Mi desvarío

Tejerse a sí mismo

Me encuentro con el cuento de Silvina Ocampo “Hombres animales enredaderas” con más que cuento fantástico, casi un cuento de terror, en el que algo desconocido, sobrenatural, va creciendo a lo largo de la historia.

El personaje sin nombre inicia la historia como sobreviviente de un accidente aéreo. Optimista, evalúa el tiempo que podrá sobrevivir con las provisiones que recupera; mientras se adapta a su nueva forma de vida que cree temporal, entrelaza su vida cotidiana en la historia. El pensamiento de quien pasa por la vida despreciando su buena fortuna se percibe desde su reflexión sobre la despreocupación por los alimentos en su vida normal y la burla por las huelgas de hambre y el ayuno. Se descubre sorprendido al regañarse a sí mismo por emborracharse hasta casi perder esas provisiones que pueden prologar su supervivencia lo suficiente para ser rescatado.

 “No supuse que celda y selva se parecieran tanto, que sociedad y soledad tuvieran tantos puntos de contacto.”

Mientras pasa el tiempo indefinidamente, el lugar se va convirtiendo en una selva-celda, y comienza a reflexionar acerca del poco valor que antes daba a su vida, hasta haber llegado al pensamiento suicida. En sus divagaciones recuerda pasajes de su infancia y lo repugnante de la ciudad en donde vivía. Recuerda constantemente unos ojos misteriosos que más adelante se entiende que pertenecían a una mujer con la que hablaba justo antes del accidente y quien al parecer no entendía una palabra. Hasta ahí el escenario no está aún fuera de la realidad. Es cuando el sueño comienza a dominarlo que me pregunto en qué mundo se encuentra.

Y es entonces que las enredaderas comienzan a crecer por la historia hasta someterlo a su insistente crecimiento. Intenta matarlas sin lograrlo, y se pregunta si es el aroma el que lo intoxica y por eso es que duerme tanto. Comienza a medir el tiempo a través del crecimiento del intrincado tejido de las plantas, que parecen intentar engullirlo. Como en el síndrome de Estocolmo, el personaje llega a un lugar de familiaridad con esta casi caricia forzada de las enredaderas, que imita la actividad que pareciera inútil, de tejer con ellas.

En mi propia divagación imagino que la historia usa la fantasía para reflejar vicios humanos; el desprecio y la soberbia de los hombres en su vida banal e irreflexiva que finalmente envuelven al personaje hasta comenzar a tejerse con las enredaderas a sí mismo.

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Sobre “Los objetos” de Silvina Ocampo

La memoria no es infinita, hay una razón biológica para que no lo sea. Así como los sentidos se agotan cuando existen estímulos permanentes o intensos, la memoria se cansa, se satura, el cerebro no toleraría tal acumulación. A esta reflexión me lleva el cuento de Silvina Ocampo, “Los objetos”. La memoria es finita porque lo contrario llevaría a la pérdida de la cordura.

En una primera lectura encuentro la tensión narrativa cuesta arriba para centrar la idea. Dándome tiempo para digerirlo, me permito recordar la sensación que causa perder objetos preciados. La autora da a los objetos un carácter de entes que pueden causar daño por sí mismos, pero no alcanzaba a comprender por qué.

Perder un objeto preciado causa frustración y quizá angustia porque está ligado a memorias, recortes de vida, cuando el objeto preciado lo es por ese valor simbólico. Perder el objeto pareciera dejar ir esa parte de la vida a la que se aferra la nostálgica mente, la que reconvierte los momentos desechando lo que no gusta y transformándolo en una versión mejor, como los sueños que se reinterpretan en los oneirogramas de Sergio González Rodríguez.  

Quizá los objetos perdidos se pierden porque deben hacerlo, porque al perderse dan énfasis a la memoria a la que se les asocia, cierran capítulos. Recuperar los objetos perdidos, como lo hace Camila Ersky en esta historia, significa recuperar las memorias que están atadas a ellos; recuperarlos todos y con ellos la nostalgia asociada a cada uno cuando ésta ya debía haber cuajado, caducado para el instante de vida actual definitivamente implicaría un infierno.

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Desintoxicar el corazón. Las adicciones y el budismo

Las adicciones están consideradas como una enfermedad cuyo origen está en el cerebro. No es una mala elección, no es debilidad de carácter. Las personas que padecen una adicción deben luchar fuertemente para aceptar la enfermedad y recibir ayuda, tanto un tratamiento psiquiátrico, como una terapia. Usualmente este padecimiento está acompañado de otra enfermedad mental, como trastornos de ansiedad, depresión, trastorno bipolar, entonces se le denomina trastorno dual. En esos casos el tratamiento debe realizarse en forma simultánea, situación que se complica, ya que no es fácil diagnosticarlo y no abundan instituciones y especialistas.

Es común pensar que una persona que padece una adicción es adicta a sustancias ilegales, a drogas legales, como el alcohol o el tabaco, al juego, al sexo, a la pornografía. Quizá también se piensa en la adicción al trabajo, a la comida, a las compras y últimamente, a las redes sociales. Pero en general no se considera adicto al que tiene cualquier otra conducta o pensamiento compulsivos, sean cuales sean éstos.

Sin embargo, aún cuando existen las adicciones que implican una enfermedad que debe tratarse por ser potencialmente dañina y mortal, aquello que buscamos todos para distraernos de la ansiedad que genera el vacío interno inevitable, podría ser también una adicción. Eso que usamos para ocultar debajo las sensaciones y pensamientos desagradables.

Sin esto último en mente, asistí a un taller para el manejo de las adicciones en el Centro Budista de la CDMX. Me animaba aprender como voluntaria de una asociación pro salud mental y vaya que salí con aprendizaje. Como siempre, pude reconocer que sé muy poco. Esta vez aprendí también que no me conozco tanto en realidad. El taller estaba basado en al menos dos libros de Valerie Mason-John, “Desintoxica tu corazón” y “Mindfulness y las adicciones”, además de algunos principios budistas, que, es relevante señalar, no implican lo religioso, sino una filosofía de vida.

Esta escritora y periodista, cuya historia de vida le da credenciales para hablar de lo que habla, es budista y presidenta del Centro Budista de Vancouver.

Desde el inicio del taller, que duró dos días y que la autora consideraba un “retiro urbano”, pensé que Valerie es una mujer que motiva curiosidad con su forma de hablar. Hay que escuchar con atención para comprender el mensaje que quiere transmitir con sus preguntas, con las historias que plantea, con los ejercicios que propone. Genera reflexión. Para la cultura occidental son extrañas algunas prácticas, como las del budismo en general. Sin embargo, como lo insiste ella misma y aquellos que conocen y practican el budismo, no se trata de convencer, sino de intentarlo por sí mismo y ver los resultados. Ahora puedo decir que esos resultados se perciben, sin necesidad de razonarlos.

Entre las charlas en las que explicaba acerca del comportamiento adictivo y cómo es necesario «desintoxicar» el corazón de las «toxinas» que provoca el pensamiento cuando interpreta lo que percibimos, nos invitó a realizar algunos ejercicios. Uno de los primeros implicaba imaginar que se expulsaban las toxinas del cuerpo a través de la exhalación. Me vino a la mente una de las escenas de la película “The Green Mile”. En otros teníamos que hablar de nosotros mismos, como alguien que nos aprecia lo haría. Parece fácil, pero en realidad si uno no goza de un ego saludable o es demasiado modesto, no es sencillo. Siempre es mucho más fácil hablar acerca de lo que apreciamos en el otro.

Particularmente, en un ejercicio que llamó mi atención por su naturaleza, debíamos colocarnos en círculo y hacer un canto muy corto en pali, que implicaba desear el bien a todos los seres («Sabbe satta sukhi hontu»). Poco a poco las voces de alrededor de treinta y cinco personas comenzaron a alinearse e inmediatamente se sintió una energía poderosa en el salón. Repetíamos el mantra sin reconocer el significado puntual de las palabras que cantábamos, no hacía falta, se percibía la intención. La siguiente parte trataba de que un grupo de seis u ocho personas se sentara al medio, en otro círculo, mientras que el resto los rodeábamos y continuábamos con el mantra, que, repetido una y otra vez en una melodía, era como un arrullo. Todos quienes estábamos ahí, lo estábamos por entender algo, todos tenemos en común el sufrimiento, sin ninguna medida de comparación, solo somos seres humanos. No es necesario entender las palabras, cuando la intención es clara. Y lo fue tanto, que más de uno se conmovió hasta las lágrimas.

Esta escritora, periodista, actriz, budista, instructora de mindfulness, dijo algo que me dejó pensando. Todos tenemos las respuestas, todos potencialmente sabemos, pero no siempre queremos enfrentarlo. Es el miedo el que toma el control.

Otros ejercicios incluían mindfulness y la meditación budista de amor incondicional (Metta Bhavana). Algunos fueron mucho más cercanos y comprensibles para la cultura occidental, pero no por ello menos impactantes, promoviendo reflexiones profundas y el autoconocimiento. Me hicieron entender que cuesta cultivar el amor propio y que muchas conductas que pasan desapercibidas, en realidad son tratos desconsiderados hacia nosotros mismos. Desde noches de desvelo innecesario, o alimentar al cuerpo desconsideradamente y en general no procurar el autocuidado de cuerpo y mente, hasta vivir sabiendo que aquello que lastima podemos evitarlo y no lo hacemos, porque el miedo al sufrimiento por dejarlo es más grande.

Después de ese fin de semana, toda la carga y el estrés que sentí las semanas anteriores dejaron a su paso solo lo adolorido del cuerpo. Como el día después de haber tenido migraña, ya no es el mismo dolor, sino uno mucho más ligero, ese que alivia y hace respirar profundamente. Algo parecido a la calma. Ese par de días significaron un sacudidón de emociones que llegaron a mi mente y a mi cuerpo y de algún modo se llevaron algo de lo que me ha ido cerrando el corazón. Con el corazón un poquito abierto recuerdo el placer de escribir, de apreciar las cosas pequeñas.

En la lectura de uno de los libros de la escritora, “Desintoxica tu corazón” (Editorial Kairós), me encontré reflexionando sobre mi pensamiento y la forma en que éste toma el control e interpreta las emociones, contándome historias que no siempre son la mejor interpretación de la realidad. Concientizar sobre ello, junto con la meditación, me han parecido estrategias potencialmente poderosas para enfrentar la ansiedad y vivir mejor.

“La verdadera libertad está en no hacer nada”. Si nos permitiéramos eso, sin sentir culpa, sin enfocarnos en el mañana, en los tantos pendientes, en la angustia de los que no se resolverán… quizá experimentaríamos un poco ser libres. Libres del pensamiento tóxico que contamina el cuerpo, el corazón y la mente y nos obliga a operar desde lo práctico, lo funcional, como autómatas. Y vamos resolviendo y resolviendo y siendo funcionales y exitosos, mientras que el ser que somos realmente, se empequeñece, se calla y se apaga, cansado de preguntar sin obtener respuestas, porque es a quien menos se quiere atender, porque es molesto, porque pregunta sobre lo que nadie quiere hablar, lo doloroso, lo profundo.

Dejar aquello que causa adicción, de acuerdo con las palabras de Valerie Mason-John, causa sufrimiento. Pero permanecer con ello, causa aún más sufrimiento, que a veces puede costar la vida.

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Mi desvarío

Las cosas quietas

Estaba sentada, inmóvil, envuelta en una cobija, pasaba la mirada por la estancia. Sentía el tiempo pasar, ¿o sentía que no pasaba? A lo lejos del silencio de la noche, solo ladraba un perro.

Las cosas, cualesquiera, estaban ahí, inmóviles. No se movían, aunque el mundo lo hiciera. Estaban estáticas, como palillos chinos, una tocando a la otra, bien acomodadas o mal puestas, era exactamente lo mismo. No se movían. Ni las hojas vivas de las plantas lo hacían, permanecían flotando unidas a la rama, todo el tiempo.

Y entonces el tiempo empezó a pasar. El tiempo pasado caminó al presente, en cada cosa colocada en ese lugar. Vi al tiempo pasar sobre esas cosas inmóviles e inertes. El tiempo, antes estático e inmóvil, sobre las cosas quietas.

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Mi desvarío

Amar a un colibrí

Lo encontré una mañana, rondando la bugambilia. Se mantuvo en el aire al verme unos segundos, olvidando la flor. Seguí caminando y se acercó a mí. Pude ver sus colores brillar con el sol, mientras volaba alrededor mío, contándome historias. El colibrí y yo nos hicimos amigos. Nunca sabía cuándo lo vería, aparecía en cualquier momento, así como desaparecía. Siempre me regalaba alegría en instantes, nunca estaba quieto.

Un día supe que mi colibrí me amaba, algo extraño, pues un colibrí es un alma solitaria. En mi ignorancia, no entendía que yo también amaba su alegría, lo impredecible de su vuelo, lo fuerte y frágil de su bellísima figura. Mi colibrí siguió visitándome un tiempo y luego desapareció. Poco a poco su ausencia se fue haciendo más grande y más pesada, insoportable y una mañana desperté sabiendo que yo también amaba a mi colibrí. Lo busqué, lo esperé, pero no regresó. Cada mañana miraba a la ventana, esperando encontrarlo. Así se fueron los días, las primaveras.

Un día mi colibrí volvió. Se veía distinto, más fuerte, los colores de sus plumas eran más brillantes y hermosos. Me contó historias, volando a mi alrededor. Me envolvió de amor, de ese amor que se siente desde el primer instante. Mi colibrí y yo nos enamoramos.

Amar a un colibrí no es fácil. Esa pequeña criatura, tan frágil, tan fuerte, ese mensajero de deseos, en un solo vuelo puede traer el mundo entero.

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Mi desvarío

El tiempo

Arrastra los días

Las horas le pesan

No pasa ni cuenta

Ni ratos ni dueños

 

Avienta un recuerdo

Insiste enloquece

Se esconde en la lluvia

Detrás de la noche

Entre los versos

Bajo las notas

 

Y roba sueños

Empuja se calla

Se burla se cansa

Se aleja

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Mi desvarío

De amor, dolor, vida y muerte

Ninguna vida está libre de dolor. Tarde o temprano éste llega; a veces se anuncia, a veces entra sin hacer ruido y al darse la vuelta, está sentado al lado, acompañando en el tiempo. Se dice que el dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional. Depende de cómo se asuma la desgracia.

El amor, el dolor, la vida y la muerte conviven en la película “Sabrás qué hacer conmigo”. Esta frase, extraída de la novela “El largo adiós”, de Raymond Chandler, se sumerge al fondo de la historia, como los protagonistas lo hacen en la profundidad del mar y en una relación amorosa que les golpea de pronto, sin anuncio. Como el dolor en el que ambos conviven. Nicolás, por la enfermedad; Isabel, por un duelo no superado por su madre y por ella misma.

Él, sin embargo, ama la vida y la concibe como lo que es, un ciclo que sólo puede atraparse y contarse por pequeños instantes en una fotografía. Ella sobrevive, hundida en el dolor familiar por la pérdida, que genera una carga de años sobre sí misma, impidiéndole sentir la vida. El choque del encuentro es complicado. La historia se cuenta por capítulos, desde la perspectiva de cada uno, luego, desde una en común. La enfermedad y el duelo son las caras del sufrimiento en la vida de Nicolás e Isabel, quienes pronto se hallan empatizando con la desgracia del otro. Cada uno con una cojera emocional arraigada, se sostiene del otro, mientras va soltando el miedo.

“Sabrás qué hacer conmigo” se adentra en ese vaivén, mostrando sin sentimentalismo innecesario, cómo el amor toma de la mano al sufrimiento y lo lleva con todo cuidado fuera de la vida.

Dice Victor Frankl en “El hombre en busca de sentido”, que el sufrimiento ocupa toda el alma y la conciencia del hombre tanto si el sufrimiento es mucho como si es poco. El amor es capaz de dar confianza, de sanar, de hacer crecer. El amor no solamente hace tolerable hasta el más infame de los sufrimientos; el amor trasciende el tiempo, el espacio y la vida.

 

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Mi desvarío, Poesía

Madurar el tiempo

Una bolsa para madurar
Una bolsa de esas que se usan
Donde meter un fruto verde
Una de esas quisiera usar
Meter el tiempo
Que no sirve no pasa
No crece no madura

Una bolsa para madurar
Que lo vuelva viejo
Que lo oculte lo marchite
Lo encanezca lo agote
El tiempo ese tiempo
En que no estás en que no estamos
Que no sirve no pasa no vuelve

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