Crónica

#8M2020 CDMX

Desde que abordé el tren suburbano me encontré con mujeres que iban hacia la marcha. Una mujer sentada a mi lado vestía una playera color morado, traía una botella con agua en una mano y una cartulina naranja fosforescente en la otra. Algunas viajaban en grupo, vestidas de negro.

Ya cerca del lugar de partida, una más tomaba de la mano a su hija, adolescente, otra iba acompañada de un hombre, unas caminaban solas y con prisa. Los pañuelos verdes al cuello abundaban, aún más los de color morado. A lo lejos se escuchaba la multitud, las consignas.

Nunca había estado en una marcha de mujeres. Nunca había visto a tantas mujeres juntas, muchas jóvenes, muchas no tanto, llenas de energía, gritando, bailando, aplaudiendo. Pensé qué hacía yo a su edad, en qué pensaba, qué me preocupaba.

Tengo en claro que durante mi juventud temprana viví la inseguridad, que evitaba no quedarme sola en el transporte público, que sabía qué hacer si me perdía o que debía tener cuidado cuando un hombre caminaba demasiado cerca de mí. Viví el acoso y el abuso de primera mano siendo muy joven y por ello tomaba precauciones, pero no recuerdo haber tenido tanto miedo de salir a la calle, de no volver a mi casa.

La ola de gente se movía sin parar y no se podía pasar. Un grupo avanzaba por una calle aledaña, la gran ola se concentraba aún cerca del Monumento a la Revolución. Hacía un buen rato que el primer contingente había partido e intenté buscar alguno a los que quería sumarme. Desde ese momento fue una constante la señal deficiente o nula en mi servicio de datos.

Aquellas chicas tan jóvenes que gritaban y brincaban me hicieron pensar en las aún relativamente pocas alumnas que veo en la escuela de ingeniería todos los días, las mismas que a veces parecen tan pequeñas, tan cercanas al peligro, casi siempre acompañadas por amigos.

Algunas consignas me parecieron demasiado radicales, sin embargo, celebré que pudieran expresarlas. Vi una y otra vez grupos de mujeres vestidas de negro, con la cara tapada, no pocas con la cabeza completamente envuelta en una prenda de ese color, detrás de la cual solamente asomaban sus ojos y pensé en las burkas. Las chicas que veía se vistieron así este día no porque sea parte de su vida el tener que esconderse por su género. Sin embargo, lo hicieron porque también de una u otra manera se consideran víctimas por el mismo motivo.

Es en ese momento de la vida en el que un ser humano debe cuestionar, radicalizarse, reflexionar, volver a radicalizarse, creer firmemente en algo, cambiar de opinión las veces que sea necesario.

Seguí caminando bajo el sol en la marcha aledaña a la principal, a un costado de la gran multitud. Hombres y mujeres caminábamos así. No abundaban las cabelleras canosas, pero las había, así como mujeres maduras en grupos.  Los más valientes, con cámara en mano. Quise haber traído la mía.

Más adelante, la masa de gente se movía al ritmo de una batucada, aplaudida al pasar. Aquellas mujeres tocaban con energía furiosa. No era ninguna fiesta, a pesar del carácter festivo de esa expresión. Me conmovió.

Quise ser más alta para poder mirar mejor. Las pancartas de todos colores, con decenas de mensajes, a veces escritos al reverso de una caja de cartón. También vi cuando los escribían algunas chicas en cartulinas fosforescentes, recargadas en la pared. “No me cuida la policía, me cuidan mis amigas”, “Si te pega, no te quiere”, “Hermana, aquí está tu manada”, se escuchaba una y otra vez. Celebré su energía y su convicción, partiendo del simple hecho de que están vivas y tienen el derecho a expresarse.

Nadie dirigía esta multitud, cada grupo se comandaba a sí mismo, cada uno tenía un propósito, compartía ideas y así las gritaban, aún cuando una que otra del mismo grupo sólo avanzaba sin abrir la boca, porque también así se protesta, en silencio.

La marcha aledaña era la más heterogénea, la menos compacta, éramos las que no encontrábamos algún contingente, las que de cualquier manera queríamos estar presentes. En algún momento simplemente me sumé a la masa, en donde no había división. Y así, sin pancarta y sin consigna, fui parte de esta protesta, que se dividía en perspectivas e ideas, pero que compartía un objetivo en común.

La mujer ha luchado por hacerse escuchar durante siglos. Así es como hemos vivido en este país, en este continente, en este mundo. Es en esta época en la que a nuestras generaciones nos ha tocado vivir esta revolución y este reclamo tan fuertemente, haciendo a un lado el temor y enfrentando la ignorancia.

La multitud siguió avanzando y más personas se sumaban a lo largo del flujo interminable. Vi grupos de chicas con pintura en aerosol en mano, escribiendo en letras blancas en el suelo lo que ahora sé que no solo eran consignas, sino nombres de las asesinadas, de las desaparecidas. Otras pintaban las paredes cercanas, algunas más rompían vidrios, mientras desde adentro a algunas las repelían con un extintor. Muchas de ellas eran chicas realmente jóvenes, todas con la cara cubierta. Algunas de las pintas las hacían con plantillas. “Te prefiero violenta que violada/muerta”, fue una de las consignas que más explicaba su determinación.

Un poco más adelante, en donde el cuello de botella se cerraba, decidí salirme, en mi continuo intento por alcanzar al que consideraba mi contingente y también porque no me gustó sentirme atrapada sin avanzar hacia adelante ni hacia atrás. Pasé al lado de los escudos de mujeres policía que resguardaban los monumentos y los sitios más importantes. Escuché a un par de mujeres maduras reclamarles por ello, invitarlas a unirse, resaltar que eso era opresión, que eran “carne de cañón” y que no era de ese lado donde debían estar. Imaginé que algunas, convencidas, saldrían de la fila, pero sabía que no sería así.

Continué unas calles caminando en forma paralela a la marcha, como muchas otras personas. Abundaban las prendas del mismo color que las jacarandas que ya alegran en la ciudad. Mujeres de cabello cano con sus parejas, mujeres con niños, rubios, morenos, todos caminando rumbo a la plancha del zócalo. Percibí de algún modo una postura diferente en los pocos hombres que había entre la mayoría de mujeres, algunos de los cuales también portaban prendas moradas o pañuelos verdes. En una calle, con menos gente, un hombre me extendió un volante y me dijo “con todo respeto, la invitamos a…”, no escuché más por la sorpresa: ¿“con todo respeto”, dijo?

Sin saber, justo evité el bombazo y la estampida por un petardo y el gas lacrimógeno cerca del Barrio Chino, al salirme momentos antes del tumulto. Más adelante, ya cerca de la Catedral había una gran concentración, frente a las que seguían con los destrozos en el Nacional Monte de Piedad. Un camión de bomberos esperaba enfrente. Ellas golpeaban, rompían, pintaban las cortinas cerradas, mientras los que observaban capturaban las imágenes en cámaras de celular o cámaras profesionales. Uno de los que traía una enorme cámara, precavido, portaba un casco.

La Catedral Metropolitana estaba resguardada con mamparas altas de metal y madera. Pasé a un costado, algunos minutos antes de que comenzaran las agresiones que se reportaron en los noticieros más tarde. Me acerqué a la plancha del zócalo, buscando a alguno de los grupos. Frente al Palacio Nacional había un templete sobre el cual un grupo de mujeres hablaba al micrófono. En ese momento tomaron la palabra las mujeres que luchan por los derechos de la discapacidad. En el suelo, cerca del asta, estaban sentadas mujeres con hijos pequeños. Una mujer traducía al lenguaje sordomudo lo que se decía al micrófono.

Más tarde se escucharon los desmanes cerca de la Catedral. Con gritos le indicaban a las del micrófono que estaban echando gas lacrimógeno. Inmediatamente ellas pidieron al gobierno que no se usara la violencia y después reclamaron que se estuviera atacando a las manifestantes. De primera mano supe lo que ahí sucedió, la agresión de las encapuchadas a quienes rezaban y resguardaban la iglesia y la respuesta de la policía. Al micrófono se daba información errónea. Los gritos para detener la violencia continuaban. Algunas, pocas, corrieron al lado contrario.

Continuaron los grupos hablando al micrófono, intercalando testimonios de familiares de víctimas. ¿Cómo no conmoverse ante los gritos de quien nada más tiene que perder cuando ya ha perdido a su hija, a su hermana? Alguien relató que a varias mujeres de su familia las habían asesinado. Más de una vez me conmovieron hasta las lágrimas, no solo los reclamos, sino la respuesta de las que escuchaban, sobre todo cuando a la que hablaba se le quebraba la voz: “No estás sola”, los puños en alto y el silencio.

¿Qué se le puede objetar a una mujer que ha sido víctima de violencia, de violación, de abuso, en su propia casa, en la escuela, en el trabajo, en la calle, en cualquier lugar donde se creía segura? ¿a la que ha esperado con angustia que su hija, hermana, madre o amiga regrese? ¿a quien la ha visto golpeada, aterrada, muda, muerta?

Más tarde, los petardos frente a puerta del Palacio Nacional. No estaba muy lejos, pero ¿cómo iba a sentir miedo si a mi lado había mujeres con sus bebés o niños, mujeres de la tercera edad o en silla de ruedas? Ninguna se inmutó. Por el micrófono nuevamente se dio información errónea, decían “son hombres, compañeras”. Uno, otro bombazo, previo a la llamarada. Los gritos pidiendo un médico porque había una quemada. Al micrófono reclamaban al Estado, luego, que había infiltrados. Se fue el sonido por un rato. Por fin regresó y alguien finalmente pidió a las chicas que pararan la violencia, afirmando que una de ellas había roto el micrófono. Exigieron nuevamente que se dejara pasar a los contingentes que estaban detenidos calles antes del zócalo.

Todos los grupos al micrófono manifestaron su postura, paralela a la general de la marcha. Desde las que reclamaron por los derechos relacionados con la maternidad, las que exigieron equidad laboral, aborto legal y gratuito en todo el país, hasta la que habló del outsourcing y de Romero Deschamps; las anti AMLO, las anarquistas, las anti capitalismo y las anti imperialismo. Había grupos de veganas que pintaron el suelo y las paredes con sus peticiones (“Hermana, hazte vegana”), grupos en pro de la diversidad sexual y de la adopción monoparental y contra el patriarcado. Las más conmovedoras siempre fueron las que dieron testimonio por las muertas, las que gritaron su nombre y reclamaron con gritos desesperados, como los hashtags en las playeras de algunos grupos. Todas las voces se escucharon, por turnos y con respeto. Cada grupo demandó desde la perspectiva de sus convicciones particulares, pero alentadas en común por la violencia hacia las mujeres en todos los ámbitos y ante la situación extrema de que su vida esté en riesgo solo por su género.

A mi regreso, antes de que oscureciera, los destrozos eran cuantiosos. Los vidrios se acumulaban por montones, los letreros de colores con los nombres de algunas de las asesinadas -Fátima, Ingrid-, reclamos, insultos, también en la escultura de la Torre del Caballito. Las puertas de cristal de una plaza comercial estaban hechos pedazos, mismos que barría el personal de seguridad. Las vallas improvisadas no sirvieron de mucho ante la furia de aquellas manifestantes, solo el Hilton, con los altos escudos de metal color azul casi quedó sin daños. Oficinas de gobierno, esculturas, locales comerciales, edificios, todos por igual, tal como en muchas otras manifestaciones no pacíficas; hubo caos, heridos, división y violencia, pero abundó el respeto y la sororidad.

Personal de limpieza, vestido con su overol verde fosforescente, había comenzado a barrer y limpiar o pintar paredes. Olía a tíner cerca del Monumento a la Revolución. Ninguno se quejaba, solo hacían su trabajo. Abajo había un concierto de un grupo de metal en vivo y más allá bailaban los concheros. Todos ajenos a lo que pasó unos kilómetros atrás.

Decidí firmemente ir a esta marcha justo cuando me di cuenta de que sentía miedo tan sólo llegar ahí y estar ahí, no solo por los rumores de ataques que hubo los días previos. No es posible habitar este país y este mundo con miedo solo por el hecho de ser mujer. Y no hablo aquí de las desventajas y consecuencias que ello implica, que se han discutido hasta el cansancio. El machismo, el sexismo y la violencia contra la mujer no son novedad, están enraizados y normalizados profundamente en hombres y mujeres desde hace tantas generaciones, que no somos conscientes de ello. Tampoco discutiré sobre los intereses mezclados, pues es evidente que los grupos que quisieron expresarse, pudieron hacerlo, en la forma en la que lo desearon.

Después de esta experiencia, comprendí que finalmente hemos entendido que no hay ni habrá otra manera más que alzar la voz, cuando aún la tenemos.

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De libros y ocurrencias, Ensayo, Mi desvarío, Yo

Sobre la vida [y la muerte]. Parte I

Fue mi madre quien me dijo cuando yo era una niña que si alguien maltrataba a un perro, éste no lo ayudaría a cruzar el río cuando muriera. Y aunque mi amor por los perros no lo hurté, lo heredé, crecí inconscientemente con esa creencia, sin saber cuál río, pero imaginando que entonces volvería a ver a mis queridos perros. Esta historia, transformada con los años en leyenda es un rasgo desdibujado de la cosmovisión de los antiguos mexicanos.

Tenía unos 12 años cuando encontré por casualidad en alguna parte de la casa un libro color plata en cuya portada había una ilustración con los colores de un arcoiris. El autor era Raymond L. Moody y el libro se titulaba Vida después de la vida.

En ese tiempo era poco lo que podía comprender acerca de la cultura tibetana o el budismo —y no porque ahora comprenda mucho más, se es más sabio y más abierto cuando se es niño—, y por supuesto, nada había llegado a mis oídos sobre la tanatología; pero lo escrito en el libro de Moody generó en mí la curiosidad por saber y por entender, y desde esa ingenua edad encontré un poco de coherencia y probablemente un atisbo de consuelo a mi corto entendimiento, no sólo sobre la muerte sino también sobre la vida en relación a la muerte.

En los siguientes años pasaron por mis manos otras lecturas sobre el sentido de la vida desde la perspectiva de la muerte: Victor Frankl, Boris Cyrulnik, Elisabeth Kubler-Ross y el budismo han formado poco a poco la silueta de mi búsqueda de respuestas, que cada vez son menos porque las preguntas no son las mismas.

Un fin de semana, en una casualidad, pasé al menos una hora divagando en una librería en busca de un regalo, y como usualmente sucede, encontré un libro para mí, uno de los más luminosos de Elisabeth Kubler-Ross, Sobre la muerte y los moribundos. Esta psiquiatra, cuya extensa investigación sobre este tema sentó las bases de la tanatología, contradictoriamente se pensaría, tuvo una visión dura, real de la vida, pero no por ello menos esperanzadora.

Preguntaba mi abuelo José cuando hablaban de espíritus, ¿quién se ha ido y ha regresado para hablar de eternidad? Decía Cuídate de los vivos. Quizá él, en su adorable ironía,regresaría sin dudar a la casa donde vivió antes de volver a casarse a los 90 años.

En la tradición con que en México se celebra el regreso de los muertos pequeños y los muertos adultos al mundo terrenal, los panteones reciben caravanas de visitantes con flores en brazos, algunos en actitud solemne, otros con música y canto, todos llegan puntuales a la cita anual. En esta fecha ellos, los muertos, vuelven por el largo camino desde «el más allá. Las veladoras que caracterizan las ofrendas representan la luz que los guía hacia el lugar donde habitaban o quizá hacia algún lugar donde más que esperarlos, los reciban. Pienso en la costumbre en casa de mi madre de las veladoras extra, «por alguno más que llegue por ahí«.

Las enormes ofrendas, las visitas al panteón y todas aquellas costumbres que envuelven al día de muertos atraen por lo extraño de su manifestación y por la belleza cultural que rodea esta fecha, que es Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.

Sin embargo, a pesar de que en México el tema de la muerte es causa de una creatividad sinfín y aunque La Catrina es un personaje común en los versos burlones de las calaveras, a la muerte se le aleja cuando se trata de hablar en serio.

Y me pregunto, ¿realmente cómo concebimos los mexicanos a la muerte? A pesar de la riqueza de esta tradición, en la cultura occidental actual en México no es habitual hablar con franqueza y abiertamente sobre el momento de morir. La mayoría de los sepelios son momentos difíciles, de pesadumbre, tristeza y dolor en los que no se sabe exactamente qué decir. Y tanto se pospone o evita hablar de la muerte propia, que es común que se descuide por completo hacer un testamento; la ideología frente a la vida simple impide, casi prohibe otra actitud ante la muerte, más allá de la inmanente tristeza, parece que si se piensa en ella, se le atrae. 

Quizá es que no se le comprende; es muy común sentir miedo, aunque probablemente lo que la mayoría tememos más es a la vejez, la enfermedad, el sufrimiento, y a la muerte de los nuestros. No hay certeza de lo que pasa durante y después y lo único que se sabe de cierto, es que todos moriremos; en ello radica justamente el dolor en los que se quedan, el espacio vacío, la ausencia.

Las culturas precolombinas son absolutamente luminosas en su visión sobre la muerte. Gracias a mi amistad con Luis Antonio, que siempre que relata la riqueza mesoamericana en todo su esplendor, yo regreso el tiempo y soy una niña que escucha atenta un cuento fantástico. Con ello encuentro que quizá en esta cosmovisión teníamos una verdad aproximada sobre lo que significa la muerte: el nacimiento a la vida. En un libro que llegó a mí por él, Ritos mortuorios nahuas precolombinos de Patrick Johansson, encontré una ventana hacia la cultura de mis antepasados en la que vislumbro una filosofía de aquellos seres, interrumpida y suspendida en el tiempo, que en el mundo occidental que habitamos los mexicanos hoy, resuena en una mística maravillosa pero inconcebible. Esta sabiduría parece más cercana a algunas doctrinas orientales en el sentido de una forma de vida desde la perspectiva de la muerte, en la que ésta no significa un final, sino el principio original en sí mismo.

Johansson trasluce la belleza de la cultura náhuatl a través de un lenguaje preciso y poético, para nada trivial como no lo es en absoluto la existencia los nuestros ancestros. No la encontré como una literatura fácil de comprender, pero, para mi suerte, el mismo autor publicó varios artículos que resumen lo primordial de este libro. En éstos comprendo el momento en el que la concepción de la muerte surge en la consciencia del pueblo precolombino y con ello, el mito y el rito, en el que en una catársis profunda ya se cursaba por un proceso de duelo, malentendido y malinterpretado por los españoles. Leo también, en el mito del origen del hombre en el reino de los muertos, el Mictlán, que el nacimiento a la vida procedía de la muerte y a esta misma se vuelve, para volver a nacer. “Morir para no morir del todo”, dice Johansson, por ello existe la muerte.  

Es inevitable para mí recordar el tránsito hacia la muerte que guía el Libro tibetano de los muertos o Bardo thodol, en el que se le recuerda al moribundo la última oportunidad que tiene en vida de “iluminarse”, al momento de morir, para así poder renacer. Y el tránsito que cursa el occiso, en el cuento de María Virginia Estenssoro, en el que los gusanos, los mismos que perforan el caracol que Quetzalcóatl sopla para crear al hombre, son los que devoran hasta la última gota de sangre del cuerpo del difunto protagonista. El fin es el mismo, el nuevo principio.

En esos textos que explican la cosmovisión de aquellos antiguos mexicanos comprendo el origen del mito con el que mi mamá me enseñó el respeto no sólo a los perros, sino a todos los animales. El nahual (del que también las historias de mi abuelo contaban) y gemelo nocturno de Quetzalcóatl, Xolotl, encargado de la conversación con Mictlantecuhtli en el reino de los muertos, era un perro. El destino de todo hombre al morir se define en esa escena de la mitología precolombina: Quetzalcóatl llevará a los hombres a la existencia, y su nahual los acompañará a su muerte, cruzando el río de regreso al Mictlán.

 

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Mi desvarío

¿Qué «incomoda» sobre los «niños incómodos»?

Hace un par de días, unas imágenes llamaron la atención en México: la reproducción de lo que se ha visto reiteradamente en cualquier noticiero. La diferencia, los protagonistas que reproducen estas escenas son niños.

Causó revuelo inmediatamente, como era de esperarse, con teorías sobre lo que «hay detrás» de estas imágenes. Desde quién lo produjo y sus verdaderas intenciones, hasta la infracción sobre los derechos de los niños, sin contar con que se argumenta que es un lavado de manos de quienes mantienen el país en este estado.

¿Qué es lo que incomoda tanto de verlos a ellos, a nuestras futuras generaciones protagonizando este caos?

¿A quién queremos engañar? Los niños de hoy se han acostumbrado a vivir así. A lo largo y a lo ancho del país, los niños viven en situaciones complicadas, injustas y tristes. Los que menos, están acostumbrados a escuchar sin ninguna novedad, sobre la cantidad de muertos del día y es costumbre el temor de salir a la calle o la preocupación constante de la familia por vivir al día.

Cuántos otros viven en angustia y poco es lo que puede hacerse para alejarlos de la realidad de nuestro país. Los menos (quisiéramos), participan de una vida sin ética de sus adultos responsables, cuando siquiera pueden comprender por qué. Desconocen cómo llegaron ahí, por qué les tocó vivir así.

Ésta es la realidad.

Por lo que todos protestamos, lo que todos queremos, es un país mejor, pero seamos realistas, no será para nosotros. No hay tiempo para ello, es verdad, pero tampoco hay varitas mágicas. Pero estas imágenes no están pidiendo una solución mágica para hoy, lo exigen para que las siguientes generaciones no tengan que vivir en las mismas circunstancias.

Y si hay algo debe molestarnos tanto sobre esto, es que no hay responsables únicos, es verdad. Ni una sola persona será el cambio, no hay Mesías. Ni el poder son sólo la clase política, ni los empresarios, ni los que manejan los hilos desde afuera. Y tampoco son sólo «ellos», los del poder, los que nos han conducido aquí. Todos somos parte del problema. Han sido cada una de las decisiones que en conjunto hemos tomado, desde saltarnos una regla, hasta ignorar nuestros principios o dejar que las cosas sucedan. Que si las circunstancias han sido las culpables, también el dejar se hacer lo que nos corresponde, lo es.

La gravedad de la situación del país fue ocasionada por una reacción en cadena en la que todo es causa y consecuencia de todo, un gran sistema en el que cada elemento afecta al otro potencialmente. Una sociedad débil en educación, cada vez más escasa en valores, sin tiempo, sin oportunidades, vulnerable a la fuerza de los poderosos. Somos afectados y dependemos de lo que sucede en el exterior, por supuesto, pero también somos responsables de cómo nos conducimos internamente. Desde la escala más pequeña. Nuestra característica como mexicanos, de desacreditar iniciativas, de buscar las «verdaderas intenciones e intereses ocultos» de cualquiera, por mejores argumentos que se expongan. No creemos, ese es nuestro resultado.

Lo que queremos cambiar es por ellos, nuestros niños y jóvenes, porque ellos son quienes vivirán las consecuencias de lo que hoy se está gestando. ¿Cuál es nuestra responsabilidad directa? ¿Vamos a seguir ignorándola?

Como ciudadanos y como seres humanos tenemos obligaciones. Como miembros de una comunidad, de una familia, de un grupo de trabajo, de un país. Todos somos causa y consecuencia, protagonistas de un inmenso efecto mariposa y nuestras decisiones son las que crean la forma en la que vivimos.

Que si la producción de estas imágenes es una visión sesgada, que tendenciosa, que si «las barbas del vecino». La mayor parte de estas imágenes son la realidad de todos los días. Las razones de cada uno de esos horrores son diversas y complejas y tendrán su lugar para discutirse, pero no por ello son irreales. Es lo que cualquiera vería al salir a la calle o al asomarse al país.

¿Qué más incomoda? Que queremos conservar a los pequeños intactos ante el desastre que hoy vivimos. Porque no gusta ver este caos desde su carne, pero es justamente a donde los estamos conduciendo.

No lo veamos desde nuestra perspectiva, quien tiene niños cerca sabe que a ellos no se les puede engañar. Ellos nos dan grandes lecciones y por supuesto que si pudieran tener voz, veríamos la otra cara de la moneda. No está lejos de lo que ellos opinarían. Veámoslo desde su punto de vista, rescatemos lo valioso de esta llamada de atención.

No es que se hayan expuesto a los niños a estas situaciones, es que ya están expuestos, es que ya las viven, es que ya están acostumbrados a ello y tampoco saben la razón.

Si tiene otras intenciones, si pretende señalar culpables incorrectos, si no es objetivo, siempre habrá múltiples perspectivas. ¿Por qué sólo denostar sin preguntarse? No lo descartes, complétalo, conserva lo rescatable. Explícaselo a los pequeños, dales «armas» para comprenderlo. Para enfrentarlo, porque son ellos quienes tendrán que hacerlo.

Observa desde esta perspectiva, ¿a ti qué te mueve? Ellos pueden ser tus hijos, tus hermanos, tus sobrinos, tus nietos. Somos responsables de ellos. ¿Te has preguntado cómo lo ven desde su sabia mirada? Pregúntales.

¿Quiénes son responsables? ¿quiénes tenemos que exigir? ¿a quién debemos exigirles? ¿qué debemos exigirles y exigirnos?

Si no nos «cae el veinte» con esto, ¿con qué será?.

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