Para I, Poesía

Plenitud :: Claudia Posadas

Vivo en la ira
y en el amor también;
vivo en el miedo,
en el frío,
en el horror de la noche;
vivo en el deseo, en la ansiedad,
el arrepentimiento.

En la mansedumbre
vivo,
vibro,
respiro
en el pulso de tu pecho desnudo,
crisol donde todo se templa
y todo es olvido.

De Claudia Posadas en Consolament

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Para I

El principio y el fin de las cosas :: Alejandro Páez Varela

Alejandro Paez Varela
Publicado en Día Siete el 14 de Marzo de 2010

La tomé del antebrazo y caminamos chapoteando entre los riachuelos que se forman en la cuneta de las calles. Primero íbamos aprisa, luego despacio. “No escucho la lluvia”, le dije, y ella me dijo cómo sonaba. “Es tu voz ronca por las mañanas; es el desorden de tu respiración”.
Me sorprendí al escucharla. Volteé, y un nubarrón me escondió su rostro. “No te veo”, le dije. Le pedí que me explicara qué estaba detrás de esa cortina oscura y húmeda entre ambos. Me dijo que su rostro era el mismo de ayer. Me contó que caminábamos de la mano sumergidos en el sol de la tarde amarilla, y en un momento le hablé de sus dientes: “Una hilera de tanques de guerra, un ejército de arados blancos que buscan sembrar en mi piel”, dice que le dije. No lo recordé.
Sentí que me apretaba con fuerza de la cintura, ansiosa, como se amarra un jinete al cuello de un caballo si el caballo no está ensillado. “No recuerdo haberte hablado”, le dije, y seguimos caminando. Entonces sacó de entre sus ropas un diario que, dijo, escribimos los dos. Empezó a leerlo con la misma entonación de cuando lo escribimos. Me contó que yo era feliz, y que estas caminatas las hacíamos cada tarde; que esas cosas y muchas que no son para ser escritas las escribimos en este diario.
Nos paramos en seco. Seguí con mis manos sus brazos hasta llegar a su cabeza y la abracé. Me acosté en su cuello, me tapé los huesos con su cabellera y cerré los ojos. Le dije: “No veo”. Le exigí que me explicara el mundo, que me dijera cómo eran los árboles, la banqueta misma, los edificios, otros rostros que no fueran el de ella. Le dije que me liberara de la oscuridad, que me contara cómo fue el principio y en dónde estaría el final, si es que esto entre los dos tendría un final. Me dijo que intentaría recuperar tanto como pudiera, pero que no estaba segura por dónde comenzar.
“Empieza por los relámpagos”, le dije. En ese instante pensé que tampoco conocía los relámpagos.
Me envolví entre sus ropas, me escondí. Le tomé un dedo y me lo llevé a la boca y escuché atento cuando me contó la historia del mundo. Los apaches, los comanches, los mezcaleros, las praderas, las dunas junto a Samalayuca y esa cordillera de montañas del Valle de Juárez que esconde osos, lobos y leones de sierra. Los halcones, las águilas, un riachuelo que antes era tan ancho como una laguna que se mueve. Las carreteras sin fin, las norias en el camino, los papalotes para pozos de agua, una escalera sobre un murillo de adobe; olmos viejos y moros machos que dan más sombra pero no dan fruto; sauces llorones, víboras de cascabel, cera de panal y miel; sapos sólo cuando llueve. Le desabroché la camisa y me dejó ver, desde la montaña Franklin, que el valle de Nuevo México es el mismo que el de Chihuahua, hasta Palomas; que se funden, que tienen las mismas nubes, las mismas depresiones a las que sólo pega el sol de mediodía. Solté su cabello, finito, y cayeron cascadas blancas y largas sobre las cañadas.
Tomé sus caderas. Y luego me dejó ver el inicio de las cosas. “Y el final”, aclaró. “Aquí empieza y termina todo”.
Encendido mi corazón, el desierto se me hizo un río, y su ombligo un faro que me permitió verla en la oscuridad.
Nos detuvimos cuando su piel no era su piel, sino la mía.
“Estoy enamorado”, le dije.
“Lo sé”, me respondió.

Alejandro Paez Varela
Publicado en Día Siete el 14 de Marzo de 2010
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Insomnio

Después de purgar memorias tristes en hojas blancas, abordo mi barco rojo con velas floreadas, dispuesta a surcar los mares de mi mente, inexplorados, atados.

Un enome farol amarillo en medio de la tormenta, reta al viento, valiente con su melena de lluvia. El negro del cielo intenta ocultar las olas que furiosas rompen en las rocas.

El silencio que carcome lentamente, desgasta mis argumentos, afirmando indecisiones.

Lento como gotas de agua en el grifo, caen los segundos, clic, clic, clic. El sueño se desborda.

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Esta suma debería ser igual a cero :: Alejandro Páez Varela

PUBLICADO EN DÍA SIETE el 24 de mayo de 2009

(http://www.alejandropaez.net/)

 Otra vez aquí, esperando. Camino de la computadora a la tienda y me revuelco en el sillón en el que leo. Acaricio a los perros y los saco a pasear si me miran a los ojos. La sandía en el vaso de agua fresca me sonríe y dejo que me seduzca. En el departamento de arriba tienen fiesta desde que inició la epidemia de influenza. Me fumo un cigarro.

Ya le di dos vueltas a los periódicos. Ya vi que en la tele anunciaron tres refritos, cuatro churros y el noticiero, que es como todo lo anterior pero más decepcionante. El libro que abrí es el mismo de ayer, páginas antes. Apagué el celular pero no pude resistir: volví a encenderlo.

No creo que llamen, que me lancen piedritas en el vidrio o que me visiten sin avisar. Pero lo espero. La lata de la Coca de dieta que me tomé ayer me observa desde hace rato dar vueltas en la silla, y sin hacer un gesto se lamenta más que yo por esta penumbra. Escribo una palabra y me pongo alegre porque tengo con quien platicar. Las palabras tienen forma de mujer, no importa si empiezan con te, con eme, con zeta o con erre. Imprimo esa palabra al centro de una página en blanco para escuchar un ruido diferente al mío, que mis dos cachorros saben cuándo estar callados. Me alegro también porque un cerillo nuevo se enciende con la punta roja de mi cigarro. Deposito cerillos en el cenicero como sin darme cuenta para que suceda. Y sucede. Y lo aprecio.

El amor tendría que sumar menos de dos. El amor debería ser cualquier cosa, menos la espera. El amor es todo lo que hace daño.

Escojo fruta y se pudre mientras pienso en ti. Tengo en el refri sólo pan, salchichas y mostaza porque pienso en ti. Voy a mi oficina porque pienso en ti y si ya no quiero estar allí, también. Porque te pienso me despierto en la mañana y me visto; me arreglo la barba y respiro; tomo un taxi o mi auto y observo por la ventana porque estarás por allí si estos lentes de fondo de botella no me fallan. Esperas el metro; eres la chica que toma el teléfono público y la que me hará sonar el celular. Llegas en cada correo electrónico, eres el único spam que aprecio y la primera foto que se carga en internet.

Vuelvo a casa porque pienso en ti. Pido una pizza y quiebro unas nueces porque pienso en ti. Pongo palomitas en el microondas porque tu nombre suena en la matraca de maíces reventando. Cierro la puerta despacio para no despertarte porque habrás llegado cuando no estoy. Pero no. No llegaste. Miento: tampoco lo espero.

Entonces pienso en ti y agarro fuerzas otra vez para volver al sillón en el que leo, a la computadora, a la tienda, a la tele que es boba, al mismo libro de ayer, a los periódicos, a mi vida que es una rutina porque le da método a la espera.

 La suma del amor debería ser igual a cero, pero no lo es.

No me llames. No vengas. No pienses, como lo hago yo. No vivas, no respires, no me invoques. No sientas, no sufras, no rías. Quédate quieta: deja que se nos haga tarde este día (como ayer y antier y los días previos). Deja que pase una semana, dos. Y luego los meses. Que se vayan los años.

La suma de los recuerdos debería ser igual al olvido. Pero no.

 

Alejandro Páez Varela

PUBLICADO EN DÍA SIETE el 24 de mayo de 2009

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Para I, Poesía

Regreso al Mediterráneo

Entre azules y suspiros.
Añora y miente piadosa.
Las olas sabe, cansadas,
lavan, destiñen risas pasadas,
amor de un instante.
Sus ruidos,
atentos tenores,
escuchan cuentos en arrullos.
Lejos se miran sin mirarse porque miran para adentro,
subidos en ese vaivén llamado vida,
sin mirar hacia abajo,
deshojando días y temores
se alejan.

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Perdida

De entre tus cabellos salió. Era dorada, con ojos grises. Me miró, atenta e intrigada, tú no la escuchaste, no la viste, no la sentiste y te ignoró. Voló un rato a mi alrededor. Se sentó delante nuestro, su mirada tornaba a tristeza mientras gotas saladas caían. Cerró sus mares gris azulado al escuchar el sonido de corazones quebrados y marchitos. Yo no vi, pero sé que escapó y no la encuentro, ¿no la has visto tú?

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Para I, Poesía

Elipsis (o te encontré en el silencio)

Te encontré en el aire que cortaban,
silenciosas notas en que habitas,
en que gritas y te ahogas,
en instantes suspendidos,
que reclamas, me entretienes,
en la nada que es algo,
el silencio que es tu voz,
en la ausencia en que estás mejor,
en la sombra que te abriga y te encamina,
naufragio navegante de la vida,
te encontré despacio, te encontré paciente,
te encontré desierto, en el silencio

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