Bitácora de viaje, Mi desvarío

Bitácora de viaje. Nueva Orleans

Siempre ocasiona estrés perder un vuelo. Mayormente cuando uno está parado frente a la fila de inmigración en algún aeropuerto de Estados Unidos. La táctica de la sobreventa de vuelos de algunas aerolíneas ocasiona caras de preocupación, innumerables miradas al reloj y finalmente, resignación.

Llegué al aeropuerto de Houston con una hora disponible para hacer la conexión rumbo a Nueva Orleans. Suficiente tiempo, pensé. Pero no recordaba lo lento que avanza la fila para obtener el sello de entrada. Los minutos transcurrieron mientras yo veía una y otra vez el video que mostraban las pantallas, con las indicaciones del proceso. Me entretuve además, observando a las personas que estaban formadas, inventando historias de sus motivos para viajar.

Después de la preocupación de comunicarle a quien iba a recibirme, que no llegaría a tiempo, no tuve ninguna intención de correr para alcanzar el vuelo, la hora de salida había pasado hacía un rato. Me dirigí al mostrador de Continental Airlines y con toda la calma del mundo, como si fuera un tramite acostumbrado, me dieron dos pases de abordar, uno para el siguiente vuelo, que prácticamente salía en unos minutos más y, por si las dudas, otro para el que le seguía, por si aquel ya estaba lleno. Tampoco me apresuré para llegar a la sala. Recorrí los pasillos y llegué justo a tiempo para abordar.

Por un momento creí que al grandioso repertorio del sandwich o cuernito de jamón con queso, servido en los vuelos cortos, se habían agregado los Cheetos. No. Para mi agradable sorpresa eran «baby carrots». Agradecí poder comer algo más saludable que las papas fritas.

El calor húmedo al bajar del avión fue mi bienvenida a Nueva Orleans. El taxista me informó que el día anterior habían alcanzado los 100 grados Farenheit, alrededor de 38 grados centígrados. A pesar de estar nublado, la excesiva humedad empeoraba el bochorno por la temperatura.

Las prisas por el viaje me obligaron a elegir un hotel por internet justo antes de subir al avión. Al llegar me encontré con que había cometido un gran error. Bajé del taxi frente a la rotonda Lee Circle, sobre Saint Charles Ave, en el distrito de The Warehouse. A pesar de encontrarse en una zona de museos (el Civil War Museum, el Louisiana Children’s Museum, el Contemporary Arts Center, el II World War Museum y el Ogden Museum), el hotel no era una buena alternativa.

Mi día comenzaba a las 9 de la mañana. El recorrido desde Saint Charles Ave. a la Universidad de Tulane representaba para mi un recorrido turístico, con uno de los mejores guías. Los edificios de la universidad, casi vacíos por la temporada de vacaciones, me parecían un atractivo por sí mismos. Todos distintos y con carácter propio. En los siguientes días pasaría largas horas en uno de ellos, finalmente no era un viaje de placer.

¿Qué se puede esperar de una universidad con una matrícula de alrededor de 30,000 USD anuales? Grandes y cómodas instalaciones al interior del campus, todo lo necesario para no tener la necesidad de salir. Así es como viven los estudiantes de Tulane. Por supuesto, bastante alejado de mis años de carrera universitaria. Aunque algunos estudiantes obtienen becas, muchos otros pertenecen a familias que pueden costear la matrícula. En uno de los edificios de servicios a estudiantes, no solamente había una sucursal bancaria, nada especial para este tipo de universidades, sino una oficina de una conocida empresa de paquetería, un salón de belleza, una barbería y una amplísima área de food court.

A la hora de la comida podía hacer un pequeño recorrido. En lugar de estar dentro de una universidad, me parecía caminar por los alrededores de algún destino turístico. La mayoría de los chicos vestían bermudas o pantalones cortos, camisetas sin manga y sandalias. Posiblemente porque era temporada vacacional o porque es mucho más cómodo vestir así con ese clima tropical.

El food court es como cualquier otro ubicado dentro de un centro comercial. Afortunadamente había opciones para evitar en lo posible la comida chatarra. Grandes porciones de fruta y jugo natural, sandwiches de queso panela en pan integral, gelatina, ensalada verde, leche, cereal y yoghurt. Suficiente para comenzar el día de manera saludable. Comida china, sushi, bagels y burritos para la comida.

Caminamos un poco por el campus. Las áreas verdes abundan entre los edificios. Me llamó la atención un árbol por el que pasamos, cuyas ramas estaban adornadas por infinidad de collares de cuentas redondas de distintos colores y tamaños. Inmediatamente imaginé el Spring Break, pero mi acompañante me explicó que se debían al Mardi Grass recién acontecido unas semanas atrás.

Esta festividad es parte del carnaval que se realiza cada año, el día anterior al miércoles de ceniza. En ella ocurren desfiles en los que la gente se desvive por disfrutar al máximo, como en cualquier carnaval. Las máscaras y antifaces son típicos, así como los disfraces en los carros alegóricos. Los collares amontonados en ese árbol y todos los que vi después colgando en cualquier cable, poste, barandal o ventana en muchas calles de Nueva Orleans, provienen de la gente que desfila y los avienta al público.

En alguno de nuestros recorridos hacia o desde la universidad, mi anfitrión me contó que aquellas calles permanecieron inundadas por días, después del paso de Katrina en el 2005. Algunos barrios, incluso, quedaron con casas abandonadas, que poco a poco vendieron quienes no soportaron regresar después del huracán. Probablemente también quienes vivían ahí fallecieron.

Como el hotel no tenía restaurante y el bar era meramente un adorno (muy bonito, por cierto) tuve que optar por el servicio a domicilio. Y días después, por buscar otro hotel, cercano al área turística y a la vida de Nueva Orleans.

Buscando donde cenar, una de las primeras noches, subí al tranvía, llamado localmente street car. Recorrí Saint Charles Ave desde Lee Circle, hasta la parada en Tulane. Bajé y caminé un poco. Entré a «La Madeleine», en la esquina de Saint Charles Ave y Carrollton Ave. Un lindo lugar, parecido a una cabaña, con lámparas de luz amarilla y construcción de ladrillo. Un mostrador con todo tipo de pasteles deliciosos, un pequeño menú de ensaladas, sopas y empanadas y un mini mostrador de bebidas. Todo autoservicio. Pedí un café, un mini «raspberry muffin» y una mini tarta de frutas. Me senté a mirar por la calle y dentro del lugar. Parejas de adultos mayores, grupos de mujeres, chicas solas. Una familia. Afuera casi no pasaba nadie. De repente comencé a pensar que tanta quietud me estresaba por alguna razón.

Street Car

Street Car stop

De regreso al hotel miraba por el hueco donde debían ir las ventanas en el tranvía verde. Este tranvía atraviesa la ruta que sigue Saint Charles Ave hasta los cementerios. El tranvía color rojo es el que llega al centro de la ciudad.

La Universidad de Loyola, una universidad católica, al costado derecho de Tulane realmente se veía hermosa de noche. Unas lindas casas, con porche a la entrada, tal como en las películas. Otras tantas con escalera a la entrada y sillas o sillones. Me parecieron todas casas de muñecas, con sus ventanas con persianas.

Una chica afroamericana muy delgada abordó el tranvía. Tenía un peinado alto y un bonito vestido de colores. Parecía que iba a una fiesta. Pero el chico que la acompañaba vestía bermudas y portaba una gorra de béisbol. Otra chica de raza afroamericana subió en la siguiente parada y llamó mi atención. La piel muy obscura y brillante, la forma del rostro, de pómulos altos, y ángulos armoniosos. El cabello peinado completamente negro en pequeñas trenzas perfectas atadas arriba de la cabeza. La sonrisa amplia y alegre que me dirigió, me sugirió que era muy joven y sin ninguna clase de pretensión, ni por parecer una pequeña escultura viviente.

Una cena fue programada especialmente para el jueves por la tarde noche. A las 18:30 hrs. estábamos entrando por la puerta verde recién abierta, en el 417 de Canal St, del restaurante Brennan’s. Un lugar agradable, rodeado de espejos en las paredes y mesas circulares. Elegí el asiento en una esquina, para poder apreciar el ambiente. Enseguida nos recibieron dos meseros muy jóvenes y bien parecidos, vestidos de esmoquin. Uno de ellos, Alex, nos recomendó sus platillos de entrada y plato fuerte favoritos, con lujo de detalle en la preparación y los alimentos.

Después de estudiar el menú largamente, en compañía de mis anfitriones y escuchando sus sugerencias, me decidí por la localmente famosa sopa de okra o gumbo con cangrejo, la «Maude’s Seafood Okra Gumbo». La okra (o gumbo) es un vegetal verde, de origen africano, con forma y aspecto entre chile, pimiento y calabaza, de sabor ligeramente picante y dulzón, que se cultiva en distintas partes del mundo, entre ellas en Estados Unidos. La otra opción era sopa de cebolla, no apta para mi, o sopa de tortuga, menos aceptable aún. Como plato fuerte elegí el Blackened RedFish Brennan’s, una corvina en pimienta a la parrilla, acompañada de zanahorias glaseadas.

Ambos platillos me parecieron una delicia. La espesa sopa de okra gambo tenía pedazos de cangrejo, arroz y okra, preparados con una salsa de jitomate, muy poco caldosa. Una comida completa. La corvina, deliciosa, a la parrilla, marinada con alguna mezcla de especias y pimienta.

El postre sugerido por Alex y el típico de la casa, los Bananas Foster, son plátanos flameados, acompañados de helado y espolvoreados con canela. No me pareció particularmente llamativo, en México incluso yo misma, había preparado alguna vez fresas flameadas. Me pareció más atractivo un pastel de chocolate y nuez. Mi anfitriona amablemente pidió una receta de los Bananas Foster, como recuerdo para mi. En la receta se narra la historia de Paul, el chef que preparó por primera vez el postre en 1951 y desde entonces se preparan toneladas de Bananas Foster al año. La misma receta que guardo doblada en cuatro, está disponible en internet, junto con otras recetas del famoso restaurante Brennan’s aquí.

La velada la compartí con mi agradable pareja de anfitriones, ambos personas de quien mucho puede aprenderse, en una mezcla de español e inglés y un poco de francés. Me sentí agradecida por la experiencia y por las circunstancias que la hicieron posible.

El plan al terminar la cena fue The Preservation Hall. Un lugar tradicional en Nueva Orleans, que no puede fallar en cualquier visita turística o simplemente, para los amantes del jazz y para mi, el lugar perfecto. Eran alrededor de las 20:30 hrs. Salimos del restaurante y caminamos unos pocos metros, hasta el número 726 de St Peter St. Había ya una larga fila para entrar. Arriba de la puerta, un gran letrero que cuelga de la herrería verde anuncia el nombre del famoso lugar donde cada noche tocan bandas de jazz al estilo Nueva Orleans.

Preservation Hall's entrance

La dinámica es así: en el local caben unas 50 personas, sentadas y paradas. Los músicos entran, saludan y entre aplausos y bromas, animan a los presentes desde la primera nota. El concierto dura alrededor de 25 minutos. Al terminar, los músicos salen a un descanso y ese tiempo se aprovecha en hacer el cambio de público.

Mientras esperamos, mi anfitriona me cuenta el suplicio que vivieron por Katrina. Por una de las ventanas viejas, deslavadas, puede verse hacia dentro. La gente sentada en bancos largos de madera, aplaude al ritmo de la banda. Afortunadamente, decía, los huracanes dan la oportunidad de alertar a los que se encuentran a su paso. En aquella ocasión se comentaba la magnitud del que se avecinaba, pero algunos de los habitantes que habían pasado por alarmas como aquella no creyeron que sucediera nada realmente grave. Cuando quisieron salir, ya no había manera de rescatarlos. Esta pareja de admirables personas pasó varias semanas en un hotel, con sus mascotas, antes de poder regresar a casa. Con una dulce sonrisa mi linda acompañante me dice que vivir así ahí es como en cualquier parte del mundo, como en México mismo, donde tal vez es peor, porque nunca se sabe cuándo habrá un terremoto.

Después de unos 15 minutos logramos pasar la reja de entrada y alcanzamos lugar en una de las bancas al medio, pegada a la pared. El local es un cuarto tajantemente viejo, las paredes despintadas, iluminadas por una luz muy amarilla, el ambiente perfecto para el jazz. Al fondo, en la pared que da hacia la calle, los largos ventanales, casi puertas, con vidrios opacos y muy gastados. Y en el medio de ambos ventanales, una pintura de un músico y letreros alusivos al jazz. Definitivamente sin hacer gala a la preservación, como lo dice el nombre, el piso de madera crujió al acomodarnos.

Poco después ante el aplauso del público entraba la banda de músicos que llenó el ambiente de alegría. Pude tomar un par de vídeos, hasta que alguien se me acercó y amablemente me indicó que estaba prohibido. Me conformé con algunas fotografías y con grabar la sensación de la música viva en mi mente.

De vuelta a la realidad entendí que sería mejor cambiar el hotel, por seguridad y por comodidad. En la zona donde me encontraba no era muy recomendable caminar después del atardecer, estaba bastante solitaria. Después de horas de buscar por internet y comprobar que al acercarse el fin de semana escaseaban completamente las habitaciones libres, afortunadamente encontré un lindo hotel que se encontraba justo en el conocido French Quarter, tan solo a una calle de la famosa Bourbon St. Entonces realmente pude conocer Nueva Orleans.

Una mañana cambiamos la rutina y atravesamos el río. Pocos minutos después, pasábamos por una zona de casas de lujo, a la orilla de un pequeño lago. Todas mantenían su bote en la orilla, cual auto estacionado en el garage. Más tarde entramos en una tienda de botes y barcos de pesca. Como el de alguna película de James Bond, uno de esos botes se exhibía dentro. Grandes letras formaban la palabra D R E A M sobre él.

La noche llegó al French Quarter y salí a caminar por Bourbon St. Nada parecido a como lucía en el día.

Bourbon St

Mujeres y hombres muy arreglados caminaban por la banqueta rumbo a su cita en un restaurante. Entre el barullo vi una limusina que esperaba sobre la calle. Al doblar una esquina, una chica conducía un auto de aquellos cuyas puertas abren hacia arriba. Se detuvo. Un chico de piel obscura se acercó y le entregó un maletín negro cuadrado por la ventanilla. Otra chica abordó el auto ante los claxonazos que no se hicieron esperar.

Escucho salsa por alguna de las ventanas y recuerdo las ganas que tengo de ir a bailar. En la esquina de Bourbon St e Iberville St, por las ventanas de otro de los restaurantes de la familia Brennan, el Bourbon House, se ven las mesas llenas, la gente espera afuera, algunos vestidos de gala para la ocasión.

Entro a La’Bayou Restaurant, de los pocos que no veo con una larga fila esperando, y por supuesto, nada formal, las puertas rojas están completamente abiertas. Mi pequeña mesa, al costado derecho, me da una buena vista. Un enorme cocodrilo corona la pared del fondo, arriba del bar. No me gusta. Ni el pequeño a la entrada ni la cabeza de venado. Las lámparas de aceite me dan la sensación de estar en un safari.

El mesero, William, me indica que los platillos por los que pregunto son un poco grandes para una sola persona. Nada de oyster, nada de lácteos, nada de cebolla, ajo ni queso. Qué difícil. De nuevo blackned redfish, esta vez preparado ligeramente diferente. Después de una de mis preguntas, a William le dio un ligero tic en el ojo izquierdo. Comenzó a hablarme en español al responderle de dónde soy.

Un pleno inicio de fin de semana en Nueva Orleans. Repleto de gente ruidosa, que vaso en mano ríe mientras camina por Bourbon St. La piel enrojecida por el sol, se colorea de luces de neón verdes, amarillas, rojas, moradas. Un Oyster Bar en la esquina, otro en la calle de enfrente. La vida nocturna en esta ciudad no termina hasta altas horas de la noche. Me parece estar en Playa del Carmen.

Mango

Tomo la cámara y disparo una, otra y otra vez. Algunos voltean a ver qué fotografío. Para un fotógrafo en cualquier lugar se esconden luces, formas, colores, texturas y sombras. Cada escena es parte de una película cuyo tema simplemente es la vida en este rincón del mundo.

En el restaurante, William, el único mesero joven va y viene llevando platos. Es agradable que a uno lo atienda alguien amable. Más al viajar solo. Posiblemente yo era de las pocas personas que cenaban solas en Nueva Orleans un sábado por la noche. Mi mesero coqueteaba con un par de nuevas comensales que sonreían con gusto.

El bullicio del lugar se confunde con el ruido de la calle. No distingo ningún ritmo en particular, sólo sobresale la batería en distintos ritmos y una voz grave que canta. La corvina tiene muy buen sabor, con ese gusto a pimienta particular, ligeramente picante. Tomo nota mental de conseguir la receta. No tengo espacio para el postre. En mis últimos bocados distingo que hay música dentro del restaurante. Un jazz divertido. No creo que alguien que se hospede cerca de esta calle logre dormir.

Al crecer la noche, el alboroto incrementa tanto como el tono de invitación a algunos locales. En una esquina, desde la ventana se ve una chica, tal como en Coyote Ugly, parada sobre la barra, con poca ropa, bailando. Dos trasvestis invitan entrar al local iluminado con neón azul. El tumulto de la gente y el olor dulzón del ambiente comienzan a abrumarme y decido regresar al hotel. El saldo de esa noche fue un par de quemaduras de cigarro en mi bolsa, seguramente al pasar entre la gente.

La tarde siguiente salgo a recorrer Canal St. Me parece alguna calle del centro del D.F. excepto por la cantidad de personas de piel obscura y todas aquellas mujeres en vestidos cortísimos y tacones altos. Alguna que otra es realmente una muñeca de piel de caoba.

Esperando el street car escucho una alegre tonada de jazz. En una escena nada fuera de lo común, un grupo de músicos ensayaba en una esquina. Tocando simplemente, al oído de quien pasaba por ahí.

Me quedo un momento del otro lado de la calle disfrutando su alegría musical. Es imposible seguir de largo sin hacerlo. Cualquier rincón es ideal para un músico solitario dejando escapar notas de su saxofón. Tiempo después comprendí que fue en Nueva Orleans fue como me terminé de enamorar del jazz.

De camino al hotel, me llamó la atención el TaoSpa. En la entrada, el mapa de un pie, indicando la zona del cuerpo a tratar o algún padecimiento en particular. Una mano amistosa de una mujer oriental me animaba a entrar. Así lo hice y me senté en un cómodo sillón a esperar turno. Mi curiosidad y el ligero dolor de cabeza, además del cansancio acumulado de la semana me obligaron a cambiar una reservación para cenar, por una sesión de reflexología.

Las mujeres que recibían la terapia, todas, tenían los ojos cerrados y una expresión de éxtasis. Alguna sonreía como si soñara maravillosamente. En algún momento una de ellas comenzó a reír con ganas, una risa totalmente contagiosa, en éxtasis total. Al fondo, unas pequeñas mamparas separaban los sillones de reflexología del área de masaje. La mujer de la risa, tenía los ojos cerrados y aplaudía mientras seguía riendo. Veinticinco minutos después entendí por qué tal risa.

Jalones, golpeteos y un sinfín de movimientos, a veces un poco dolorosos, a veces, muchas, me provocaban cosquillas. Se liberó gran parte de la tensión que tenía en ese corto lapso y mis pies y yo, agradecidos, salimos del TaoSpa.

La tarde siguiente aproveché para caminar por el French Quarter. La influencia francesa es notoria, los detalles en cada calle hacen de este barrio un lugar muy agradable para un paseo. Abundan las tiendas con letreros de herrería y diseños diversos.

PJ's Coffee

Molly's Bar, Toulouse St

Las flores de Lys abundan como símbolo de la ciudad, en playeras, gorras, colgantes.

Fleur-de-Lis, New Orleans' symbol

Todos los letreros de las calles tienen la misma forma, colocados en cruz en los faros típicos del barrio.

Rue Toulouse

Al otro día hicimos juntos, mi peculiar acompañante y yo, el último tour. Salimos temprano, sobre N. Peters St, hacia el French Market.

French Market

Yo no dejaba de dar clics con la cámara. La gente, amable, evitaba pasar frente a mi para no estorbar o se disculpaba por salir sin querer en mi foto. Algunas veces miraban hacia donde enfocaba la cámara esperando algo que robara la atención y los veía mirarse unos a otros preguntando qué de interés tenía una perilla o una cerradura vieja.

A dos horas de caminata, a más de 34 grados centígrados y una humedad del 80%, en pleno sol, sudaba a chorros. Mi agradable compañero, de casi 80 años, corredor de maratones y amante de la química y la pesca, ni se inmutaba. Probablemente por estar habituado a ese clima; seguramente porque tiene mejor condición física (y mental) que yo. A veces olvidaba que soy casi medio siglo más joven que él y aún me sigue pareciendo afortunado y esperanzador reconocer tal vitalidad. Quizá alguna vez cuente una de las cosas que aprendí al escuchar sus historias de vida en esos días a la hora de la comida en el campus de la universidad.

A lo largo de N. Peters St abundan las tiendas de recuerdos y ropa. Todas ellas con letreros colgantes en colores y diseños bonitos. El estilo romántico de las calles de The French Quarter ameniza la caminata y para alguien detrás del lente de una cámara es un paraíso.

French Antiques

Debo confesar que nunca me sentí particularmente atraída por algún destino en los Estados Unidos. Cambié mi opinión al pisar Nueva Orleans. El French Market lleno de turistas, haciendo fila frente al Cafe du Monde, tal como La Parroquia en Veracruz. Pienso que regresaría a Nueva Orleans para probar un beignet, según lo dicho, el pan típico del lugar.

Continuamos el recorrido hacia Jackson Square y alcancé a hacer algunas fotos en Saint Loius Cathedral.

Saint Louis Cathedral

Saint Louis Cathedral

Saint Louis Cathedral

El peso de la fe

La última parte de la caminata correspondía al costado del Mississippi, por el Woldenberg Park.

Do not cross

Caminando por la orilla del río bajo el rayo pleno del sol, comienzo a escuchar una nota que sube al cielo y se difumina en el aire. El sonido de un organillo al micrófono. Otra nota, otra más. Y finalmente una dulce y lenta sucesión de notas en una melodía conocida; «De la sierra morena, cielito lindo vienen bajando… Un par de ojitos negros, cielito lindo de contrabando… Ay ay ay ay, canta y no llores, porque cantando se alegran cielito lindo los corazones». El corazón se me alegró a mi mientras caminaba a la orilla del Mississippi un domingo por la mañana.

Woldenberg Park

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