De libros y ocurrencias, Ensayo, Mi desvarío, Yo

Sobre la vida [y la muerte]. Parte I

Fue mi madre quien me dijo cuando yo era una niña que si alguien maltrataba a un perro, éste no lo ayudaría a cruzar el río cuando muriera. Y aunque mi amor por los perros no lo hurté, lo heredé, crecí inconscientemente con esa creencia, sin saber cuál río, pero imaginando que entonces volvería a ver a mis queridos perros. Esta historia, transformada con los años en leyenda es un rasgo desdibujado de la cosmovisión de los antiguos mexicanos.

Tenía unos 12 años cuando encontré por casualidad en alguna parte de la casa un libro color plata en cuya portada había una ilustración con los colores de un arcoiris. El autor era Raymond L. Moody y el libro se titulaba Vida después de la vida.

En ese tiempo era poco lo que podía comprender acerca de la cultura tibetana o el budismo —y no porque ahora comprenda mucho más, se es más sabio y más abierto cuando se es niño—, y por supuesto, nada había llegado a mis oídos sobre la tanatología; pero lo escrito en el libro de Moody generó en mí la curiosidad por saber y por entender, y desde esa ingenua edad encontré un poco de coherencia y probablemente un atisbo de consuelo a mi corto entendimiento, no sólo sobre la muerte sino también sobre la vida en relación a la muerte.

En los siguientes años pasaron por mis manos otras lecturas sobre el sentido de la vida desde la perspectiva de la muerte: Victor Frankl, Boris Cyrulnik, Elisabeth Kubler-Ross y el budismo han formado poco a poco la silueta de mi búsqueda de respuestas, que cada vez son menos porque las preguntas no son las mismas.

Un fin de semana, en una casualidad, pasé al menos una hora divagando en una librería en busca de un regalo, y como usualmente sucede, encontré un libro para mí, uno de los más luminosos de Elisabeth Kubler-Ross, Sobre la muerte y los moribundos. Esta psiquiatra, cuya extensa investigación sobre este tema sentó las bases de la tanatología, contradictoriamente se pensaría, tuvo una visión dura, real de la vida, pero no por ello menos esperanzadora.

Preguntaba mi abuelo José cuando hablaban de espíritus, ¿quién se ha ido y ha regresado para hablar de eternidad? Decía Cuídate de los vivos. Quizá él, en su adorable ironía,regresaría sin dudar a la casa donde vivió antes de volver a casarse a los 90 años.

En la tradición con que en México se celebra el regreso de los muertos pequeños y los muertos adultos al mundo terrenal, los panteones reciben caravanas de visitantes con flores en brazos, algunos en actitud solemne, otros con música y canto, todos llegan puntuales a la cita anual. En esta fecha ellos, los muertos, vuelven por el largo camino desde «el más allá. Las veladoras que caracterizan las ofrendas representan la luz que los guía hacia el lugar donde habitaban o quizá hacia algún lugar donde más que esperarlos, los reciban. Pienso en la costumbre en casa de mi madre de las veladoras extra, «por alguno más que llegue por ahí«.

Las enormes ofrendas, las visitas al panteón y todas aquellas costumbres que envuelven al día de muertos atraen por lo extraño de su manifestación y por la belleza cultural que rodea esta fecha, que es Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.

Sin embargo, a pesar de que en México el tema de la muerte es causa de una creatividad sinfín y aunque La Catrina es un personaje común en los versos burlones de las calaveras, a la muerte se le aleja cuando se trata de hablar en serio.

Y me pregunto, ¿realmente cómo concebimos los mexicanos a la muerte? A pesar de la riqueza de esta tradición, en la cultura occidental actual en México no es habitual hablar con franqueza y abiertamente sobre el momento de morir. La mayoría de los sepelios son momentos difíciles, de pesadumbre, tristeza y dolor en los que no se sabe exactamente qué decir. Y tanto se pospone o evita hablar de la muerte propia, que es común que se descuide por completo hacer un testamento; la ideología frente a la vida simple impide, casi prohibe otra actitud ante la muerte, más allá de la inmanente tristeza, parece que si se piensa en ella, se le atrae. 

Quizá es que no se le comprende; es muy común sentir miedo, aunque probablemente lo que la mayoría tememos más es a la vejez, la enfermedad, el sufrimiento, y a la muerte de los nuestros. No hay certeza de lo que pasa durante y después y lo único que se sabe de cierto, es que todos moriremos; en ello radica justamente el dolor en los que se quedan, el espacio vacío, la ausencia.

Las culturas precolombinas son absolutamente luminosas en su visión sobre la muerte. Gracias a mi amistad con Luis Antonio, que siempre que relata la riqueza mesoamericana en todo su esplendor, yo regreso el tiempo y soy una niña que escucha atenta un cuento fantástico. Con ello encuentro que quizá en esta cosmovisión teníamos una verdad aproximada sobre lo que significa la muerte: el nacimiento a la vida. En un libro que llegó a mí por él, Ritos mortuorios nahuas precolombinos de Patrick Johansson, encontré una ventana hacia la cultura de mis antepasados en la que vislumbro una filosofía de aquellos seres, interrumpida y suspendida en el tiempo, que en el mundo occidental que habitamos los mexicanos hoy, resuena en una mística maravillosa pero inconcebible. Esta sabiduría parece más cercana a algunas doctrinas orientales en el sentido de una forma de vida desde la perspectiva de la muerte, en la que ésta no significa un final, sino el principio original en sí mismo.

Johansson trasluce la belleza de la cultura náhuatl a través de un lenguaje preciso y poético, para nada trivial como no lo es en absoluto la existencia los nuestros ancestros. No la encontré como una literatura fácil de comprender, pero, para mi suerte, el mismo autor publicó varios artículos que resumen lo primordial de este libro. En éstos comprendo el momento en el que la concepción de la muerte surge en la consciencia del pueblo precolombino y con ello, el mito y el rito, en el que en una catársis profunda ya se cursaba por un proceso de duelo, malentendido y malinterpretado por los españoles. Leo también, en el mito del origen del hombre en el reino de los muertos, el Mictlán, que el nacimiento a la vida procedía de la muerte y a esta misma se vuelve, para volver a nacer. “Morir para no morir del todo”, dice Johansson, por ello existe la muerte.  

Es inevitable para mí recordar el tránsito hacia la muerte que guía el Libro tibetano de los muertos o Bardo thodol, en el que se le recuerda al moribundo la última oportunidad que tiene en vida de “iluminarse”, al momento de morir, para así poder renacer. Y el tránsito que cursa el occiso, en el cuento de María Virginia Estenssoro, en el que los gusanos, los mismos que perforan el caracol que Quetzalcóatl sopla para crear al hombre, son los que devoran hasta la última gota de sangre del cuerpo del difunto protagonista. El fin es el mismo, el nuevo principio.

En esos textos que explican la cosmovisión de aquellos antiguos mexicanos comprendo el origen del mito con el que mi mamá me enseñó el respeto no sólo a los perros, sino a todos los animales. El nahual (del que también las historias de mi abuelo contaban) y gemelo nocturno de Quetzalcóatl, Xolotl, encargado de la conversación con Mictlantecuhtli en el reino de los muertos, era un perro. El destino de todo hombre al morir se define en esa escena de la mitología precolombina: Quetzalcóatl llevará a los hombres a la existencia, y su nahual los acompañará a su muerte, cruzando el río de regreso al Mictlán.

 

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Bitácora de viaje, De la nostalgia, Yo

Pequeña bitácora de viaje. Lima

Los barquitos espolvoreados sobre el mar nos dieron la bienvenida una nublada mañana de cielo blanco. Nuevamente pisábamos tierra andina.

La distracción del desvelo y la ingenuidad facilitaron que el cambio de algunos pesos mexicanos a soles se convirtiera en una pequeña estafa, perdiendo una gran parte de su valor. Afortunadamente el robo fue menor, pero no dejó de sorprendernos que dicho acto se cometiera al costado de la aduana, dentro al aeropuerto.

El acento inconfundible de los peruanos lo reconocí inmediatamente. El taxista, contratado por fuera del área de bienvenida del aeropuerto, ofreció una tarifa reducida casi a la mitad, de la propuesta por las compañías oficiales. Entre las recomendaciones habituales, la misma de la última visita hace unos años: «las carteras escondidas, no las dejen a la vista, pueden romper las lunas para robarlas». Añadió que la delincuencia ha ido en aumento, a pesar de que con Ollanta Humala, la economía del país mejoró.

Por las lunas del taxi vimos pasar las calles de Lima. Los conocidos camiones con sus letreros coloridos anunciando la ruta: Miraflores, Barranco, Arequipa, Chorrillos, Bolivar… Taxis negros, taxis blancos, taxis amarillos. Parte de la ciudad que había visto antes, sin gran cambio. La humedad en el ambiente y el calor hacían difícil no cerrar los ojos. Sobre las banquetas caminaban mujeres y hombres, apresurados, en un día normal de trabajo y por las ventanas de los camiones se veían algunos dormidos. Un rato después llegábamos a la Avenida Arequipa.

No reconocí del todo las calles de San Isidro, pero sí su encanto peculiar; casas viejas sin restaurar que aún conservan orgullosas el estilo detrás de la pintura deslavada y descarapelada. Sobre Arequipa, alguno que otro edificio relativamente nuevo, de más de quince pisos que contrasta con las pequeñas construcciones a los costados. Pequeñas tiendas, muy bien ordenadas, con mostradores de madera muy limpios.

Caminamos por los alrededores, buscando algún lugar para almorzar. Entendemos de una vez por todas, que los conductores en Lima son un poco salvajes, sin respeto alguno por el peatón. No parecen tener el mínimo indicio de detenerse cuando uno pretende atravesar la calle. Encienden las luces y presionan el claxon indicando que tienen la preferencia en todo momento. Sobre el cruce peatonal leemos una y otra vez la advertencia «4 DE CADA 5 MUERTOS EN ACCIDENTES DE TRÁNSITO SON PEATONES» y me pregunto si aquello no será contraproducente al provocar aún más a los conductores a olvidar que a veces también son peatones. En algún poste, un anuncio que conmemoraba la independencia, insiste en evitar el uso del claxon: «Cuando no tocas el claxon por gusto haces patria. ¡FELIZ 28 PERÚ!».

Mondonguito, pescado sudado, causa de pollo, pollo adobado con camote, pollo a las brasas con papas y muchos gramos de arroz, típico almuerzo de los peruanos. La comida china, llamada «Chaufa», abunda. Los sabores no son desconocidos, salvo la ausencia del picante. En aquellos días pocas veces soy capaz de terminar de comer tal cantidad de arroz.

Me llama la atención algo, un letrero pegado fuera de un local: «Se solicita azafata con experiencia», al dar un vistazo hacia dentro, pensando que no había visto esa manera de reclutar «aeromozas«, observo mesas y sillas, es un pequeño restaurante. Otro letrero en un local cercano, solicita además de azafatas, un lava vajillas. Como tantas otras veces, el mismo idioma da lugar a simpáticas confusiones. Caminamos por el camellón de la avenida. Altas palmeras custodian las orillas y ofrecen una bonita perspectiva. Cada tanto, bancas de madera forman un círculo, invitando sentarse por un momento, en medio del barullo y las prisas de la ciudad.

Son pocos años después, pero encuentro una Lima mucho más linda, limpia, ordenada y muy agradable. Veo a mi alrededor y me alegra estar nuevamente aquí.

Los siguientes días están llenos de reencuentros, de historias, de caras conocidas y risas reconocidas, de recuerdos, de familia, de un enorme cariño con sabor a comida peruana. Ají de gallina, mondonguito, lomito saltado, papa a la Huancaína, olluquito. Seguimos festejando una y otra vez las fiestas con panetón. Comemos paletas de lúcuma y litros de Inka Kola, el refresco de cola amarillo tradicional del Perú.

Me sorprendo agradablemente con Magdalena del Mar y su nuevo pasaje comercial, ordenado, iluminado, tiendas muy bien puestas y mercancía de calidad. El parque aquel frente a la iglesia tiene particularmente un significado personal. Mientras caminamos alrededor al gran árbol de Navidad, mi mente va años atrás y trato de captar la esencia del lugar. Estos sitios estuvieron mucho tiempo en mi imaginación siendo una niña.

La Costa Verde da una hermosa vista al Pacífico. Mientras rodeamos la playa por la vía, observo a lo lejos algunos bañistas que miran hacia el mar, esperando el momento para surfear.

La víspera de Año Nuevo, una pequeña gran fiesta en la que nos reciben con un paquete peculiar: serpentinas, silbato, antifaz, matraca, globo y confeti que cumplen el objetivo que convertir en niños a todos los presentes. Encuentro familia que no conocía, abrazos y peticiones de saludos para cuando estemos lejos.

Mis pies y mi corazón no han olvidado el huayno y festejan y se contagian del gusto con el que quienes bailan comparten así un mismo lenguaje, el amor a la tierra.

Pienso en mi México, en su caos, en la locura del diario, en sus fallas y sus aciertos. En su potencial y en su gente. No somos tan distintos. Ni tan perfectos ni tan fallidos.

Nos despedimos cargados con abrazos familiares, condimentos y un gran panetón.

Hasta pronto Perú de mi corazón.

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Ensayo, Mi desvarío, Yo

¿Es la ética una utopía en el mundo actual?

El Comité de Ética de Grupo Imagen Multimedia decidió que el comentarista de Reporte 98.5 de apellido Verdugo fuera suspendido indefinidamente, después de que en días pasados utilizara el espacio al aire de la radiodifusora, para invitar a los radioescuchas a terminar con nueva «plaga» que ronda las calles de la ciudad de México a bordo de una bicicleta, «aplastándolos». En medio de una queja por actos que comentó imprudentes de algunos usuarios del programa EcoBici, instó firme y repetidamente a los automovilistas a lanzarles el vehículo en cuanto los vieran. Continuó en la crítica al programa instaurado por el gobierno del Distrito Federal y a la conducta de los ciclistas.

Inmediatamente surgió un reclamo masivo en las redes sociales, que ha seguido creciendo. Algunos levantaron la voz en defensa del comentarista, en relación a que sus palabras en ese tono eran acostumbradas, que tenía un cierto toque de ironía. Él mismo declaró que fue sarcasmo. Pero en cuestión de la incitación a la violencia, no existen estos tonos. Mucho menos en manos de un personaje que tiene la responsabilidad de un micrófono a de alcance a nivel nacional e internacional y el peso de un medio al que representa.

Fuera de la razón de sus argumentos, como trabajador de una empresa dedicada a la comunicación, el señor adquirió un compromiso que implícitamente estaba ligado a un código de ética y en su caso, a la Ley de Radio y Televisión que prohibe intervenciones como la suya. Una vez más el código de ética de Grupo Imagen estuvo en la mira.

La ética está relacionada con las reglas que rigen la conducta y los actos del ser humano. La figura del código de ética es una representación cultural de un grupo, que está ligada a los usos y costumbres de la mayoría y en lo que ésta acuerda como «correcto» y «permitido» y es de carácter obligatorio cumplirlo para pertenecer al grupo. Es un proceso complejo y hasta violento establecer normas sobre una comunidad cuya formación está basada acciones y pensamiento radicalmente distinto, literalmente en una conversión hacia el totalitarismo.

Para los de pensamiento liberal, un código de ética en su significado estricto, vinculado explícitamente con la moral, con la decisión entre lo bueno y lo malo, no representaría una herramienta valorada. Sin embargo, incluso quien posee el pensamiento más liberal respecto a cualquier tema, se rige tácitamente por su propia «ética», por sus propias convicciones, por su propia moral, por sus reglas. Así sean contradictorias o se contrapongan unas con otras. Aunque el fundamento en el que se base la actividad del grupo represente un daño a otros, se requiere establecer una normatividad interna que lo soporte, un código de honor.

En un ámbito reducido como la familia, en épocas pasadas en nuestro país, existían las normas empíricas, los acuerdos tácitos acerca del comportamiento de los integrantes. La conducta «adecuada» estaba por sentada y se hacía respetar. Sin embargo, en tiempos de redes sociales tecnológicas y bullying, las consecuencias de una serie de problemas sociales que más bien son consecuencia uno del otro (el cambio en la figura de la familia «tradicional», el desempleo, la falta de oportunidades educativas y un largo etcétera), estas normas implícitas se han borrado sistemáticamente. En esto se ha convertido la sociedad moderna. Una gran cantidad de individuos, jóvenes y viejos, que poco a poco vulneran las reglas más simples de su propia comunidad.

No se puede caminar por la vida pretendiendo poseer libertad absoluta en palabras y acciones. Los seres humanos, como seres sociales, requerimos de normas que deben cumplirse, para poder no sólo pertenecer a un grupo, sino de manera básica, para formarlo. Una pareja, un grupo de amigos, una familia, un grupo escolar, una empresa, una organización no lucrativa, una nación. Todos tenemos reglas que cumplir, lo deseemos o no. Es uno de los requisitos para pertenecer y en uno mismo está la opción de seguirlas o no, de pertenecer o ser expulsado.

En momentos en que la eterna lucha por el poder volverá a sus picos más altos, en tiempos de un complicado debate sobre la verdadera libertad de expresión y sus consecuencias y sobre todo, en una época de profunda necesidad de los valores básicos del ser humano, quienes tienen la responsabilidad de representar algún medio, tendrán que pensar mejor las estrategias para plantear soluciones o críticas a los problemas sociales y para establecer posturas políticas.

Verdugo lanzó su opinión en el espacio que le fue proporcionado para otros fines, no como un individuo cuya crítica como ser libre es respetable y sería juzgada o alabada en su entorno personal.

Pero quienes estamos lejos de estos papeles ¿qué tanto nos hemos alejado de nuestro propio código de ética? Recordemos de qué formamos parte ¿de una familia? ¿un grupo académico? ¿una empresa? ¿un vecindario? ¿un grupo político? ¿un país? Con la facilidad en que cualquier opinión puede contaminarse por intereses ajenos y ser desfalcada de su verdadero sentido, más que nunca hay que recobrar con fuerza las propias convicciones en cada uno de nuestros papeles para formar una ética resistente, más allá del juicio de temas polémicos, en el camino hacia la propia integridad, una ética personal. ¿Es esto una utopía?

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Yo

Skylark

(Hoagy Carmichael /John Mercer)

Skylark,
Have you anything to say to me?
Won’t you tell me where my love can be? Is there a meadow in the mist, Where someone’s waiting to be kissed?

Skylark,
Have you seen a valley green with spring
Where my heart can go a-journeying,
Over the shadows in the rain
To a blossom covered lane?
And in your lonely flight,
Haven’t you heard the music in the night,
Wonderful music,
Faint as a «will-o-the-wisp,» Crazy as a loon,
Sad as a gypsy serenading the moon (Oh)

Skylark,
I don’t know if you can find these things,
But my heart is riding on your wings,
So if you see them anywhere,
Won’t you lead me there?

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Ensayo, Yo

Nos estamos haciendo viejos

A veces vivir resulta una carga pesada. Una mala racha, un mal día, problemas de salud, soledad repentina, exceso de trabajo, cualquier cosa que haga a la vida parecer salirse de los planes, de como uno creyó que sería ser adulto.

Y es verdad si los cuarentas son los nuevos treintas, porque quiere decir que a los treintas recién comenzamos a entender que somos adultos, que alguien más depende o dependerá eventualmente de nosotros, que somos los fuertes, quizás los valientes, o que al menos debemos parecerlo al recibir una llamada inesperada con malas noticias.

A veces uno quisiera ser como aquellos optimistas, que ven todo de un color más bello, que tienen una sonrisa ante cualquier calamidad y se levantan tan sólo sacudiéndose el polvo. Pero no siempre se puede ser la encarnación de la alegría y el positivismo. Si se está permanentemente en búsqueda de esa anhelada felicidad que se obtiene en pequeños instantes un sábado comiendo hot dogs y recordando la infancia o una tarde mirando al infinito mientras el sol cae y recuerda así nuestra naturaleza mortal y falible.

Hay días en que todo se ve negro, todo es triste, todo es negativo. Cuando uno quisiera sólo entrar en ese mundo de sueño en el que no se teme ni se sufre, donde nada duele ni preocupa, donde no se decepciona, no se angustia.

Pero quizás sólo es que nos estamos haciendo viejos, Reyes.

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Yo

Busco honestidad

… no porque ande perdida, no porque no la haya conocido.
La busco incansablemente porque la mentira la usa como disfraz, con máscaras de inocencia y dulzura. Porque el engaño la imita con palabras amables y ternura. Porque es tímida y se esconde en los corazones que lo único que buscan es el bien y la verdad.

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De libros y ocurrencias, Yo

Viaje

Seda (Alessandro Baricco) es un escrito, que dicho por el mismo autor, no es novela, no es cuento. No es historia de amor, ni de aventuras. Es una mezcla de sucesos narrada delicadamente en la que se viaja mientras en la mente se van dibujando personajes y lugares.
La historia de un hombre que vive viendo pasar su vida “como uno ve la lluvia”. Que viaja la tercera parte del año al otro lado del mundo para comprar huevos de gusanos de seda, materia con la que enriquece su existencia y mantiene a su pueblo.

Las circunstancias lo obligan a ir más lejos, hasta “el fin del mundo”, al Japón. E inicia un viaje del que nunca regresa. Un viaje a la nostalgia de aquello que nunca vivió, que nunca fue, que nunca será. Entra en una cultura en la que encuentra que la mujer es vista y tratada como objeto, como una posesión que engalana a quien la disfruta cual animal exótico.

Encuentra unos ojos mudos que llenan su vida de sentido, de curiosidad, de misterio. Lo retan a arriesgar todo por lo que vivió y lo seducen hasta olvidarse de sí mismo. Finalmente vive. Aunque sea de una ilusión, de la pasión imposible, aunque sea de la melancolía.

Una historia tristísima, que pasa como la misma seda, que no se siente y parece estar contada en precisas y contadas palabras. Una historia que da vértigo, quizás disgusto y la misma nostalgia con que el personaje sobrevive en las últimas páginas, causa pesadumbre evidenciando la existencia inútil que da el vivir por vivir y la desesperanza de vivir por algo que nunca fue y tampoco volverá.

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Ensayo, Yo

A propósito de festejar la vida

Hay quienes no celebran un año más de vida, por no querer ser centro de atención, por no creer tener nada particular que festejar, por no darse la importancia, por no querer simplemente. Celebrar años de vida para mi, significa en términos realistas, celebrar también el resto de vida que nos queda. Sin embargo es la fiesta anual en la que se puede hacer recuento de la fortuna, buena o mala, de que fuimos dueños durante tantos días.

Al mirar las expresiones de esos niños en ese libro -obsequio de cumpleaños de quien en lo esencial me conoce- comprendo lo que significa disfrutar la vida, que es posible aún en las más precarias y deprimentes condiciones, con la esperanza como único objeto para aferrarse. Esos ojos de niño que al paso del tiempo convierten la inocencia y prejuicio y la esperanza en angustia.

Yo celebro, a mi modo, lo aprendido en éste, uno de los años más largos, más llenos de vicisitudes, de risas y de tristezas, de decepciones, de sorpresas, de gente nueva, de reencuentros con amigos, de abrazos, de compartir reflexiones, del esfuerzo de mi gente por verme sonreír. Celebro a los personajes importantes; a mi familia hermosa, gente tan amable y agradable, con sus risas y sus bromas, siempre con una palabra y un abrazo disponibles; a quien quiso regalarme la felicidad al despedirse y se quedó con esa tristeza que siempre intenté ahuyentar; a los me han regalado tiempo, palabras y sonrisas, que me han compartido planes y viajes y horas por teléfono o mensajes aún a miles de kilómetros de distancia; esas nuevas caras, esas nuevas risas, esos nuevos sueños y esos viejos sueños, los encuentros y las despedidas.

Como Lorena que me dice, año con año al preguntar cuántos años cumplí: “¡qué hermosa edad!”, con tanta energía y optimismo de quien estudia tanatología, y al mirar sus intensos ojos verdes, recuerdo todo lo que me queda por vivir. Con ese afán mío, descubierto hace tantos años por Omar al decirme una y otra vez que parece que me quiero comer el mundo a mordidas, no dejo oportunidad para evitar aprender, en el tiempo del que a veces carezco; sea lo que amo de la fotografía; o lo que disfruto enormemente de bailar salsa; lo que me sorprende del cerebro humano o hasta el aguantarme la tristeza y olvidarme de cualsea un problema moral y ético de ver morir ante mis ojos esos animalitos que ayudan a la ciencia. El no querer dejar nada que pueda hacer, eso me hace vivir.

Para mi eso es festejar mi vida y en lo que se ha convertido este último año. Caras nuevas, corazones descubiertos, deshechar lo negativo, lo triste, lo preocupante y valorar la salud, el amor, la familia, la amistad, el trabajo, las palabras… que construyen mundos y milagros.

Por supuesto sin olvidar lo dicho por mi mejor amigo, “lo que se arruga es el cuerpo, no el corazón”.

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Yo

Insomnio

El mejor remedio para no evitar el insomnio. Escribir. Pensar. Darle vueltas a las cosas sin sentido, pensando en las inverosímiles posibilidades de cualquier asunto, tan improbables como poder dormir.

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