De la nostalgia, Mi desvarío, Poesía

Sin ladridos de perros

Una noche cualquiera
Sin luna sin ladridos de perros
Elijo el pedazo de cielo
En donde pienso
Te pienso
En donde estás allá lejos
Sin luna sin ladridos de perros

Y vuelvo a mi sueño sin sueño
Una noche cualquiera
Envuelvo mi alma
En un pedazo de cielo
En donde pienso
Te pienso
Sin luna sin ladridos de perros

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Mi desvarío

«El Ruiseñor»… «Ha vuelto»

«El Ruiseñor» llegó a mis manos a través de un folletito que venía en la bolsa de los libros que compré como regalo del día del maestro. Me pareció curioso el formato con pequeñas hojas y pensando que sería un cuento corto, en un descanso de un fin de semana de trabajo, lo tomé y me senté en la sillita mecedora.

No pude parar de leer. En sus primeros párrafos pasaron frente a mi las escenas, vi cada detalle y sentí genuina cada emoción de cada personaje, me pareció tan real y familiar. Leí rápidamente las dos partes, llegué pronto a la última palabra y quedé en completo suspenso.

La maravilla de los libros electrónicos permitió que ante mi curiosidad inmensa, no tuviera que esperar a ir a la librería. En momentos ya tenía el libro disponible en Kindle, por menos de la mitad del precio del libro impreso. Los siguientes días se removieron mis pensamientos y sentimientos con lo que veía pasar ante mi: la crudeza de la guerra, relatada desde la perspectiva de cada personaje, la decadencia paulatina, la desesperanza.

Contar cualquier historia inmersa en una guerra necesita partir de la vida durante tiempo de paz; desde ese contraste una historia de ficción se convierte en realismo. No hay dónde esconder la realidad.

La novela relata la vida alrededor de una familia, los Rossignol, y describe la transición de su vida que surge de la situación extrema que significa la guerra. Julien Rossignol, su esposa y sus dos hijas son una familia común en Francia a principios del siglo XX. La Gran Guerra comienza a transformar la existencia de los cuatro personajes, comenzando desde el padre, poeta, quien debe cumplir su deber defendiendo a su patria.

El resto de la historia se cuenta a través de la vida de las hermanas; al quedar huérfanas de madre y huérfanas de hecho, del padre. La más pequeña, Isabelle, una joven rebelde, ansiosa del cariño y aceptación que perdió desde sus primeros años y Vianne, quien pronto encontró en quién aferrarse en el mundo. Nuevamente la guerra, el personaje más despiadado de la historia, entra en escena para arrasar el curso normal de las cosas. La historia parece repetirse, hacia 1939, aún cuando Vianne se aferra a ocultar la realidad con la perfección de su vida actual en un pueblo francés.

Ambas se convierten en heroínas desde su propia historia; Isabelle encuentra por primera vez un verdadero motivo para dejar salir su esencia rebelde forjada ante el rechazo emocional con el que creció, en la resistencia ante la ocupación alemana. Mientras que Vianne debe descubrir su propia fortaleza y asumir el papel que se le impone para sobrevivir, protegiendo a su hija única, esperando la vuelta de su esposo, antes cartero, ahora soldado. El carácter de ambas se vislumbra formado esencialmente como víctimas de la guerra, esa Primera Guerra, que las convirtió en víctimas no mortales, sino parte del daño colateral del horror.

Se cuenta la historia paralela de quienes no estaban al frente de la batalla, también héroes, también luchadores. Personas comunes para quienes ese periodo histórico dejó mucho más daño que un arma, cualquiera que ésta fuera, que mata de inmediato. El daño paulatino de su consciencia saca a relucir la verdadera esencia humana, de la que cada uno está hecho. Más allá del cuerpo, lo que queda, el alma, el espíritu. Tan fuerte o no, tan valeroso, tan frágil, tan llevado al extremo.

Orientada particularmente al papel que tuvieron las mujeres en este exilio doméstico, quienes en su propia capacidad y con sus propias armas sostuvieron la vida propia, de sus familias y de aquellos a quienes ayudaron a sobrevivir y a persistir en la historia, tal como el pueblo judío. Una de ellas yendo aún más lejos, el personaje perfecto para realizar una hazaña fuera de toda proporción para su figura y papel de mujer joven y hermosa.

Más allá del drama, el realismo puro de la historia ambientada en plena Segunda Guerra Mundial, que se cuenta en gran medida desde las emociones y la psicología de los personajes, es crudo y claro, tanto como para permitir una historia de amor tan real que pudo haber sido tomada de una historia verídica.

La noche que termino de leerla, coincide con la elección como película de fin de semana de «Ha vuelto», en la que precisamente ese personaje de la novela poco mencionado pero innegablemente presente, Adolfo Hitler, es el principal.

Tardé un tanto en comprender el sentido de esta película y ante mi desconfianza por lo que estaba viendo, me sorprendí inmensamente al entender mi propia versión del trasfondo de la misma. La trama de desenvuelve desde la interrogante de lo que pasaría en el mundo actual si de la nada reapareciera aquel sorprendentemente controversial personaje de la historia, tal y como fue hace más de 70 años, tan inverosímil e increíble como la reacción de los ciudadanos alemanes.

La película retrata la verdadera naturaleza de lo que hoy sigue siendo el ser humano y cómo, no importa el tiempo que haya pasado, seguimos siendo lo mismo. A pesar del horror indescriptible del Holocausto, tantas personas el día de hoy visualizan a Hitler como el personaje, tan respetable e imponente como debe ser un líder. Algunas reacciones reales de la persona de a pie, quien le relata honestamente su perspectiva de la vida política de su país. Es evidente que ante la imponente propuesta de este personaje, la respuesta es contundente; sólo aquellos que fueron testigos cercanos al dolor y daño indescriptible de ese periodo de la historia o quienes lo asumen en verdad, son capaces de ver en ese hombre con rechazo absoluto.

Del resto, muchos de quienes crecieron con la historia del Holocausto contada desde otras bocas, pero que no estuvieron ni están al menos poco cercanos al verdadero daño que causó, son capaces sin duda de seguir sus ideales de supremacía, lo idolatran. Quienes son ajenos al dolor, al hambre, a la decadencia y la desesperanza, aún en un mundo que todos los días las vive. Otros tantos genuinamente creen que sería la verdadera solución. ¿La razón? Han pasado más de 70 años y el ser humano, desde su contexto particular sigue siendo totalmente capaz de repetir la historia y lo hace, sin darse cuenta, aquí y allá, en escala menor o mayor. Y como nuevamente recuerdo, lo decía Elizabeth Kubler-Ross en «La Rueda de la Vida», «todos llevamos un Hitler dentro», depende del contexto en el que las circunstancias nos coloquen.

Pero al final, en mi versión de las cosas lo complemento con las palabras de Padmabandhu en la sesión del taller de meditación del domingo pasado en el Centro Budista de la Ciudad de México, en relación a la compasión. La naturaleza como seres humanos conectados con la vida está instintivamente dirigida a la compasión, que no la lástima (que es pasiva y de algún modo, no conecta), hacia cualquier forma de vida, es éste el instinto inmediato ante aquel que sufre, sin embargo, el condicionamiento con el que cada uno ha sido formado en cada contexto en particular, impone enseguida la barrera que impide que esa emoción se convierta en un sentimiento positivo, volcándola en negación y rechazo o indiferencia, peor aún, violencia, derivados de estados mentales torpes, como los denomina el budismo, como el odio.

Ante las condiciones adecuadas, por sobrevivir o porque sobrevivan los nuestros, ante el miedo a lo desconocido que representa una amenaza, consciente o inconscientemente, como en la xenofobia, todos podríamos llevar dentro esas facetas. Quizá el ideal, que parece imposible de lograr para la convivencia pacífica y armoniosa, implica tanto trabajo interno para lograr inclinar la balanza hacia el «no dañar» del budismo, es demasiado para cualquier época y circunstancia, seamos de primer mundo o del último.

En cualquier caso, esta novela y esta película me removieron lo suficiente, como para volver a la palabra escrita en este olvidado blog.

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Mi desvarío

Instalación

El sonido repetitivo se escabulle en el aire. Una y otra y otra vez. Sólo dos notas de un instrumento de cuerda. Un poco hipnótico y al paso de los minutos, perturbador.

Él está sentado en una silla metálica, porta uniforme azul. Levanta la cabeza cuando alguien, de vez en cuando, cruza el umbral de la entrada. Sus manos juguetean una hoja de papel doblada.

Entro curiosa y observo una a una las fotografías de piel con cicatrices, leo con mayor atención las notas escritas a máquina que describen la imagen. Historias de persecución. Un par de imágenes en blanco y negro, copias de radiografías. Un frasco al medio, en un líquido transparente que contiene una bola de cabellos castaño claro.

Me asomo a un pequeño espacio que está a obscuras, tres televisores, el del medio con la imagen de una chica llorando poco, con más angustia que tristeza.

Me distraigo y lo observo. Sentado en la silla metálica, jugueteando con el papel que aparenta leer. Distingo algo parecido a pequeñas letras en color negro, mientras la hoja da otra voltereta.

El sonido, con sus dos eternas notas continúa. Pasan los minutos y él ha olvidado que yo estoy ahí, de pie, al umbral de la entrada del pequeño cuarto a obscuras. Observo transcurrir su vida. Él se ha convertido en parte de la instalación; así como yo observándolo.

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De libros y ocurrencias, Ensayo, Mi desvarío, Yo

Sobre la vida [y la muerte]. Parte I

Fue mi madre quien me dijo cuando yo era una niña que si alguien maltrataba a un perro, éste no lo ayudaría a cruzar el río cuando muriera. Y aunque mi amor por los perros no lo hurté, lo heredé, crecí inconscientemente con esa creencia, sin saber cuál río, pero imaginando que entonces volvería a ver a mis queridos perros. Esta historia, transformada con los años en leyenda es un rasgo desdibujado de la cosmovisión de los antiguos mexicanos.

Tenía unos 12 años cuando encontré por casualidad en alguna parte de la casa un libro color plata en cuya portada había una ilustración con los colores de un arcoiris. El autor era Raymond L. Moody y el libro se titulaba Vida después de la vida.

En ese tiempo era poco lo que podía comprender acerca de la cultura tibetana o el budismo —y no porque ahora comprenda mucho más, se es más sabio y más abierto cuando se es niño—, y por supuesto, nada había llegado a mis oídos sobre la tanatología; pero lo escrito en el libro de Moody generó en mí la curiosidad por saber y por entender, y desde esa ingenua edad encontré un poco de coherencia y probablemente un atisbo de consuelo a mi corto entendimiento, no sólo sobre la muerte sino también sobre la vida en relación a la muerte.

En los siguientes años pasaron por mis manos otras lecturas sobre el sentido de la vida desde la perspectiva de la muerte: Victor Frankl, Boris Cyrulnik, Elisabeth Kubler-Ross y el budismo han formado poco a poco la silueta de mi búsqueda de respuestas, que cada vez son menos porque las preguntas no son las mismas.

Un fin de semana, en una casualidad, pasé al menos una hora divagando en una librería en busca de un regalo, y como usualmente sucede, encontré un libro para mí, uno de los más luminosos de Elisabeth Kubler-Ross, Sobre la muerte y los moribundos. Esta psiquiatra, cuya extensa investigación sobre este tema sentó las bases de la tanatología, contradictoriamente se pensaría, tuvo una visión dura, real de la vida, pero no por ello menos esperanzadora.

Preguntaba mi abuelo José cuando hablaban de espíritus, ¿quién se ha ido y ha regresado para hablar de eternidad? Decía Cuídate de los vivos. Quizá él, en su adorable ironía,regresaría sin dudar a la casa donde vivió antes de volver a casarse a los 90 años.

En la tradición con que en México se celebra el regreso de los muertos pequeños y los muertos adultos al mundo terrenal, los panteones reciben caravanas de visitantes con flores en brazos, algunos en actitud solemne, otros con música y canto, todos llegan puntuales a la cita anual. En esta fecha ellos, los muertos, vuelven por el largo camino desde «el más allá. Las veladoras que caracterizan las ofrendas representan la luz que los guía hacia el lugar donde habitaban o quizá hacia algún lugar donde más que esperarlos, los reciban. Pienso en la costumbre en casa de mi madre de las veladoras extra, «por alguno más que llegue por ahí«.

Las enormes ofrendas, las visitas al panteón y todas aquellas costumbres que envuelven al día de muertos atraen por lo extraño de su manifestación y por la belleza cultural que rodea esta fecha, que es Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.

Sin embargo, a pesar de que en México el tema de la muerte es causa de una creatividad sinfín y aunque La Catrina es un personaje común en los versos burlones de las calaveras, a la muerte se le aleja cuando se trata de hablar en serio.

Y me pregunto, ¿realmente cómo concebimos los mexicanos a la muerte? A pesar de la riqueza de esta tradición, en la cultura occidental actual en México no es habitual hablar con franqueza y abiertamente sobre el momento de morir. La mayoría de los sepelios son momentos difíciles, de pesadumbre, tristeza y dolor en los que no se sabe exactamente qué decir. Y tanto se pospone o evita hablar de la muerte propia, que es común que se descuide por completo hacer un testamento; la ideología frente a la vida simple impide, casi prohibe otra actitud ante la muerte, más allá de la inmanente tristeza, parece que si se piensa en ella, se le atrae. 

Quizá es que no se le comprende; es muy común sentir miedo, aunque probablemente lo que la mayoría tememos más es a la vejez, la enfermedad, el sufrimiento, y a la muerte de los nuestros. No hay certeza de lo que pasa durante y después y lo único que se sabe de cierto, es que todos moriremos; en ello radica justamente el dolor en los que se quedan, el espacio vacío, la ausencia.

Las culturas precolombinas son absolutamente luminosas en su visión sobre la muerte. Gracias a mi amistad con Luis Antonio, que siempre que relata la riqueza mesoamericana en todo su esplendor, yo regreso el tiempo y soy una niña que escucha atenta un cuento fantástico. Con ello encuentro que quizá en esta cosmovisión teníamos una verdad aproximada sobre lo que significa la muerte: el nacimiento a la vida. En un libro que llegó a mí por él, Ritos mortuorios nahuas precolombinos de Patrick Johansson, encontré una ventana hacia la cultura de mis antepasados en la que vislumbro una filosofía de aquellos seres, interrumpida y suspendida en el tiempo, que en el mundo occidental que habitamos los mexicanos hoy, resuena en una mística maravillosa pero inconcebible. Esta sabiduría parece más cercana a algunas doctrinas orientales en el sentido de una forma de vida desde la perspectiva de la muerte, en la que ésta no significa un final, sino el principio original en sí mismo.

Johansson trasluce la belleza de la cultura náhuatl a través de un lenguaje preciso y poético, para nada trivial como no lo es en absoluto la existencia los nuestros ancestros. No la encontré como una literatura fácil de comprender, pero, para mi suerte, el mismo autor publicó varios artículos que resumen lo primordial de este libro. En éstos comprendo el momento en el que la concepción de la muerte surge en la consciencia del pueblo precolombino y con ello, el mito y el rito, en el que en una catársis profunda ya se cursaba por un proceso de duelo, malentendido y malinterpretado por los españoles. Leo también, en el mito del origen del hombre en el reino de los muertos, el Mictlán, que el nacimiento a la vida procedía de la muerte y a esta misma se vuelve, para volver a nacer. “Morir para no morir del todo”, dice Johansson, por ello existe la muerte.  

Es inevitable para mí recordar el tránsito hacia la muerte que guía el Libro tibetano de los muertos o Bardo thodol, en el que se le recuerda al moribundo la última oportunidad que tiene en vida de “iluminarse”, al momento de morir, para así poder renacer. Y el tránsito que cursa el occiso, en el cuento de María Virginia Estenssoro, en el que los gusanos, los mismos que perforan el caracol que Quetzalcóatl sopla para crear al hombre, son los que devoran hasta la última gota de sangre del cuerpo del difunto protagonista. El fin es el mismo, el nuevo principio.

En esos textos que explican la cosmovisión de aquellos antiguos mexicanos comprendo el origen del mito con el que mi mamá me enseñó el respeto no sólo a los perros, sino a todos los animales. El nahual (del que también las historias de mi abuelo contaban) y gemelo nocturno de Quetzalcóatl, Xolotl, encargado de la conversación con Mictlantecuhtli en el reino de los muertos, era un perro. El destino de todo hombre al morir se define en esa escena de la mitología precolombina: Quetzalcóatl llevará a los hombres a la existencia, y su nahual los acompañará a su muerte, cruzando el río de regreso al Mictlán.

 

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Mi desvarío

¿Qué «incomoda» sobre los «niños incómodos»?

Hace un par de días, unas imágenes llamaron la atención en México: la reproducción de lo que se ha visto reiteradamente en cualquier noticiero. La diferencia, los protagonistas que reproducen estas escenas son niños.

Causó revuelo inmediatamente, como era de esperarse, con teorías sobre lo que «hay detrás» de estas imágenes. Desde quién lo produjo y sus verdaderas intenciones, hasta la infracción sobre los derechos de los niños, sin contar con que se argumenta que es un lavado de manos de quienes mantienen el país en este estado.

¿Qué es lo que incomoda tanto de verlos a ellos, a nuestras futuras generaciones protagonizando este caos?

¿A quién queremos engañar? Los niños de hoy se han acostumbrado a vivir así. A lo largo y a lo ancho del país, los niños viven en situaciones complicadas, injustas y tristes. Los que menos, están acostumbrados a escuchar sin ninguna novedad, sobre la cantidad de muertos del día y es costumbre el temor de salir a la calle o la preocupación constante de la familia por vivir al día.

Cuántos otros viven en angustia y poco es lo que puede hacerse para alejarlos de la realidad de nuestro país. Los menos (quisiéramos), participan de una vida sin ética de sus adultos responsables, cuando siquiera pueden comprender por qué. Desconocen cómo llegaron ahí, por qué les tocó vivir así.

Ésta es la realidad.

Por lo que todos protestamos, lo que todos queremos, es un país mejor, pero seamos realistas, no será para nosotros. No hay tiempo para ello, es verdad, pero tampoco hay varitas mágicas. Pero estas imágenes no están pidiendo una solución mágica para hoy, lo exigen para que las siguientes generaciones no tengan que vivir en las mismas circunstancias.

Y si hay algo debe molestarnos tanto sobre esto, es que no hay responsables únicos, es verdad. Ni una sola persona será el cambio, no hay Mesías. Ni el poder son sólo la clase política, ni los empresarios, ni los que manejan los hilos desde afuera. Y tampoco son sólo «ellos», los del poder, los que nos han conducido aquí. Todos somos parte del problema. Han sido cada una de las decisiones que en conjunto hemos tomado, desde saltarnos una regla, hasta ignorar nuestros principios o dejar que las cosas sucedan. Que si las circunstancias han sido las culpables, también el dejar se hacer lo que nos corresponde, lo es.

La gravedad de la situación del país fue ocasionada por una reacción en cadena en la que todo es causa y consecuencia de todo, un gran sistema en el que cada elemento afecta al otro potencialmente. Una sociedad débil en educación, cada vez más escasa en valores, sin tiempo, sin oportunidades, vulnerable a la fuerza de los poderosos. Somos afectados y dependemos de lo que sucede en el exterior, por supuesto, pero también somos responsables de cómo nos conducimos internamente. Desde la escala más pequeña. Nuestra característica como mexicanos, de desacreditar iniciativas, de buscar las «verdaderas intenciones e intereses ocultos» de cualquiera, por mejores argumentos que se expongan. No creemos, ese es nuestro resultado.

Lo que queremos cambiar es por ellos, nuestros niños y jóvenes, porque ellos son quienes vivirán las consecuencias de lo que hoy se está gestando. ¿Cuál es nuestra responsabilidad directa? ¿Vamos a seguir ignorándola?

Como ciudadanos y como seres humanos tenemos obligaciones. Como miembros de una comunidad, de una familia, de un grupo de trabajo, de un país. Todos somos causa y consecuencia, protagonistas de un inmenso efecto mariposa y nuestras decisiones son las que crean la forma en la que vivimos.

Que si la producción de estas imágenes es una visión sesgada, que tendenciosa, que si «las barbas del vecino». La mayor parte de estas imágenes son la realidad de todos los días. Las razones de cada uno de esos horrores son diversas y complejas y tendrán su lugar para discutirse, pero no por ello son irreales. Es lo que cualquiera vería al salir a la calle o al asomarse al país.

¿Qué más incomoda? Que queremos conservar a los pequeños intactos ante el desastre que hoy vivimos. Porque no gusta ver este caos desde su carne, pero es justamente a donde los estamos conduciendo.

No lo veamos desde nuestra perspectiva, quien tiene niños cerca sabe que a ellos no se les puede engañar. Ellos nos dan grandes lecciones y por supuesto que si pudieran tener voz, veríamos la otra cara de la moneda. No está lejos de lo que ellos opinarían. Veámoslo desde su punto de vista, rescatemos lo valioso de esta llamada de atención.

No es que se hayan expuesto a los niños a estas situaciones, es que ya están expuestos, es que ya las viven, es que ya están acostumbrados a ello y tampoco saben la razón.

Si tiene otras intenciones, si pretende señalar culpables incorrectos, si no es objetivo, siempre habrá múltiples perspectivas. ¿Por qué sólo denostar sin preguntarse? No lo descartes, complétalo, conserva lo rescatable. Explícaselo a los pequeños, dales «armas» para comprenderlo. Para enfrentarlo, porque son ellos quienes tendrán que hacerlo.

Observa desde esta perspectiva, ¿a ti qué te mueve? Ellos pueden ser tus hijos, tus hermanos, tus sobrinos, tus nietos. Somos responsables de ellos. ¿Te has preguntado cómo lo ven desde su sabia mirada? Pregúntales.

¿Quiénes son responsables? ¿quiénes tenemos que exigir? ¿a quién debemos exigirles? ¿qué debemos exigirles y exigirnos?

Si no nos «cae el veinte» con esto, ¿con qué será?.

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No influirás en el voto ajeno

En una plática religiosa, en la Catedral de Tlalnepantla, un padre relativamente joven, muestra vídeos para apoyar su exposición. Intenta hacer reflexión sobre lo que ha alejado de la iglesia a las personas.

Después de algunas ideas, muestra un video sobre la violencia que impera en el país. Inicia con una escena en que un hombre apunta una pistola hacia otro que representa a Jesús. Continúa con encabezados de notas periodísticas sobre crímenes, secuestros y droga en escuelas, mezcladas con escenas y frases inquietantes. Entre ellas, se incluyen unos tres encabezados que hablan sobre AMLO, no precisamente bien. Sobre AMLO y el aborto y sobre cómo algunos de sus simpatizantes irrumpieron en una misa.

El video finaliza con la primera escena: el hombre dispara contra Jesús… salpicando la pantalla de sangre.

Molesta, casi al fondo de la iglesia, observo sin creer lo que veo.

No puedo evitar cuestionarle este «mensaje» en cuanto se da la ocasión. El padre me responde que «hay personas muy escrupulosas» y que no mezclar política con religión es una «deuda» que tiene pendiente el país. No duda además, en protestar porque «tantos maestros católicos no pueden hablar de Dios en las escuelas».

Alrededor de 200 personas reunidas y nadie recuerda (o se atreve a responder) que el hecho de que el laicismo en la educación está establecido en la Constitución.

Al fondo de la iglesia, nuevamente estoy muy lejos del micrófono como para regresar y seguir argumentando, así que ahorro mi réplica, un poco sorprendida ante tal respuesta, pero más aún, ante la reacción (o la falta de ella) de los asistentes.

Eso no se trata de respeto o herejía ¿o es que las reglas cambian tanto al interior de una iglesia, aún en una charla que está sujeta a opiniones y participación? ¿no existe el razonamiento? ¿el padre sigue siendo aquel al que no se le puede cuestionar?

A estas alturas y sigue sucediendo como hace tanto tiempo. ¿En cuántas iglesias en México hoy se está realizando proselitismo? ¿cuántos que hablan de la palabra de Dios están utilizando el poder de la fe para evangelizar también en política a los fervorosos?

¿Sabe el IFE que esto sucede y es en realidad una guerra sucia en la que es tan válido usar la religión para hacer proselitismo, tanto por iglesia como los partidos?

Es verdad que un ser humano es un ser racional y espiritual. Pero no es ético manipularlo utilizando sus creencias. Nuestro país es conocido también por su cultura marcadamente religiosa. Cada vez en menor medida, como parecen indicar las estadísticas, pero lo es.

También es cierto que estamos en medio de una crisis de valores, que es imperante volver a la ética, a la honestidad, pero no precisamente a través del uso de la fe. El ser humano es capaz se separar ambas esferas, sin ninguna clase de riesgo y aún, con una gran ganancia en cuanto a libertad de pensamiento y razonamiento.

Satanizando personajes no es como vamos a volver a una sociedad de valores. Pero quizá sí es como el partido de elección llegará más pronto a la presidencia.

A estas alturas, sí, la religión católica no deja de ser una fuerza política fuerte. Lo molesto es quizá seguir impávidos permitiendo que lo sea.

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Sobre poner orden a nuestro mundo…

Ramón,

Algunos de los que enseñan la Kabbalah afirman que uno no debería intentar cambiar al mundo, que el principio debe ser cambiar uno mismo y entonces el mundo, empezando por nuestro propio entorno, cambiará, primero a través del de al lado, y luego con el de al lado del de al lado y así sucesivamente.

Es verdad, el mundo es como es y parece poco lo que podemos hacer para cambiarlo o mejorarlo. Tampoco es posible dejar de conmovernos y percibir aquella punzada que es inherente al ser humano y creer que cargamos el peso del mundo en los hombros.

Hay quienes dicen tratar de cambiar al mundo, buscando un beneficio específicamente material, y son realmente pocos los aquellos a los que admiramos, que hacen de la ayuda a otros, del servicio social, una forma de vida, tengan su motivación en el amor, en la compasión: en un verdadero sentido de responsabilidad como ciudadanos del mundo.

¿Es idealista y romántico pensar en que la existencia de uno pueda implícitamente cambiar al mundo, si apenas puede seguir con su propia vida? si apenas podemos impulsar nuestro entorno más cercano, nunca hay tiempo suficiente.

Sin embargo, si viéramos al mundo como realmente es, un sistema con innumerables y complejos elementos, que dependen unos de otros, entenderíamos que todos los días provocamos cambios, que nuestras decisiones diarias, cualesquiera que sean, son las condiciones iniciales que provocan reacciones en cadena, un ejemplo perfecto del «efecto mariposa», sabríamos que de cada uno depende que esos cambios pretendan tener un impacto positivo.

Cuando un profesor prepara una clase con todo el amor y respeto por su profesión; cuando una madre (o un padre) abriga, protege, educa, corrige, motiva y encamina; cuando una persona que se dedica a la limpieza pone todo el empeño en deshacerse del polvo; cuando un médico se esfuerza por mantenerse actualizado y asume más que una responsabilidad, una verdadera vocación hacia el bienestar de los demás; cuando una persona hace su trabajo de forma honesta y comprometida; cuando un ciudadano denuncia a cualquier infractor o delito; cuando todo esto y tanto más sucede, hay un cambio, que quizá no percibimos. Pero no lo percibimos porque no parece resolver problemas evidentes e inmediatos, sin embargo mantiene cierto equilibrio y probablemente evite un mayor caos.

No tenemos que dejar en manos de otros el mejorar este mundo y mientras buscamos o la ocasión para ayudar nos encuentra, no necesitamos esperar a que existan reglamentos de conducta cívica, organizaciones que promuevan esta u aquella iniciativa, políticas sobre salud pública o acuerdos sobre ecología. El compromiso y la responsabilidad de cada pequeña decisión es personal.

Al llegar a uno, solamente a un ser humano y contagiar ese ánimo por cambiar el mundo, hacemos crecer esa pequeña ola que generará algo más grande.
No deja de ser idealista, ni nos exime de sentir eso que nos hace humanos y quizá no estemos físicamente para ver su beneficio en una gran magnitud, pero al menos sabremos que no dejamos intencionalmente más piedras en el camino.

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Lo que le duele a un mexicano

Vergüenza deberían sentir los candidatos que se llenan la boca de promesas, que no han visto la necesidad, la tristeza, la desesperanza, la angustia que viven todos los días millones de mexicanos. De frontera a frontera, cada uno en su propio microcosmos, con su propia problemática, con sus dolores, su incertidumbre.

Insomnio les provocaría ver esos ojos que hablan sin decir nada, esos deseos que con los años se han desvanecido, el abandono que no sólo se siente, se vive. ¿Quién y cuándo ayudará?

Las razones por las que nuestro México padece de ese modo son muchas, son viejas, son herencias y consecuencia de años de indiferencia, que hizo crecer la complejidad de la situación en nuestro país. Ya está. Ya sucedió. Ya se vive así, o más bien, se sobrevive así. 

Uno de cada dos mexicanos en pobreza o a punto de entrar a ella. O  buscando el modo de no hacerlo. Y por si fuera poco, como una plaga se extiende el terror por una guerra.

Vergüenza deberían sentir cuando buscan hueso para sus allegados y aquellos que una vez más les confiaron se encuentran literalmente a obscuras y metafóricamente, en la obscuridad.

¿Por dónde se comienza? Si millones de mexicanos no tienen acceso a los servicios mínimos, no pueden ejercer su derecho a la educación, vamos, para empezar no tienen un lugar digno donde vivir.

Si muchos de estos problemas son por falta de oportunidades, sin son por falta de educación, si todo esto no llega y no alcanza para todos, ¿cómo es posible que México es un país con tal potencial? Con mayores y mejores recursos que muchos otros.

Vergüenza deberían sentir aquellos que reciben como «dieta» cantidades exhorbitantes que bien podrían mantener familias enteras en cualquier comunidad.

Ningún gobierno puede llamarse bueno si no comienza por resolver los problemas básicos de sus gobernados, que en muchos casos no requieren más que ganas. 

¿Cuántos funcionarios públicos están conscientes de que el dinero que llega a su cuenta cada mes llega por el trabajo de otros? ¿Cuántos, desde un profesor hasta un diputado saben la responsabilidad que eso conlleva?

¿Cómo es que un ministro vive en otro México? A sabiendas que el sistema de justicia es una vergüenza, cobra sueldos extraordinarios. ¿Cómo es que tenemos una «democracia» tan cara que se ha vuelto un verdadero negocio? El poder por el poder y pisémonos unos a los otros.

Si ellos no tienen vergüenza, tengamos nosotros corazón para dejar la apatía y la fama de la poca participación social. Cuando queremos lo hacemos, ya se sabe, ya se ha vivido. Hagámoslo sin que medie una tragedia porque tragedia es la que se vive ya, todos los días. Por alguna parte podemos y debemos comenzar.

Lo que le duele a un mexicano, debería dolernos a todos. 

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Mi México

«Cuando se alcanza el verdadero conocimiento, entonces la voluntad se hace sincera; cuando la voluntad es sincera, entonces se corrige el corazón […]; cuando se corrige el corazón, entonces se cultiva la vida personal; cuando se cultiva la vida personal, entonces se regula la vida familiar; cuando se regula la vida familiar, entonces la vida nacional tiene orden; y cuando la vida nacional tiene orden, entonces hay paz en este mundo. Desde el emperador hasta los hombres comunes, todos deben considerar el cultivo de la vida personal como la raíz o fundamento”.
Tenzin Gyatso, XIV Dalai Lama

En este mes pienso en mi país con un profundo deseo de que alguna vez tengamos la voluntad de cultivar cada uno nuestra propia vida, en todos los sentidos.

Todos somos México, no ellos o aquellos, no los otros. Vivimos en burbujas aisladas, evitando chocar entre sí, aislados en el esfuerzo por no reventar nuestro hábitat, vemos la realidad desde dentro, distorsionada.

Nos llamamos nacionalistas y solemos gritar con ganas en estas fechas, como si sintiéramos en la sangre a México, pero al mismo tiempo, alabamos lo foráneo, incrédulos de nosotros mismos, nos pisamos unos a otros. Incapaces de fomentar valores en nuestra propia familia, reacios a querer ver el estado en el que se encuentra este lugar que decimos amar tanto.

Todos somos ese país que sufre, por distintas circunstancias, no es otro México, son nuestros mexicanos.

En este mes pienso en mi país, en todas sus caras. Y quiero saberlo y verlo con gente dispuesta a ser mexicana todos los días.

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¿Es la ética una utopía en el mundo actual?

El Comité de Ética de Grupo Imagen Multimedia decidió que el comentarista de Reporte 98.5 de apellido Verdugo fuera suspendido indefinidamente, después de que en días pasados utilizara el espacio al aire de la radiodifusora, para invitar a los radioescuchas a terminar con nueva «plaga» que ronda las calles de la ciudad de México a bordo de una bicicleta, «aplastándolos». En medio de una queja por actos que comentó imprudentes de algunos usuarios del programa EcoBici, instó firme y repetidamente a los automovilistas a lanzarles el vehículo en cuanto los vieran. Continuó en la crítica al programa instaurado por el gobierno del Distrito Federal y a la conducta de los ciclistas.

Inmediatamente surgió un reclamo masivo en las redes sociales, que ha seguido creciendo. Algunos levantaron la voz en defensa del comentarista, en relación a que sus palabras en ese tono eran acostumbradas, que tenía un cierto toque de ironía. Él mismo declaró que fue sarcasmo. Pero en cuestión de la incitación a la violencia, no existen estos tonos. Mucho menos en manos de un personaje que tiene la responsabilidad de un micrófono a de alcance a nivel nacional e internacional y el peso de un medio al que representa.

Fuera de la razón de sus argumentos, como trabajador de una empresa dedicada a la comunicación, el señor adquirió un compromiso que implícitamente estaba ligado a un código de ética y en su caso, a la Ley de Radio y Televisión que prohibe intervenciones como la suya. Una vez más el código de ética de Grupo Imagen estuvo en la mira.

La ética está relacionada con las reglas que rigen la conducta y los actos del ser humano. La figura del código de ética es una representación cultural de un grupo, que está ligada a los usos y costumbres de la mayoría y en lo que ésta acuerda como «correcto» y «permitido» y es de carácter obligatorio cumplirlo para pertenecer al grupo. Es un proceso complejo y hasta violento establecer normas sobre una comunidad cuya formación está basada acciones y pensamiento radicalmente distinto, literalmente en una conversión hacia el totalitarismo.

Para los de pensamiento liberal, un código de ética en su significado estricto, vinculado explícitamente con la moral, con la decisión entre lo bueno y lo malo, no representaría una herramienta valorada. Sin embargo, incluso quien posee el pensamiento más liberal respecto a cualquier tema, se rige tácitamente por su propia «ética», por sus propias convicciones, por su propia moral, por sus reglas. Así sean contradictorias o se contrapongan unas con otras. Aunque el fundamento en el que se base la actividad del grupo represente un daño a otros, se requiere establecer una normatividad interna que lo soporte, un código de honor.

En un ámbito reducido como la familia, en épocas pasadas en nuestro país, existían las normas empíricas, los acuerdos tácitos acerca del comportamiento de los integrantes. La conducta «adecuada» estaba por sentada y se hacía respetar. Sin embargo, en tiempos de redes sociales tecnológicas y bullying, las consecuencias de una serie de problemas sociales que más bien son consecuencia uno del otro (el cambio en la figura de la familia «tradicional», el desempleo, la falta de oportunidades educativas y un largo etcétera), estas normas implícitas se han borrado sistemáticamente. En esto se ha convertido la sociedad moderna. Una gran cantidad de individuos, jóvenes y viejos, que poco a poco vulneran las reglas más simples de su propia comunidad.

No se puede caminar por la vida pretendiendo poseer libertad absoluta en palabras y acciones. Los seres humanos, como seres sociales, requerimos de normas que deben cumplirse, para poder no sólo pertenecer a un grupo, sino de manera básica, para formarlo. Una pareja, un grupo de amigos, una familia, un grupo escolar, una empresa, una organización no lucrativa, una nación. Todos tenemos reglas que cumplir, lo deseemos o no. Es uno de los requisitos para pertenecer y en uno mismo está la opción de seguirlas o no, de pertenecer o ser expulsado.

En momentos en que la eterna lucha por el poder volverá a sus picos más altos, en tiempos de un complicado debate sobre la verdadera libertad de expresión y sus consecuencias y sobre todo, en una época de profunda necesidad de los valores básicos del ser humano, quienes tienen la responsabilidad de representar algún medio, tendrán que pensar mejor las estrategias para plantear soluciones o críticas a los problemas sociales y para establecer posturas políticas.

Verdugo lanzó su opinión en el espacio que le fue proporcionado para otros fines, no como un individuo cuya crítica como ser libre es respetable y sería juzgada o alabada en su entorno personal.

Pero quienes estamos lejos de estos papeles ¿qué tanto nos hemos alejado de nuestro propio código de ética? Recordemos de qué formamos parte ¿de una familia? ¿un grupo académico? ¿una empresa? ¿un vecindario? ¿un grupo político? ¿un país? Con la facilidad en que cualquier opinión puede contaminarse por intereses ajenos y ser desfalcada de su verdadero sentido, más que nunca hay que recobrar con fuerza las propias convicciones en cada uno de nuestros papeles para formar una ética resistente, más allá del juicio de temas polémicos, en el camino hacia la propia integridad, una ética personal. ¿Es esto una utopía?

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