma de experimentar «in vitro», sin embargo siguen protocolos estrictos en los que se procura el menor daño a los animales; se crían y se mantienen en condiciones adecuadas y quienes trabajan en laboratorios de este tipo están sujetos igualmente a códigos de ética.

Es cierto que es muy cruel, pero desafortunadamente en estos casos aún no hay alternativas.

La primera vez que vi morir a una pequeña rata blanca en la prueba de un tratamiento contra la epilepsia me dolió mucho, poco faltaba para echarme a llorar. Ver a un ser vivo sufrir, lastima, por la impotencia y en estos casos, por saber que está en ese lugar y en esa situación de manera provocada.

Aquella muerte me enojó también, aunque tiempo después entendí de alguna manera, que esa vida valía porque era de un ser vivo, pero aún más porque gracias a ella y a muchas otras, en el futuro quienes padecen epilepsia, cáncer, Alzheimer, Parkinson e infinidad de enfermedades podrán tener una mejor calidad de vida. Entonces le agradecí literalmente, por ello.

Lo que esto provoca son sentimientos encontrados y un gran dilema ético. Pero precisamente por todos aquellos que sufren, la ciencia no ha podido detenerse. No es trivial de aceptar, pero de no ser así, hoy en día no existirían las opciones de tratamiento que tienen nuestros padres, abuelos, hermanos, parejas, amigos o nosotros mismos.

La industria cosmética y de cierta forma también la farmacéutica, son harina de otro costal. Es sabido que las prácticas de algunos laboratorios son poco éticas y a veces los experimentos no están fundamentados. Siempre es mejor, por ética o por motivos personales, usar productos que no han sido probados en animales y de ser posible, incluso aquellos que contienen ingredientes orgánicos. Así también nos aseguramos de que no se esté experimentando también con nosotros mismos.

En el caso de quienes se dedican a la ciencia, no son precisamente personas que odian y maltratan a los animales. Para muchos de ellos su vocación, trabajo, esfuerzo y frustración diarios son por el bienestar del ser humano. La ciencia también busca la manera de evitar la experimentación con animales y hacia este sentido deben ir las ideas y de algún modo, el reclamo, pero comprendiendo bien el por qué ha sucedido así el avance científico sin más prejuicios.

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El arte de hacer ciencia

Tal como un pintor sentado frente a un lienzo en blanco, el científico, apostado frente a su objeto de estudio cualquiera que éste sea- acumula ideas, preguntas, motivos.

Como un músico virtuoso, el científico se debe a un talento con el que nace o que desarrolla cambiándole el nombre por disciplina.

Como un ágil bailarín, se inclina por éste o aquel ritmo-tema, por gusto, por motivación, por pasión.

El investigador científico necesita una fe de hierro que le permita insistir una y otra vez, aún cuando sus fracasos-caídas sean dolorosas.

Cincel en mano, rodea su objeto de estudio, lo observa, lo mide. Sólo en su mente existe la forma, lo que intuye que surgirá tras un largo trabajo.

No es tarea fácil tratar de hacer ciencia, ni cualquiera puede llamarse científico. Es imprescindible enamorarse de su obra, idear y ¡aprender! distintos modos de aproximarse a él, procurando una nueva mirada permanente. El quehacer de un investigador que se dedica a la ciencia, es precisamente recorrer el mismo camino de esfuerzo, dedicación y tropiezos de un artista, con el objetivo de lograr algo que realmente trascienda.

Y tal como cualquier otro arte, la práctica constante es obligada. De igual modo, el abandonarla por un tiempo requerirá comenzar de nuevo hasta recobrar el gusto y la destreza.

Disciplina, entrega, creatividad, paciencia, pasión. ¿No es el hacer ciencia un complejo arte?

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Dar en exceso

Qué interesante reflexión sobre dar en exceso. ¿Cuál es esa línea tan delgada en donde se divide el dar por amor, por bondad y el dar por culpa o por ego?

Llamamos noble a la persona que nunca dice que no, pero en realidad pensamos y sabemos que es alguien de quien se puede aprovechar cualquiera.

¿De dónde surge la necesidad de dar? ¿ser valorado? ¿ser aceptado? ¿ser necesario? A veces comienza desde la cuna, cuando el amor de los padres (más del padre que de la madre) llega a parecer -y a ser- condicional al «portarse bien».

Dar en exceso, vivir para los otros, quedar siempre bien, dar lo mío aunque me quede sin nada, puede aparentar un bienestar personal inmenso, pero cuando se vuelve de rastros «patológicos» es cuando produce estrés, porque siempre se espera lo mejor de uno, se espera que tenga el comentario atinado, el consejo perfecto, la conducta intachable. No se puede ir por la vida con esa carga.

¿Qué hace que uno quiera ser el todólogo? que va, que lleva, que pone, que siempre está, que siempre tiene buena cara y la mejor actitud, que nunca dice que no, que nunca se equivoca. No resulta sano.

Es válido hacerlo cuando realmente llena, da satisfacción, pero sin olvidarse de los propios límites. Aprender a decir no, resulta tremendamente difícil ¡pero hay que aprender a hacerlo!

Estamos lejos de ser perfectos, comportémonos como somos. Dar exactamente lo que podemos y lo que queremos, no más, no menos. Hasta en esto los excesos son malos.

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Ver hacia adentro

Uno de mis propósitos al escribir, es sacar al mundo mi propio universo, en un exorcismo subjetivo y personal. Pero he obtenido de ello un valor agregado; la retroalimentación de ideas y opiniones que agradezco profundamente.

Luis me dice, entre tantas otras cosas que hemos compartido en varios años, respecto a mis últimas divagaciones, lo importante que es también la proyección de lo que se es, hacia dentro, hacia uno mismo. Esa búsqueda de bienestar y de paz en uno mismo.

Tan sabias y ciertas palabras como el que decía «Conócete a tí mismo», como el que afirma que al amarse a uno mismo, se puede amar a los demás.

Me parece una absoluta verdad. Antes de aspirar a hacer un bien al otro, siquiera de intentarlo, debería ser uno mismo el objetivo, el destino.

Puede resultar a ciertos oidos de un toque egoísta, el pensamiento de buscar primero el bienestar personal, pero ¿qué no es eso lo que se busca al darse al otro? Un bienestar propio por sentir que se ha obrado bien, que al menos se intenta ser mejor para contagiar ese bienestar al que me rodea. La empatía de una sonrisa por algo que se ha aportado.

En el índice de felicidad, estudiado científicamente, se afirma que una persona feliz contagia inevitablemente a quienes le rodean, en medida de su cercanía. Es cierto, el recordar a un amigo con la eterna sonrisa, con el ánimo positivo, con los mensajes de apoyo, de valor ante la vida, siempre contagia. A ver el mundo con sus ojos, a valorar cada momento que se vive y a vivir, en verdad vivir.

Como también quien por infortunios del destino ve la vida en tonos de gris contamina la vista del vecino. Nada más claro que esto: quien más sufre, quien más ha sido lastimado, quien más necesita apoyo, comprensión y cariño, es quien más daña, quien utiliza a quienes le aman como bote de basura, como blanco perfecto para sus tiros de resentimiento, frustración e infelicidad. Sin saberlo. Quien dice que todo lo que ama lo destruye.

Por lo que me ubico como en el dilema del huevo y la gallina. ¿Dar a otros para darse a uno mismo? Buscar dentro de sí la luz, la paz, sin la necesidad de nadie más, de nada más. Disciplinas tan respetables como el budismo lo afirman. Quizás lo malentendemos. Al menos estamos de acuerdo en que debemos sanarnos primero, sacar la basura, descargar la culpa y el rencor.

Aunque muchos casos requieren de ayuda experta, sirve también arrojar al infinito las heridas, sin más testigos que uno mismo y sus ángeles y demonios. No hay mejor medicina para el alma que dejar ir. Disculpar y ofrecer disculpas. Aceptar los errores, las ofensas, los descuidos, la tristeza, el abandono. Todos tenemos algo que dejar ir para seguir. Más vale hacerlo a tiempo. Y luego levantar la cara y el corazón más sano que antes y entonces sí, ofrecerlo.

Por todo esto entiendo que en mis divagaciones obvié tal paso. No hay manera de proyectar luz si algo no la emite.

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Desvaríos de fin de semana

Hace un tiempo escribí sobre los milagros. Tras darle muchas vueltas al asunto decidí que no existen los milagros si uno no tiene fe. Porque entonces la mente juega el papel principal y siempre habrá hipótesis para cualquier hecho que no tenga explicación. Y aún sin comprobar ninguna de ellas, la realidad del milagro no existirá, porque nunca se creerá.

Cuando estamos acostumbrados a racionalizar todo cuanto ocurre, es difícil no buscar razones a todo eso que ocurre. La vida está llena de cosas sin explicación, porque posiblemente no estamos preparados aún o están más allá de nuestra capacidad de comprensión.

Es soberbio creer que el ser humano pueda tener explicación para todo cuanto sucede. La humildad de percibirnos como seres pequeños, limitados, no omnipotentes, debería ser parte de la aceptación de que somos seres con posibilidad de falla. La paradoja, la contradicción de creernos capaces de encontrar la explicación del universo y al mismo tiempo, la incapacidad de creer que tenemos el don de crear, de hacer que las cosas aparentemente imposibles ocurran. La fe no puede explicarse matemáticamente, ni la manera en que operan los milagros puede demostrarse fehacientemente… Deberíamos poder comprender que somos pequeños, vulnerables, falibles. Desde esa perspectiva entonces podremos abordar y entender un milagro.

Hay una parte enorme en nuestra vida, que no puede llenarse tan fácilmente y que causa ese vacío, ese sentimiento de que algo falta, de que corremos sin sentido. Esa parte fundamental es la espiritual del ser humano. Y es en donde nace la fe.

He intentado comprender lo que sucede con el ser humano. Es tan complejo, tan absurdo y tan fuera de explicación, que quizás nunca exista una conclusión sobre su existencia. Yo estoy convencida de que somos seres espirituales, afectados por nuestra existencia en un mundo físico. Que nuestra naturaleza no puede ser calificada como mala o buena, no hay moral definitiva que pueda emitir juicios sobre nuestro actuar. Cada caso es particular, cada persona se rige bajo normas individuales, vive circunstancias únicas.

Sin embargo, lo que termino por comprender expresamente es que el fin último para cualquier ser humano, al término de su vida, lo que le dará el verdadero sentido a su existencia, es el amor. En cualquiera de sus expresiones. El hecho de haberse sentido amado, de haber tenido la oportunidad de darse, en algún modo, a otros. Cuando se comprende que uno no tiene más que un cuerpo, que en determinado momento tampoco tendrá más relevancia, utilidad ni sentido, lo que se ha podido hacer con él en la vida, cada palabra que se emitió, cada acción que afectó a otros, la huella que se deja en el mundo, es lo que realmente hace a una persona existir, lo que permite que su vida valga la pena.

Y a veces es tan fácil, dar, ser generoso con lo único que realmente poseemos, la decisión de ser o hacer algo realmente benéfico para el otro. Pero el orgullo, el temor, la inmadurez, la ambición, el egoísmo pueden llegar a ser tanto más fuertes. Y se pasan los años buscando el porqué de la infelicidad, de eso que hace falta. No hay ganancia, al final de la vida, más que el saber que uno dio amor, aún si éste no fue correspondido. Y hay que tener también valentía para enfrentar el hecho de que ese amor no sea valorado, es parte de un ser que es realmente bondadoso.

Abr’09

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Ensayo, Mi desvarío

Ad libitum

Muy atinado el día para ver «Evening«. La tarde en la que no tengo más que agradecer y celebrar la vida. Rescato de ella (porque aunque no es una maravilla cinematográfica, siempre hay algo que rescatar) unas sabias palabras que dicen más o menos que «no existen tales cosas como los errores» y «nada es tan importante como creemos que es». Al final de cuentas, en el lecho de muerte, lo que queda es lo que uno hizo, sin calificación ni reproche, porque ya no tiene ningún caso. Se vivió como se vivió, como se pudo, como se quiso, como se decidió.

Las decisiones que deben tomarse a lo largo de la vida a veces dejan un rastro de duda. El inevitable «si hubiera» que queda en el aire, harto de posibilidades y preguntas. Pero es cierto, no hay tal cosa como los errores, son decisiones, nada más.

Con la completud que el día de hoy valoro y lo que anhelo, la vida no tiene ninguna deuda conmigo, me ha dado mucho, me ha quitado lo suficiente y siempre lo necesario.

Pero en un mundo como el que habito, al que hemos vuelto absurdo, cruel e injusto, maltratado y ultrajado, a lo que aspiro es a ser capaz siempre de conmoverme y de moverme, de dejar resonar la voz que grita en mi interior cuando las cosas no son como debieran. En mi vulnerabilidad me digo que intento lo que puedo y en mi humanidad me recuerdo lo que no puedo y me refuerzo en lo que intento, ante las miradas inocentes de los niños que vivirán el día de mañana en este planeta, que son la epifanía constante y viviente que a veces pasamos de largo. Serán juicio y prejuicio, reclamarán o se conformarán. Si existen. Vamos, no quiero quedarme «inmóvil al borde del camino«.

Sólo clamo por una vida mejor, en la escala en la que cada uno manifiesta que necesita. Pero lo hago porque a mí me queda un poco de optimismo. Y espero que en el ocaso de mi vida, al que uno debe enfrentarse en solitario, tenga la valentía de dar la cara a mis ayeres con poco menos que agradecimiento.

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