Bitácora de viaje, De la nostalgia, Yo

Pequeña bitácora de viaje. Lima

Los barquitos espolvoreados sobre el mar nos dieron la bienvenida una nublada mañana de cielo blanco. Nuevamente pisábamos tierra andina.

La distracción del desvelo y la ingenuidad facilitaron que el cambio de algunos pesos mexicanos a soles se convirtiera en una pequeña estafa, perdiendo una gran parte de su valor. Afortunadamente el robo fue menor, pero no dejó de sorprendernos que dicho acto se cometiera al costado de la aduana, dentro al aeropuerto.

El acento inconfundible de los peruanos lo reconocí inmediatamente. El taxista, contratado por fuera del área de bienvenida del aeropuerto, ofreció una tarifa reducida casi a la mitad, de la propuesta por las compañías oficiales. Entre las recomendaciones habituales, la misma de la última visita hace unos años: «las carteras escondidas, no las dejen a la vista, pueden romper las lunas para robarlas». Añadió que la delincuencia ha ido en aumento, a pesar de que con Ollanta Humala, la economía del país mejoró.

Por las lunas del taxi vimos pasar las calles de Lima. Los conocidos camiones con sus letreros coloridos anunciando la ruta: Miraflores, Barranco, Arequipa, Chorrillos, Bolivar… Taxis negros, taxis blancos, taxis amarillos. Parte de la ciudad que había visto antes, sin gran cambio. La humedad en el ambiente y el calor hacían difícil no cerrar los ojos. Sobre las banquetas caminaban mujeres y hombres, apresurados, en un día normal de trabajo y por las ventanas de los camiones se veían algunos dormidos. Un rato después llegábamos a la Avenida Arequipa.

No reconocí del todo las calles de San Isidro, pero sí su encanto peculiar; casas viejas sin restaurar que aún conservan orgullosas el estilo detrás de la pintura deslavada y descarapelada. Sobre Arequipa, alguno que otro edificio relativamente nuevo, de más de quince pisos que contrasta con las pequeñas construcciones a los costados. Pequeñas tiendas, muy bien ordenadas, con mostradores de madera muy limpios.

Caminamos por los alrededores, buscando algún lugar para almorzar. Entendemos de una vez por todas, que los conductores en Lima son un poco salvajes, sin respeto alguno por el peatón. No parecen tener el mínimo indicio de detenerse cuando uno pretende atravesar la calle. Encienden las luces y presionan el claxon indicando que tienen la preferencia en todo momento. Sobre el cruce peatonal leemos una y otra vez la advertencia «4 DE CADA 5 MUERTOS EN ACCIDENTES DE TRÁNSITO SON PEATONES» y me pregunto si aquello no será contraproducente al provocar aún más a los conductores a olvidar que a veces también son peatones. En algún poste, un anuncio que conmemoraba la independencia, insiste en evitar el uso del claxon: «Cuando no tocas el claxon por gusto haces patria. ¡FELIZ 28 PERÚ!».

Mondonguito, pescado sudado, causa de pollo, pollo adobado con camote, pollo a las brasas con papas y muchos gramos de arroz, típico almuerzo de los peruanos. La comida china, llamada «Chaufa», abunda. Los sabores no son desconocidos, salvo la ausencia del picante. En aquellos días pocas veces soy capaz de terminar de comer tal cantidad de arroz.

Me llama la atención algo, un letrero pegado fuera de un local: «Se solicita azafata con experiencia», al dar un vistazo hacia dentro, pensando que no había visto esa manera de reclutar «aeromozas«, observo mesas y sillas, es un pequeño restaurante. Otro letrero en un local cercano, solicita además de azafatas, un lava vajillas. Como tantas otras veces, el mismo idioma da lugar a simpáticas confusiones. Caminamos por el camellón de la avenida. Altas palmeras custodian las orillas y ofrecen una bonita perspectiva. Cada tanto, bancas de madera forman un círculo, invitando sentarse por un momento, en medio del barullo y las prisas de la ciudad.

Son pocos años después, pero encuentro una Lima mucho más linda, limpia, ordenada y muy agradable. Veo a mi alrededor y me alegra estar nuevamente aquí.

Los siguientes días están llenos de reencuentros, de historias, de caras conocidas y risas reconocidas, de recuerdos, de familia, de un enorme cariño con sabor a comida peruana. Ají de gallina, mondonguito, lomito saltado, papa a la Huancaína, olluquito. Seguimos festejando una y otra vez las fiestas con panetón. Comemos paletas de lúcuma y litros de Inka Kola, el refresco de cola amarillo tradicional del Perú.

Me sorprendo agradablemente con Magdalena del Mar y su nuevo pasaje comercial, ordenado, iluminado, tiendas muy bien puestas y mercancía de calidad. El parque aquel frente a la iglesia tiene particularmente un significado personal. Mientras caminamos alrededor al gran árbol de Navidad, mi mente va años atrás y trato de captar la esencia del lugar. Estos sitios estuvieron mucho tiempo en mi imaginación siendo una niña.

La Costa Verde da una hermosa vista al Pacífico. Mientras rodeamos la playa por la vía, observo a lo lejos algunos bañistas que miran hacia el mar, esperando el momento para surfear.

La víspera de Año Nuevo, una pequeña gran fiesta en la que nos reciben con un paquete peculiar: serpentinas, silbato, antifaz, matraca, globo y confeti que cumplen el objetivo que convertir en niños a todos los presentes. Encuentro familia que no conocía, abrazos y peticiones de saludos para cuando estemos lejos.

Mis pies y mi corazón no han olvidado el huayno y festejan y se contagian del gusto con el que quienes bailan comparten así un mismo lenguaje, el amor a la tierra.

Pienso en mi México, en su caos, en la locura del diario, en sus fallas y sus aciertos. En su potencial y en su gente. No somos tan distintos. Ni tan perfectos ni tan fallidos.

Nos despedimos cargados con abrazos familiares, condimentos y un gran panetón.

Hasta pronto Perú de mi corazón.

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Bitácora de viaje, Mi desvarío

Bitácora de viaje. Nueva Orleans

Siempre ocasiona estrés perder un vuelo. Mayormente cuando uno está parado frente a la fila de inmigración en algún aeropuerto de Estados Unidos. La táctica de la sobreventa de vuelos de algunas aerolíneas ocasiona caras de preocupación, innumerables miradas al reloj y finalmente, resignación.

Llegué al aeropuerto de Houston con una hora disponible para hacer la conexión rumbo a Nueva Orleans. Suficiente tiempo, pensé. Pero no recordaba lo lento que avanza la fila para obtener el sello de entrada. Los minutos transcurrieron mientras yo veía una y otra vez el video que mostraban las pantallas, con las indicaciones del proceso. Me entretuve además, observando a las personas que estaban formadas, inventando historias de sus motivos para viajar.

Después de la preocupación de comunicarle a quien iba a recibirme, que no llegaría a tiempo, no tuve ninguna intención de correr para alcanzar el vuelo, la hora de salida había pasado hacía un rato. Me dirigí al mostrador de Continental Airlines y con toda la calma del mundo, como si fuera un tramite acostumbrado, me dieron dos pases de abordar, uno para el siguiente vuelo, que prácticamente salía en unos minutos más y, por si las dudas, otro para el que le seguía, por si aquel ya estaba lleno. Tampoco me apresuré para llegar a la sala. Recorrí los pasillos y llegué justo a tiempo para abordar.

Por un momento creí que al grandioso repertorio del sandwich o cuernito de jamón con queso, servido en los vuelos cortos, se habían agregado los Cheetos. No. Para mi agradable sorpresa eran «baby carrots». Agradecí poder comer algo más saludable que las papas fritas.

El calor húmedo al bajar del avión fue mi bienvenida a Nueva Orleans. El taxista me informó que el día anterior habían alcanzado los 100 grados Farenheit, alrededor de 38 grados centígrados. A pesar de estar nublado, la excesiva humedad empeoraba el bochorno por la temperatura.

Las prisas por el viaje me obligaron a elegir un hotel por internet justo antes de subir al avión. Al llegar me encontré con que había cometido un gran error. Bajé del taxi frente a la rotonda Lee Circle, sobre Saint Charles Ave, en el distrito de The Warehouse. A pesar de encontrarse en una zona de museos (el Civil War Museum, el Louisiana Children’s Museum, el Contemporary Arts Center, el II World War Museum y el Ogden Museum), el hotel no era una buena alternativa.

Mi día comenzaba a las 9 de la mañana. El recorrido desde Saint Charles Ave. a la Universidad de Tulane representaba para mi un recorrido turístico, con uno de los mejores guías. Los edificios de la universidad, casi vacíos por la temporada de vacaciones, me parecían un atractivo por sí mismos. Todos distintos y con carácter propio. En los siguientes días pasaría largas horas en uno de ellos, finalmente no era un viaje de placer.

¿Qué se puede esperar de una universidad con una matrícula de alrededor de 30,000 USD anuales? Grandes y cómodas instalaciones al interior del campus, todo lo necesario para no tener la necesidad de salir. Así es como viven los estudiantes de Tulane. Por supuesto, bastante alejado de mis años de carrera universitaria. Aunque algunos estudiantes obtienen becas, muchos otros pertenecen a familias que pueden costear la matrícula. En uno de los edificios de servicios a estudiantes, no solamente había una sucursal bancaria, nada especial para este tipo de universidades, sino una oficina de una conocida empresa de paquetería, un salón de belleza, una barbería y una amplísima área de food court.

A la hora de la comida podía hacer un pequeño recorrido. En lugar de estar dentro de una universidad, me parecía caminar por los alrededores de algún destino turístico. La mayoría de los chicos vestían bermudas o pantalones cortos, camisetas sin manga y sandalias. Posiblemente porque era temporada vacacional o porque es mucho más cómodo vestir así con ese clima tropical.

El food court es como cualquier otro ubicado dentro de un centro comercial. Afortunadamente había opciones para evitar en lo posible la comida chatarra. Grandes porciones de fruta y jugo natural, sandwiches de queso panela en pan integral, gelatina, ensalada verde, leche, cereal y yoghurt. Suficiente para comenzar el día de manera saludable. Comida china, sushi, bagels y burritos para la comida.

Caminamos un poco por el campus. Las áreas verdes abundan entre los edificios. Me llamó la atención un árbol por el que pasamos, cuyas ramas estaban adornadas por infinidad de collares de cuentas redondas de distintos colores y tamaños. Inmediatamente imaginé el Spring Break, pero mi acompañante me explicó que se debían al Mardi Grass recién acontecido unas semanas atrás.

Esta festividad es parte del carnaval que se realiza cada año, el día anterior al miércoles de ceniza. En ella ocurren desfiles en los que la gente se desvive por disfrutar al máximo, como en cualquier carnaval. Las máscaras y antifaces son típicos, así como los disfraces en los carros alegóricos. Los collares amontonados en ese árbol y todos los que vi después colgando en cualquier cable, poste, barandal o ventana en muchas calles de Nueva Orleans, provienen de la gente que desfila y los avienta al público.

En alguno de nuestros recorridos hacia o desde la universidad, mi anfitrión me contó que aquellas calles permanecieron inundadas por días, después del paso de Katrina en el 2005. Algunos barrios, incluso, quedaron con casas abandonadas, que poco a poco vendieron quienes no soportaron regresar después del huracán. Probablemente también quienes vivían ahí fallecieron.

Como el hotel no tenía restaurante y el bar era meramente un adorno (muy bonito, por cierto) tuve que optar por el servicio a domicilio. Y días después, por buscar otro hotel, cercano al área turística y a la vida de Nueva Orleans.

Buscando donde cenar, una de las primeras noches, subí al tranvía, llamado localmente street car. Recorrí Saint Charles Ave desde Lee Circle, hasta la parada en Tulane. Bajé y caminé un poco. Entré a «La Madeleine», en la esquina de Saint Charles Ave y Carrollton Ave. Un lindo lugar, parecido a una cabaña, con lámparas de luz amarilla y construcción de ladrillo. Un mostrador con todo tipo de pasteles deliciosos, un pequeño menú de ensaladas, sopas y empanadas y un mini mostrador de bebidas. Todo autoservicio. Pedí un café, un mini «raspberry muffin» y una mini tarta de frutas. Me senté a mirar por la calle y dentro del lugar. Parejas de adultos mayores, grupos de mujeres, chicas solas. Una familia. Afuera casi no pasaba nadie. De repente comencé a pensar que tanta quietud me estresaba por alguna razón.

Street Car

Street Car stop

De regreso al hotel miraba por el hueco donde debían ir las ventanas en el tranvía verde. Este tranvía atraviesa la ruta que sigue Saint Charles Ave hasta los cementerios. El tranvía color rojo es el que llega al centro de la ciudad.

La Universidad de Loyola, una universidad católica, al costado derecho de Tulane realmente se veía hermosa de noche. Unas lindas casas, con porche a la entrada, tal como en las películas. Otras tantas con escalera a la entrada y sillas o sillones. Me parecieron todas casas de muñecas, con sus ventanas con persianas.

Una chica afroamericana muy delgada abordó el tranvía. Tenía un peinado alto y un bonito vestido de colores. Parecía que iba a una fiesta. Pero el chico que la acompañaba vestía bermudas y portaba una gorra de béisbol. Otra chica de raza afroamericana subió en la siguiente parada y llamó mi atención. La piel muy obscura y brillante, la forma del rostro, de pómulos altos, y ángulos armoniosos. El cabello peinado completamente negro en pequeñas trenzas perfectas atadas arriba de la cabeza. La sonrisa amplia y alegre que me dirigió, me sugirió que era muy joven y sin ninguna clase de pretensión, ni por parecer una pequeña escultura viviente.

Una cena fue programada especialmente para el jueves por la tarde noche. A las 18:30 hrs. estábamos entrando por la puerta verde recién abierta, en el 417 de Canal St, del restaurante Brennan’s. Un lugar agradable, rodeado de espejos en las paredes y mesas circulares. Elegí el asiento en una esquina, para poder apreciar el ambiente. Enseguida nos recibieron dos meseros muy jóvenes y bien parecidos, vestidos de esmoquin. Uno de ellos, Alex, nos recomendó sus platillos de entrada y plato fuerte favoritos, con lujo de detalle en la preparación y los alimentos.

Después de estudiar el menú largamente, en compañía de mis anfitriones y escuchando sus sugerencias, me decidí por la localmente famosa sopa de okra o gumbo con cangrejo, la «Maude’s Seafood Okra Gumbo». La okra (o gumbo) es un vegetal verde, de origen africano, con forma y aspecto entre chile, pimiento y calabaza, de sabor ligeramente picante y dulzón, que se cultiva en distintas partes del mundo, entre ellas en Estados Unidos. La otra opción era sopa de cebolla, no apta para mi, o sopa de tortuga, menos aceptable aún. Como plato fuerte elegí el Blackened RedFish Brennan’s, una corvina en pimienta a la parrilla, acompañada de zanahorias glaseadas.

Ambos platillos me parecieron una delicia. La espesa sopa de okra gambo tenía pedazos de cangrejo, arroz y okra, preparados con una salsa de jitomate, muy poco caldosa. Una comida completa. La corvina, deliciosa, a la parrilla, marinada con alguna mezcla de especias y pimienta.

El postre sugerido por Alex y el típico de la casa, los Bananas Foster, son plátanos flameados, acompañados de helado y espolvoreados con canela. No me pareció particularmente llamativo, en México incluso yo misma, había preparado alguna vez fresas flameadas. Me pareció más atractivo un pastel de chocolate y nuez. Mi anfitriona amablemente pidió una receta de los Bananas Foster, como recuerdo para mi. En la receta se narra la historia de Paul, el chef que preparó por primera vez el postre en 1951 y desde entonces se preparan toneladas de Bananas Foster al año. La misma receta que guardo doblada en cuatro, está disponible en internet, junto con otras recetas del famoso restaurante Brennan’s aquí.

La velada la compartí con mi agradable pareja de anfitriones, ambos personas de quien mucho puede aprenderse, en una mezcla de español e inglés y un poco de francés. Me sentí agradecida por la experiencia y por las circunstancias que la hicieron posible.

El plan al terminar la cena fue The Preservation Hall. Un lugar tradicional en Nueva Orleans, que no puede fallar en cualquier visita turística o simplemente, para los amantes del jazz y para mi, el lugar perfecto. Eran alrededor de las 20:30 hrs. Salimos del restaurante y caminamos unos pocos metros, hasta el número 726 de St Peter St. Había ya una larga fila para entrar. Arriba de la puerta, un gran letrero que cuelga de la herrería verde anuncia el nombre del famoso lugar donde cada noche tocan bandas de jazz al estilo Nueva Orleans.

Preservation Hall's entrance

La dinámica es así: en el local caben unas 50 personas, sentadas y paradas. Los músicos entran, saludan y entre aplausos y bromas, animan a los presentes desde la primera nota. El concierto dura alrededor de 25 minutos. Al terminar, los músicos salen a un descanso y ese tiempo se aprovecha en hacer el cambio de público.

Mientras esperamos, mi anfitriona me cuenta el suplicio que vivieron por Katrina. Por una de las ventanas viejas, deslavadas, puede verse hacia dentro. La gente sentada en bancos largos de madera, aplaude al ritmo de la banda. Afortunadamente, decía, los huracanes dan la oportunidad de alertar a los que se encuentran a su paso. En aquella ocasión se comentaba la magnitud del que se avecinaba, pero algunos de los habitantes que habían pasado por alarmas como aquella no creyeron que sucediera nada realmente grave. Cuando quisieron salir, ya no había manera de rescatarlos. Esta pareja de admirables personas pasó varias semanas en un hotel, con sus mascotas, antes de poder regresar a casa. Con una dulce sonrisa mi linda acompañante me dice que vivir así ahí es como en cualquier parte del mundo, como en México mismo, donde tal vez es peor, porque nunca se sabe cuándo habrá un terremoto.

Después de unos 15 minutos logramos pasar la reja de entrada y alcanzamos lugar en una de las bancas al medio, pegada a la pared. El local es un cuarto tajantemente viejo, las paredes despintadas, iluminadas por una luz muy amarilla, el ambiente perfecto para el jazz. Al fondo, en la pared que da hacia la calle, los largos ventanales, casi puertas, con vidrios opacos y muy gastados. Y en el medio de ambos ventanales, una pintura de un músico y letreros alusivos al jazz. Definitivamente sin hacer gala a la preservación, como lo dice el nombre, el piso de madera crujió al acomodarnos.

Poco después ante el aplauso del público entraba la banda de músicos que llenó el ambiente de alegría. Pude tomar un par de vídeos, hasta que alguien se me acercó y amablemente me indicó que estaba prohibido. Me conformé con algunas fotografías y con grabar la sensación de la música viva en mi mente.

De vuelta a la realidad entendí que sería mejor cambiar el hotel, por seguridad y por comodidad. En la zona donde me encontraba no era muy recomendable caminar después del atardecer, estaba bastante solitaria. Después de horas de buscar por internet y comprobar que al acercarse el fin de semana escaseaban completamente las habitaciones libres, afortunadamente encontré un lindo hotel que se encontraba justo en el conocido French Quarter, tan solo a una calle de la famosa Bourbon St. Entonces realmente pude conocer Nueva Orleans.

Una mañana cambiamos la rutina y atravesamos el río. Pocos minutos después, pasábamos por una zona de casas de lujo, a la orilla de un pequeño lago. Todas mantenían su bote en la orilla, cual auto estacionado en el garage. Más tarde entramos en una tienda de botes y barcos de pesca. Como el de alguna película de James Bond, uno de esos botes se exhibía dentro. Grandes letras formaban la palabra D R E A M sobre él.

La noche llegó al French Quarter y salí a caminar por Bourbon St. Nada parecido a como lucía en el día.

Bourbon St

Mujeres y hombres muy arreglados caminaban por la banqueta rumbo a su cita en un restaurante. Entre el barullo vi una limusina que esperaba sobre la calle. Al doblar una esquina, una chica conducía un auto de aquellos cuyas puertas abren hacia arriba. Se detuvo. Un chico de piel obscura se acercó y le entregó un maletín negro cuadrado por la ventanilla. Otra chica abordó el auto ante los claxonazos que no se hicieron esperar.

Escucho salsa por alguna de las ventanas y recuerdo las ganas que tengo de ir a bailar. En la esquina de Bourbon St e Iberville St, por las ventanas de otro de los restaurantes de la familia Brennan, el Bourbon House, se ven las mesas llenas, la gente espera afuera, algunos vestidos de gala para la ocasión.

Entro a La’Bayou Restaurant, de los pocos que no veo con una larga fila esperando, y por supuesto, nada formal, las puertas rojas están completamente abiertas. Mi pequeña mesa, al costado derecho, me da una buena vista. Un enorme cocodrilo corona la pared del fondo, arriba del bar. No me gusta. Ni el pequeño a la entrada ni la cabeza de venado. Las lámparas de aceite me dan la sensación de estar en un safari.

El mesero, William, me indica que los platillos por los que pregunto son un poco grandes para una sola persona. Nada de oyster, nada de lácteos, nada de cebolla, ajo ni queso. Qué difícil. De nuevo blackned redfish, esta vez preparado ligeramente diferente. Después de una de mis preguntas, a William le dio un ligero tic en el ojo izquierdo. Comenzó a hablarme en español al responderle de dónde soy.

Un pleno inicio de fin de semana en Nueva Orleans. Repleto de gente ruidosa, que vaso en mano ríe mientras camina por Bourbon St. La piel enrojecida por el sol, se colorea de luces de neón verdes, amarillas, rojas, moradas. Un Oyster Bar en la esquina, otro en la calle de enfrente. La vida nocturna en esta ciudad no termina hasta altas horas de la noche. Me parece estar en Playa del Carmen.

Mango

Tomo la cámara y disparo una, otra y otra vez. Algunos voltean a ver qué fotografío. Para un fotógrafo en cualquier lugar se esconden luces, formas, colores, texturas y sombras. Cada escena es parte de una película cuyo tema simplemente es la vida en este rincón del mundo.

En el restaurante, William, el único mesero joven va y viene llevando platos. Es agradable que a uno lo atienda alguien amable. Más al viajar solo. Posiblemente yo era de las pocas personas que cenaban solas en Nueva Orleans un sábado por la noche. Mi mesero coqueteaba con un par de nuevas comensales que sonreían con gusto.

El bullicio del lugar se confunde con el ruido de la calle. No distingo ningún ritmo en particular, sólo sobresale la batería en distintos ritmos y una voz grave que canta. La corvina tiene muy buen sabor, con ese gusto a pimienta particular, ligeramente picante. Tomo nota mental de conseguir la receta. No tengo espacio para el postre. En mis últimos bocados distingo que hay música dentro del restaurante. Un jazz divertido. No creo que alguien que se hospede cerca de esta calle logre dormir.

Al crecer la noche, el alboroto incrementa tanto como el tono de invitación a algunos locales. En una esquina, desde la ventana se ve una chica, tal como en Coyote Ugly, parada sobre la barra, con poca ropa, bailando. Dos trasvestis invitan entrar al local iluminado con neón azul. El tumulto de la gente y el olor dulzón del ambiente comienzan a abrumarme y decido regresar al hotel. El saldo de esa noche fue un par de quemaduras de cigarro en mi bolsa, seguramente al pasar entre la gente.

La tarde siguiente salgo a recorrer Canal St. Me parece alguna calle del centro del D.F. excepto por la cantidad de personas de piel obscura y todas aquellas mujeres en vestidos cortísimos y tacones altos. Alguna que otra es realmente una muñeca de piel de caoba.

Esperando el street car escucho una alegre tonada de jazz. En una escena nada fuera de lo común, un grupo de músicos ensayaba en una esquina. Tocando simplemente, al oído de quien pasaba por ahí.

Me quedo un momento del otro lado de la calle disfrutando su alegría musical. Es imposible seguir de largo sin hacerlo. Cualquier rincón es ideal para un músico solitario dejando escapar notas de su saxofón. Tiempo después comprendí que fue en Nueva Orleans fue como me terminé de enamorar del jazz.

De camino al hotel, me llamó la atención el TaoSpa. En la entrada, el mapa de un pie, indicando la zona del cuerpo a tratar o algún padecimiento en particular. Una mano amistosa de una mujer oriental me animaba a entrar. Así lo hice y me senté en un cómodo sillón a esperar turno. Mi curiosidad y el ligero dolor de cabeza, además del cansancio acumulado de la semana me obligaron a cambiar una reservación para cenar, por una sesión de reflexología.

Las mujeres que recibían la terapia, todas, tenían los ojos cerrados y una expresión de éxtasis. Alguna sonreía como si soñara maravillosamente. En algún momento una de ellas comenzó a reír con ganas, una risa totalmente contagiosa, en éxtasis total. Al fondo, unas pequeñas mamparas separaban los sillones de reflexología del área de masaje. La mujer de la risa, tenía los ojos cerrados y aplaudía mientras seguía riendo. Veinticinco minutos después entendí por qué tal risa.

Jalones, golpeteos y un sinfín de movimientos, a veces un poco dolorosos, a veces, muchas, me provocaban cosquillas. Se liberó gran parte de la tensión que tenía en ese corto lapso y mis pies y yo, agradecidos, salimos del TaoSpa.

La tarde siguiente aproveché para caminar por el French Quarter. La influencia francesa es notoria, los detalles en cada calle hacen de este barrio un lugar muy agradable para un paseo. Abundan las tiendas con letreros de herrería y diseños diversos.

PJ's Coffee

Molly's Bar, Toulouse St

Las flores de Lys abundan como símbolo de la ciudad, en playeras, gorras, colgantes.

Fleur-de-Lis, New Orleans' symbol

Todos los letreros de las calles tienen la misma forma, colocados en cruz en los faros típicos del barrio.

Rue Toulouse

Al otro día hicimos juntos, mi peculiar acompañante y yo, el último tour. Salimos temprano, sobre N. Peters St, hacia el French Market.

French Market

Yo no dejaba de dar clics con la cámara. La gente, amable, evitaba pasar frente a mi para no estorbar o se disculpaba por salir sin querer en mi foto. Algunas veces miraban hacia donde enfocaba la cámara esperando algo que robara la atención y los veía mirarse unos a otros preguntando qué de interés tenía una perilla o una cerradura vieja.

A dos horas de caminata, a más de 34 grados centígrados y una humedad del 80%, en pleno sol, sudaba a chorros. Mi agradable compañero, de casi 80 años, corredor de maratones y amante de la química y la pesca, ni se inmutaba. Probablemente por estar habituado a ese clima; seguramente porque tiene mejor condición física (y mental) que yo. A veces olvidaba que soy casi medio siglo más joven que él y aún me sigue pareciendo afortunado y esperanzador reconocer tal vitalidad. Quizá alguna vez cuente una de las cosas que aprendí al escuchar sus historias de vida en esos días a la hora de la comida en el campus de la universidad.

A lo largo de N. Peters St abundan las tiendas de recuerdos y ropa. Todas ellas con letreros colgantes en colores y diseños bonitos. El estilo romántico de las calles de The French Quarter ameniza la caminata y para alguien detrás del lente de una cámara es un paraíso.

French Antiques

Debo confesar que nunca me sentí particularmente atraída por algún destino en los Estados Unidos. Cambié mi opinión al pisar Nueva Orleans. El French Market lleno de turistas, haciendo fila frente al Cafe du Monde, tal como La Parroquia en Veracruz. Pienso que regresaría a Nueva Orleans para probar un beignet, según lo dicho, el pan típico del lugar.

Continuamos el recorrido hacia Jackson Square y alcancé a hacer algunas fotos en Saint Loius Cathedral.

Saint Louis Cathedral

Saint Louis Cathedral

Saint Louis Cathedral

El peso de la fe

La última parte de la caminata correspondía al costado del Mississippi, por el Woldenberg Park.

Do not cross

Caminando por la orilla del río bajo el rayo pleno del sol, comienzo a escuchar una nota que sube al cielo y se difumina en el aire. El sonido de un organillo al micrófono. Otra nota, otra más. Y finalmente una dulce y lenta sucesión de notas en una melodía conocida; «De la sierra morena, cielito lindo vienen bajando… Un par de ojitos negros, cielito lindo de contrabando… Ay ay ay ay, canta y no llores, porque cantando se alegran cielito lindo los corazones». El corazón se me alegró a mi mientras caminaba a la orilla del Mississippi un domingo por la mañana.

Woldenberg Park

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Bitácora de viaje, Mi desvarío

Bitácora de viaje. India. Parte III

Aún estaba pendiente avisar a la agencia que no tomaríamos el vuelo desde Cochín hacia Delhi y de ahí a Nueva York. Debíamos seguir el itinerario del tour, así que Jitu, nuestro guía, se comprometió a llamar a las 11 de la mañana, mientras nosotros viajábamos. Dieron las 4 de la tarde, hora de salir rumbo a Agra y él no se había reportado con la solución. Después de negociar, se decidió que no confiaríamos en su prometida respuesta y que iríamos al aeropuerto a resolverlo personalmente.

En las oficinas de la aerolínea, después de conseguir los pases de abordar, conocimos a una mujer estadunidense que dijo tener muchos años viviendo en México y que era dueña de una tienda de objetos de la India en San Miguel de Allende. Así que nos hizo recomendaciones de lugares y sitios para comprar en Jaipur y nombres de hoteles baratos y bonitos.

El viaje hacia Agra, en Uttar Pradesh, duró unas cuatro horas. Llegamos retrasados por este percance, pero el hotel era lindo, más que el de Delhi. Era de tres estrellas, pero parecía de cuatro. Limpio y con una bonita arquitectura y decoración. La cama era tan cómoda, que pude dormir como no lo había hecho desde que llegamos a la India.

La mañana siguiente cumplí un sueño que tuve durante muchos años. Desde que conocí la historia del Taj Mahal y vi su imagen, soñaba con viajar a la India para poder verlo con mis propios ojos. Quizá las ideas románticas que se tienen de algún mítico y místico lugar. Quizá el presenciar lo que ha sobrevivido a través del tiempo, símbolo de un amor y una tristeza infinitos.

Estaba ansiosa. Me conmovió tanto que casi me salieron lágrimas. Una de las siete maravillas del mundo moderno, un lugar impresionante. Después de estar parado ahí y verlo de frente, sólo se puede imaginar el desconsuelo que originó tal belleza. Su arquitectura es increíble. Del material ni hablar, mármol blanco con incrustaciones de piedras semipreciosas y oro formando figuras de flores.

Entramos de frente y se impuso a lo lejos su figura, al fondo de las siluetas de la gente. A partir de ese momento no solté la cámara hasta que me lo prohibieron una vez dentro del mausoleo.

Como salido de la ilustración de un cuento lejano, su forma perfecta ahí plantada, exquisita y triste a la vez, detiene el tiempo, como si lo absorbiera.

Caminamos por el costado izquierdo y yo no dejaba de pensar que finalmente estaba ahí. El único inconveniente y mi mayor frustración, sobre todo para hacer las fotografías que tanto quería, era el clima. Padezco migraña y ésta se dispara, entre otras razones, cuando hace mucho calor. Caminábamos bajo el rayo del sol, a más de cuarenta grados centígrados. Inmediatamente sentí que comenzaba a dolerme la cabeza. El simple hecho de mantenerme inmóvil para hacer una foto era insoportable. Aún así no dejé de disparar y disparar y disparar. Por donde pude, porque el guía, como todos los guías, tenía el tiempo contado para nosotros.

Es obligatorio entrar descalzo a suelo sagrado, así que a la entrada nos proporcionaron unos zapatos como aquellos que usan los cirujanos. Podíamos colocarlos encima del calzado o quitarnos los zapatos.

Por dentro, el alivio del calor fue inmediato, el ambiente era completamente fresco. Imponente. De cierto modo, pesado. En mi delirio pensé que la energía de ese lugar es lo que impregna el ambiente. El paso de los siglos ha permanecido ahí dentro, junto a la energía de quienes lo construyeron y quienes han llegado desde los rincones más lejanos del mundo.

La historia tan conocida del Taj Mahal es hermosa. Por supuesto que está plena de leyendas que la hacen aún más bella, todo un cuento. El conjunto de construcciones, cuyo edificio principal es el más famoso, fue levantado a orillas del río Jamuna, en honor de Arjumand Banu Begum o Mumtaz Mahal (la elegida del palacio), una de las esposas del emperador Shah Jahan, quien se dice, era su favorita. Ella murió al dar a luz a su decimocuarto hijo. El emperador, completamente devastado, ordenó la construcción del mausoleo para albergar sus restos; durante más de veinte 20 años, 20,000 personas trabajaron en ello. Se dice que el nombre Taj Mahal, que significa «la corona del palacio», indicaba lo que el emperador quiso ofrecer a su amada. Algo nunca antes realizado en el mundo.

En el lugar donde simbólicamente se encuentran los restos de ambos, el cenotafio, debajo de la cúpula (el de Mumtaz Majal se encuentra justo al centro de la cámara, el de Shah Jahan está a un costado), vi a la gente rezar. Una mujer joven, morena, con su sari cubriéndole la cabeza, se recargó en el barandal que da hacia las paredes de mármol que rodean la sala, juntó sus manos y comenzó una especie de rezo. No entendí una sola palabra, por supuesto, pero me pareció evidente que había devoción. Después de algunas palabras, tomó de la mano al hombre que iba con ella (su esposo, supuse) y lo acercó, como invitándolo a hacer lo mismo. El hombre, también joven, hizo lo propio, juntó sus manos y comenzó un rezo. Al cabo de unos minutos, ambos continuaron el recorrido.

Desafortunadamente para mi, el tour estaba programado para visitar otros lugares. De haber podido, me habría quedado ahí hasta agotar todos los ángulos y perspectivas posibles, hasta que la luz cayera por la tarde y las formas delinearan de manera distinta al gigante blancuzco, grisáceo, azulado. Pero el cielo casi blanco de esa hora sólo se confundía con el color del edificio. Me despedí de aquel lugar, dando gracias por haber cumplido uno de mis sueños.

Al salir, fuimos a las tiendas aledañas a comprar algunos recuerdos. Otra sorpresa. La manera en que la gente vende, convenciendo con mil y un tácticas, hablando incluso en español, aumentando y reduciendo precios exageradamente. Aunque quizá no sabían que el mexicano es un cliente sumamente difícil.

Tuve que perseguir a un chico que insistía en que le comprara tres playeras, cuando yo solamente quería dos. Se llevó mi billete sin darme el cambio completo y me hizo seguirlo hasta una de las tiendas. Cuando no me daba el resto del cambio, comenzó a pedirme que viera su mercancía. Resultaba molesto el acoso casi agresivo de los vendedores y lo único que quería era salir corriendo de ahí. Así que más adelante encontré a un hombre anciano que me llamó hacia su tienda, sin más personas acosando. Me convenció por el precio de algún objeto y entré. Como la tienda era pequeña, casi no se notaba que había alguien dentro. Así pude comprar sin ninguna molestia, a muy buen precio y con toda tranquilidad.

Cuando salí buscando a mi grupo, no vi a nadie. Un chico me dijo que ya se habían ido al autobús y que él podía llevarme en su bicicleta. Para ese momento únicamente tenía 20 Rs., alrededor de 6 pesos mexicanos. Se ofendió, pero yo no tenía una sola moneda más. Me inquieté porque no quería perderme, así que me subí a la bicicleta y así me acercó a mis compañeros que estaban más adelante.

Lo simpático de todo aquello, fue que uno de los chicos que nos rodeaban, se me acercó y alargando el brazo me ofreció el libro con la historia del Taj Mahal que costaba al menos 200 Rs. (y que ya habían rebajado hasta 100 Rs.). Le pregunté cuánto costaba y me dijo que para mi no era nada, que me lo obsequiaba. Me pareció extraño, pero con una gran sonrisa insistió en que lo tomara. Así lo hice y le di las gracias. Unos momentos más tarde, cuando estábamos por subir a una bicicleta para ir al autobús, le pregunté si estaba seguro. Respondió que sí, y entonces me dijo que le diera algo mío. Pensé darle algunos pesos, pero no llevaba nada, así que le dije que no tenía nada. Entonces me pidió un beso. Era un chiquillo de unos 15 años. Sorprendida le regresé el libro. Él me miró con esos ojos de inocencia y aún hoy creo que debí aceptar su obsequio.

En el camino de regreso del Taj, algunas personas me miraban. Hombres y mujeres. No sé si por la cámara, quizá por mi cabello tan alborotado. Pero me miraban fijamente e incluso me pidieron tomarme algunas fotos. Escuché que alguien dijo «beautiful». Creo que así como para mi era imprescindible capturar la belleza exótica de muchas mujeres ahí, para algunas personas mi propia persona era fuera de lo común.

Salimos rumbo al fuerte Agra. El calor seguía insoportable y yo trataba de cubrirme con la sombrilla, saltando de sombra en sombra. Sentía que la cabeza iba a estallarme. Lo único que me mantenía con mucho interés, era la cámara.

Antes de irnos, encontramos una familia. Algunas compañeras quisieron tomarse fotos con ellos. Yo le pedí a un par de las chicas que posaran para mi.

Subimos al autobús rumbo a Jaipur. Una aventura más. Hice algunas fotos desde la ventana. Pero muchas otras imágenes sólo las tengo en la cabeza porque pasamos tan rápido que no alcancé a tomar nada. Imágenes de mujeres en sus telas de colores vivos y alegres, cubriéndoles la cabeza, no sé si por el viento, no sé si por costumbre, no sé si por el polvo. Pero se distinguían perfectamente en el color arena del paisaje, caminando a lo lejos, envueltas en el polvorín. Cargando muchas veces algún recipiente en la cabeza. En un momento en que nos detuvimos un poco, pude hacer algunas fotos de ellas que estaban cerca del camino, igual que siempre, sonrientes mirando hacia el autobús.

Hombres montando camellos. Los camellos amarrados a los árboles, o pastando en grupos. Más mujeres sacando agua, sentadas en el piso o simplemente caminando, elegantes en sus colores hermosos. Las vacas amarradas al fondo, cuales mascotas, o sentadas al costado de las personas. Los pocos niños que vi, tenían los ojos pintados de negro y pulseras en los tobillos o en la cintura. En este recorrido abundaron también las sonrisas a nuestro paso.

El sol comenzó a ponerse. Pero no era una puesta de sol común. En medio del paisaje desértico, seco, el sol parecía luna, una bola blanca flotando en el cielo gris, los árboles secos franqueando el marco de la ventana del autobús.

Se suponía que tardaríamos cerca de ocho horas en llegar. Pero perdí la cuenta porque sucedió algo inesperado. Por si necesitáramos algo más surrealista, nos quedamos varados en un pueblo perdido en la nada por un atajo que el chofer decidió tomar. Se desvió del camino y se metió a uno de los pueblos cuyos límites observábamos de lejos. Inmediatamente la velocidad con la que íbamos disminuyó. Íbamos tan despacio que pude hacer varias fotos.

Niños alborotados que rodeaban el autobús, felices de ser fotografiados. Mujeres con la cabeza cubierta de telas multicolores sentadas en la tierra, paradas en el patio o asomadas por su barda.

Niños

De pronto obscureció y el autobús se detuvo. No podíamos pasar. Estábamos frente a una especie de tienda, pero estaba obscuro afuera y no se veía muy bien. Toda la gente estaba atenta a lo que sucedía dentro del autobús lleno de extraños. Saludaban y sonreían pidiendo fotos. Nos tomaban fotos desde un celular mientras reían.

Un hombre viejo y chimuelo hizo gestos y ellos respondieron con risa. Los camiones enfrente no se movían. Avanzaban unos metros y se detenían. Jóvenes sonrientes se amontonaban en grupos señalando el autobús. Un camello esperaba, amarrado a un tronco. El pueblo alborotado salió de sus casas a mirarnos.

El chofer nos advirtió que no hiciéramos caso. Que no era un lugar seguro y no sabía cómo podía reaccionar la gente. Que dejáramos de tomarles fotografías. Así que cerramos las cortinas y nos quedamos esperando. No me parecían peligrosos, pero en situaciones así, mejor atender la advertencia de quien al menos comprende el idioma. Ya no pensé en posibilidades, porque qué posibilidad había en el mundo de haber quedado varados en un lugar perdido, al norte de la India, completamente incomunicados.

Después de un rato se liberó el bloqueo y pudimos pasar.

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